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Un retraso en el período

Tengo los síntomas del embarazo: vivo con más caprichos que el Presidente.

Daniel Samper Ospina
31 de octubre de 2009

-Lo mío ya no es gordura -le dije a mi mujer mientras me miraba de perfil en el espejo-: es embarazo. Voy a estudiar la posibilidad de un aborto.

—No digas bobadas -me regañó.

—Pero mira esta panza: está más inflada que el 'Pincher' Arias.

—Por eso: de aire -dijo digna-. Si los hombres quedaran embarazados, hasta el Procurador abortaría.

Parece excesivo, pero de entrada debo confesar que no resisto ser gordo. Prefiero morir antes que acabar como el 'Pote' Carreño, el comisionista de televisión, a quien vi caminando en la ciclovía con una camiseta de maternidad que decía "Es para febrero" porque ya no consigue ropa de su talla.

La verdad es que desde que soy padre de familia no he parado de engordar. Para no desperdiciar la comida que mis hijas dejan de lado, termino deglutiendo como un animal bordes de pizza, restos de hamburguesas y ruinas de conos. Ser papá, acabo de descubrirlo, es comer sobrados.

Todavía recuerdo ese momento cumbre y divisorio en el que o me resistía a subir de peso a través de una dieta estricta, o me entregaba sin pudor a la gordura con todos los riesgos que esa liberación implicaba, como ser propenso a los infartos o terminar de Contralor.

Di la pelea hasta donde pude, pero en un rapto de debilidad me descuidé, solté amarras y no volví a preocuparme del asunto hasta esa mañana en que me vi de perfil en el espejo. Supe de inmediato que ese abdomen era anormal. Y tomé la dura decisión de interrumpir mi embarazo en una clínica cercana.

—Doctor: proceda -le dije al médico con voz de mártir mientras me acostaba en la camilla.
—¿Perdón? -preguntó sin entender.

—Usted y yo sabemos que estoy embarazado -le expliqué-: esta barriga no es normal. Se parece a la del senador Álvaro García.

—Amigo: ¿usted es bobo? -me recriminó.

—No, doctor, pero casi: soy periodista.

—Por si no lo sabe, amigo, los hombres no quedan embarazados.

—Yo sé, doctor, pero puedo ser una excepción a la regla.

—Justamente: sin regla, no hay excepciones.

—¿Está seguro? -dudé.

—Seguro. Cuando las mujeres quedan embarazadas, se les retrasa el período. ¿A usted, acaso, se le ha retrasado el período?

—No señor.

—¿Ve? Porque es hombre -me explicó.

—Pero el presidente Uribe también es hombre y no hace sino retrasar los períodos.

—Es distinto -respondió-: ese tipo de períodos no tiene nada que ver con reglas ni cosas semejantes.

—Los de Presidente tampoco tiene que ver con las reglas -me defendí.

—Me refiero, amigo, a que lo suyo es pura gordura.

—¿Y no me puede hacer una ecografía para estar más seguros?

Respiró hondo y, quizás para salir de mí, procedió: me embadurnó de gel la panza y la registró lentamente; entonces apareció en el monitor un vacío relleno de distorsiones, una nada salpicada de puntos borrosos.

—Dios mío -exclamé al ver en la pantalla-: ¡el papá debe ser Valencia Cossio!

Preso de la angustia, vagué por las calles sin destino mientras rumiaba el horror de tener un hijo con Fabio, sorprendido de ver hasta dónde llega la seguridad democrática. ¿Cómo habrá sucedido todo, me preguntaba: ¿de madrugada y sin que nadie se diera cuenta, como con el referendo?

Traté de calmarme, pero en seguida imaginé que mi hijo se iría de excursión en helicópteros oficiales como sus hermanastros, y que su tío preso le regalaría una cuatrimoto, y me deprimí.

Sentí la urgencia de hablar con un consejero espiritual: alguien que me diera un chorro de luz, o que por lo menos moviera la papada de manera divertida.

Me pareció que el procurador Ordóñez era el indicado. No lo conocía, pero Gustavo Petro, que es buen amigo suyo, me ayudó a contactarlo.

Esperaba encontrarlo frente al oratorio de su oficina, en medio de imágenes de algunos santos de su adoración: San Juan, San Benito. Danilo Santos.

Sin embargo, estaba postrado y de rodillas ante una foto del Presidente.

Lo interrumpí. Le comenté lo que me sucedía. Me tomó la mano con sudoroso fervor; se despachó cinco rosarios en voz alta, y acto seguido me regañó por haber pensado siquiera en interrumpir mi estado.

—¡Aun en lo más diminuto hay vida! -me increpó.

—¿Hay vida en Pachito? -pregunté con asombro.

No me supo decir, pero en adelante me hizo sorber una espesa catequesis de la cual salí reformado.

Antes, cuando el doctor Ordóñez no era mi consejero espiritual y yo carecía de moral, no me sentía con el derecho de meterme en el útero de las mujeres.

Pero ahora que, a pesar de no tener represiones sexuales ni traumas de la infancia, me volví conservador, creo que el aborto se debe prohibir en todos los casos, al igual que la masturbación: ¿Cuántas vidas se pierden en cada eyaculación? Son millones de espermatozoides. Y aunque nos queda el consuelo de que muchos de ellos podrían haber sido odontólogos, debemos respetar cualquier forma de vida, incluidas las que se ven en el Congreso.

Mi mujer insiste en que no se trata de un embarazo, pero yo estoy convencido. Tengo los síntomas: vivo con más caprichos que el Presidente y sueño permanentemente con mi bebé: lo veo hablando a media lengua, como el Procurador; arrastrándose para avanzar, como Rodrigo Rivera. Y usando pañales, como Pachito.

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