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Un político raro

De Mandela puede decirse con verdad que fue el padre de su patria: ese título que tantos se han otorgado a sí mismos abusivamente.

Antonio Caballero
13 de febrero de 2010

Los políticos son necesarios. No existe la utópica sociedad humana soñada por los anarquistas: una sociedad capaz de gobernarse a sí misma sin intermediarios profesionales, por la sola fuerza espontánea de la solidaridad. Los políticos son necesarios, pero a la vez suelen ser perjudiciales porque suelen traicionar la esencia de su profesión. Usan esa profesión, que es el manejo del poder público, para provecho privado, propio o de sus familiares y amigos, y, en el más amplio de los casos, de sus partidarios. De políticos así estamos plagados en Colombia (pues se trata, literalmente, de una plaga). Pero no se trata, como proponen algunos ingenuamente a veces, o como se autoproponen otros interesadamente, de escoger en su lugar "antipolíticos". Son tan políticos como los políticos mismos, pues lo que los hace políticos es justamente ese lugar: esa función. Se trata de algo más difícil: de encontrar políticos que se ocupen de lo público, y no sólo de sus intereses privados o de grupo (por amplio que sea ese grupo).

Esos políticos públicos, por llamarlos redundantemente así, son raros. Y por eso es necesario el equilibrio de poderes, no sólo entre los poderes tradicionales del Estado de Derecho (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), sino entre representantes de diferentes intereses y de diferentes grupos. Obviedades, claro. Pero obviedades que es necesario recordar en este país sometido al extravagante embeleco del "Estado de Opinión" de que habla el presidente Álvaro Uribe -y que él mismo, en un curioso lapsus freudiano, llamó en su rifirrafe de la Universidad Jorge Tadeo Lozano "Estado de opresión".

Lo público es lo que corresponde a todos, y no sólo a una facción (por amplia que sea, repito). Recuerdo la frase famosa de la Última Proclama de Simón Bolívar: "Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro". Una frase que prueba su grandeza de alma. Pero es también la grandeza casi inútil de un hombre, justamente, al borde del sepulcro. Antes, en vida, bastante había contribuido el mismo Bolívar al exacerbamiento de los partidos, en nombre de su propia grandeza.

En estos días se rindió un homenaje universal a uno de esos muy raros políticos públicos. Se trata del surafricano Nelson Mandela, de cuya salida de la cárcel se cumplieron veinte años, y que tiene noventa. Los veintisiete anteriores los había pasado preso, por el delito político de organizar la resistencia de los negros contra el régimen racista del apartheid en Sudáfrica, y dirigiendo desde su celda la continuación de esa resistencia por parte de su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC). Una vez de nuevo en libertad, Mandela hubiera podido utilizar su autoridad y su inmenso prestigio, como tantos de sus colegas de la lucha contra la opresión blanca en el África, para la venganza: la suya personal por media vida en la cárcel, y la de su raza por siglos de sometimiento y expolio. Pero tuvo la generosidad, rara en un político, de ponerlos más bien al servicio de la concordia entre los grupos enemigos. De él puede decirse con verdad que fue el padre de su patria: ese título que tantos se han otorgado a sí mismos abusivamente. Porque reconcilió a los surafricanos unos con otros, haciendo que los que eran adversarios seculares en una guerra civil empezaran por fin a sentirse miembros de una misma nación.

Eso hizo Nelson Mandela como jefe del ANC en los años de negociaciones -intercaladas de represión y de masacres- que tras su liberación llevaron al gobierno blanco de Sudáfrica a organizar elecciones libres en 1994. Las ganó el ANC, y Mandela se convirtió en el primer presidente negro de su país. Y contaba con un "Estado de Opinión" más que suficiente para convertirse también en Presidente vitalicio -de nuevo, como tantos de sus colegas africanos de la descolonización-; pero prefirió no hacerlo. Era, ya digo, un político raro: uno que ponía el interés público por encima de su interés individual.

Nelson Mandela debe ser el único político que ha recibido tanto el premio Nobel de la Paz que dan los noruegos como el premio Lenin de la Paz que daban los soviéticos. Y -cosa más rara todavía- el único que los ha merecido ambos.

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