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Un sapo con suerte

Dejar que los narcos escriban la historia del narcotráfico es tan absurdo como si la del holocausto judío la hubiera contado Eichmann en vez de Levi.

María Jimena Duzán
4 de abril de 2009

Supiste quién se ganó el India Catalina al mejor libreto original para una serie de televisión, me increpó un tanto alterada, una importante libretista hace unos días. Como vio que no lo sabía me reveló su nombre: se trata de Andrés López, me dijo en tono de enfado.

- ¿El de La pelota de letras?

- No, -me respondió de manera cortante-. Este Andrés López es el otro, el de El cartel de los sapos. ¿Te acuerdas del narcotraficante que pagó su condena en Estados Unidos y que se volvió famoso con un libro en el que cuenta sus experiencias como matón de un cartel?

Debo decir que comparto totalmente la indignación de mi interlocutora. Con tan buenos libretistas en el país, que se han ganado la vida de manera decente, sin necesidad de exportar cocaína a Estados Unidos, que se han ido labrando un nombre sin recurrir al descuartizamiento ni al asesinato de nadie, sorprende que el premio haya caído en las manos de un ex narco como Andrés López, cuya experiencia en el medio de las letras es tan corta como su pluma.

De esta peripecia me preocupan varias cosas. Para un país que ha sufrido como ningún otro el efecto demoledor del narcotráfico, resulta altamente peligroso que esa historia termine siendo contada por los narcos y no por historiadores, periodistas, o libretistas, como ocurre en las democracias respetables.

En Estados Unidos quienes han contado la historia de la mafia no han sido los mafiosos sino escritores de la talla de Mario Puzo o periodistas del calibre de Gay Talese, uno de los primeros en hacerle un reportaje a un hijo de un mafioso. En Italia el libro más vendido sobre la mafia napolitana es Gomorra, escrito por un periodista que se infiltró en sus filas. Los canales americanos no contrataron a ningún mafioso ex convicto para hacer Los Sopranos, sino a expertos libretistas que indagaron e investigaron hasta dar con una historia creíble y real que retratara una familia mafiosa.

Hasta hace poco Colombia iba por ese camino. Los libros sobre Pablo Escobar habían sido producto de la investigación de periodistas; las dimensiones del holocausto paramilitar y los atropellos de la guerrilla habían sido escritas por investigadores de la talla de Alejandro Reyes y Eduardo Pizarro y lo propio había pasado con las series de televisión que hablaban sobre el conflicto. El olvido que seremos, de Héctor Abad, nos había mostrado cuán hondo es el dolor de un hijo que recuerda a su padre asesinado por el narcoparamilitarismo.

Sin embargo, de un tiempo para acá, los narcos decidieron empezar a escribir sus libros y varias editoriales, sin ningún pudor, se los han ido comprando, creando un boom artificioso: el de la narco-literatura.

Dejar en manos de los victimarios la construcción de un imaginario histórico en el que no tienen cabida las víctimas, es el gran aporte que hasta ahora nos ha dejado esta narco-literatura.

La visión de Andrés López propone una mirada apologética del narcotráfico y hasta cierto punto irreal e indigna para con las víctimas que han dejado los narcos como él. En su libro, los mafiosos caleños son dioses jóvenes, apuestos, siempre rodeados de mujeres hermosas, de carros lujosos y de políticos y policías corruptos colombianos que ellos manejan con sólo mover la cabeza. A lo único que le temen es a la DEA, agencia que siempre termina convirtiéndolos en informantes y purificándoles el alma hasta guiarlos por los senderos de la justicia norteamericana, la única que para ellos vale. A los que les va mal terminan como Baruch Vega, dueños de una hermosa casa en la Florida. Y a los que les va bien, acaban escribiendo best sellers pasajeros de poco peso literario, como le ocurrió a Andrés López. Si encima de eso los premiamos y los exaltamos como si se tratara de intelectuales al servicio de la cultura, el mensaje que se le está dando a la sociedad colombiana no resulta muy alentador.

Dejar que los narcos escriban la historia del narcotráfico es tan absurdo como si la historia del holocausto judío la hubiera contado Eichmann en lugar de Primo Levi o Hanna Arendt. Si se lo permitimos, ese sería su mayor triunfo en lo que va de esta guerra. Quienes escriben la historia de un país terminan detentando el mayor de los poderes.

Para evitar este destino fatal habría que hacer varios ajustes en nuestros resortes éticos como sociedad. Un buen comienzo sería que los canales de televisión y las editoriales en lugar de contratar matones, narcos y corruptos para reescribir nuestra historia, contrataran a periodistas, a cronistas y a libretistas. Y que a la hora de hacer los reconocimientos, los exaltados no fueran los primeros sino los segundos.