Home

Opinión

Artículo

Un terremoto en Bogotá

Los transportadores bogotanos inclumplen las normas, sólo piensan en su bolsillo. Pueden aspirar al senado por el partido de la U.

Daniel Samper Ospina
6 de marzo de 2010

Tengo la sospecha de que el televisor de mi casa es uribista porque desde el viernes aquel en que se cayó el referendo quedó mudo. Perdió del todo el habla. Dejó de emitir sonidos. De modo que durante toda la semana no tuvimos otro remedio que seguir las noticias sin volumen.

No era fácil, lo confieso: desde el primer instante comenzaron las equivocaciones.

-Mira ese horror -me dijo mi mujer-: gente saqueando almacenes, personas desesperadas en las calles, la ciudad destrozada… ¡Pobres chilenos!

-No son imágenes del terremoto de Chile -la corregí-, sino del paro de Bogotá.

-¿Ah, sí? -me retó-: ¿Y esa carretera que está completamente rota y con los carros volcados en los huecos dónde crees que queda?

-Es la autopista norte. Lleva así 30 años.

-¿Y entonces quiénes son esos damnificados que piden auxilio? -preguntó, retadora.

-Son Rodrigo Rivera y Luis Guillermo Giraldo, los damnificados del referendo. Y piden auxilios porque es lo único que aprendieron a hacer en el Parlamento.

-Si esa nota no es sobre el terremoto de Chile, ¿entonces por qué están pasando las imágenes de una réplica?

-Esa réplica, si miras bien, es Andrés Felipe Arias. Es una mala réplica. No causa pánico sino risa.
-Pero mira entonces esos huérfanos que lloran desesperados -intervino de nuevo.

-Son candidatos: el chiquito que llora es el mismo Arias. El de al lado, que parece con los párpados llenos de bótox, es Juan Manuel Santos. Ambos están tratando de que Uribe los reconozca como hijos.

-¿Y él no los reconoce?

-¿Tú crees que Uribe es capaz de reconocer algo? -le pregunté-. Siempre les echa la culpa a los demás. Si hasta le dijo a un ministro, a Diego Palacio, que cuando hablaba con él se sentía hablando con una pared.

Pobres chilenos: tantos años de progreso y desarrollo para terminar, en dos minutos, como si estuvieran en Bogotá bajo la alcaldía de Samuel Moreno. El único consuelo que les queda es que el gobierno colombiano ya se comprometió con una ayuda humanitaria: prometió que esta vez no enviará al doctor Fabio Valencia Cossio al lugar de los hechos.

En el noticiero pasaban tomas con las peripecias que hacían los bogotanos en medio del paro.

-¡Mira ese gordo con gomina que está forrado en un vestido de rayas y corre como loco detrás de un bus! -comentó mi mujer-: ¡qué grotesco!

-¿Ese no es Juan Andrés Carreño? -exclamé, impresionado.

-¿Pero qué hace corriendo todo sudoroso detrás de una ruta alimentadora?

-Debe creer que se llama así porque dan comida -razoné-. Por eso la persigue.

El silencio eléctrico que emitía la televisión me arrulló y por un rato me sumergí en mis pensamientos. Esta vez estoy con Samuel. Pero para que un caos semejante no se repita, urgen medidas extremas. Siempre he dicho que tiene más movilidad el cuello de Mauricio Cárdenas que el tráfico de Bogotá. Por eso sugiero que nombren un buen secretario de movilidad, o que al menos le asignen un buen ortopedista a Mauricio Cárdenas.

Ahora bien: siempre he admirado a los transportadores bogotanos. Me parecen personas de un perfil muy alto. Incumplen las normas, sólo piensan en su bolsillo. Tienen todo para aspirar al Senado por la U. Sin embargo, reconozco que estamos muy lejos de tener un sistema de transporte decente, con buses en los que traten a la gente con respeto. Buses en los que si se sube José Galat, por ejemplo, le cedan el puesto, a menos, claro, que quien lo ocupe sea el ministro de Transporte, porque él no suelta ese puesto por nada del mundo. Buses en que los mensajeros no recuesten sus partes en los hombros de las personas que están sentadas. Buses, en fin, que sean conducidos por choferes que no reciban plata en pleno trabajo, porque si tienen esas mañas es mejor que trabajen en ciertos cargos de la Alcaldía.

Pero acá montarse en una buseta es una aventura. Hace poco lo hice. Justo cuando buscaba una silla se subió Noemí, ubicó a sus hermanos en los 11 puestos que quedaban libres y, una vez los dejó colocados, se fue en un carro diplomático. Carlos Holguín babeaba, profundo, contra una ventana. Tan pronto me acomodé, me tocó ayudarle a timbrar a Pachito, porque no alcanzaba, no daba la talla. Y cuando supuse que nada podía ser peor, se subió Uribe. Casi no se baja. En vez de sentarse en la silla, se recostaba contra el espaldar. Pensé que estaba esperando a que se enfriara el cojín, pero luego me di cuenta de que es un reflejo que tiene: le gusta parecer más grande de lo que es. Pensé en cambiarme de carro pero por esa calle sólo pasaba la ruta Capitolio -la Picota - Capitolio, y los buses pasaban repletos.

Regresé de mis cavilaciones y la televisión emitía las imágenes silenciosas de una lamentable masacre ambiental en la que varios troncos estaban desperdigados por el suelo.

-¿Dónde habrá sido este atentado ecológico? -le pregunté a mi mujer.

-Ningún atentado -respondió-: ya estamos en los deportes. Están mostrando momentos del partido de Millos.

Me dejó solo porque le aburren los deportes. Terminé comentando los goles de la fecha con la pared. Al principio era incómodo, pero al final ya me sentía como si estuviera hablando con el ministro Palacio.