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UN VIAJE AL FONDO DEL CORAZON

Semana
22 de noviembre de 1982

A cabo de regresar de una correría tristemente corta pero alegremente hermosa por tierras del departamento de Córdoba. Regresar a mis caminos y veredas, después de tantos años de ausencia fue como recorrer río arriba las aguas rojas que conducen al corazón.
Montería sigue estado ahí mismo, curiosamente quieta, ancalada en la mitad del río Sinú, con la corriente pegada al espinazo. Esta extraña capital, consagrada al nombre de San Jerónimo, se ha convertido en una encrucijada: es un sendero en el que se unen Antioquia y la Costa Atlántica.
En cada esquina, para guardar en él un escapulario y la nostalgia, hay un carriel colgado de un hombro, y debajo del hombro un antioqueño de orejas peludas que vende cachivaches: tijeras para podar árboles, pomada para la picadura de culebra, tabacos santandereanos, ollas de plástico, pocillos de peltre.
A su lado, con un sombrero de concha de jobo hundido hasta las cejas, y silbando entre dientes los primeros compaces de un viejo porro pelayero, pasa un campesino cordobés arriando con el garabato su burro cargado de plátanos, un tanquecito de leche y queso blanco.
Son dos culturas que se detienen en la misma acera, como las palabras cruzadas de un rompecabezas: el comerciante bullanguero que arma su alharaca para seducir a los compradores y el labriego pobre que va a llevarle a su patrón el producto del ordeño de ese día.
Yo no sé si al resto de la gente le pase lo mismo pero a mí se me hizo un nudo en la garganta cuando descubrí que estaba volviendo a mi tierra, como un buzo que se abre paso entre la telaraña polvorienta de sus recuerdos.
Tuve miedo, para qué lo niego. El miedo lúgubre de que ellos ya no fueran los mismos de entonces. O de que no lo fuera yo.
Por fortuna, ni ellos ni yo hemos cambiado: volvía sentir en la nariz la fragancia incomparable del pasto húmedo, el olor inigualable del humo hecho con leña para la sopa del almuerzo y el sonido único, el sonido que me llenó de gozo el corazón, el sonido que me hizo darle vuelta atrás a la manivela de mi propia película hasta llegar a los años de mi infancia, ese sonido rítimico que sube y que baja, y miré hacia atrás en una callecita de Carrillo y ahí estaban: ahí estaban Dios bendito, con el taburete de cuero recostado a la puerta del patio, bajo el matarratón florecido por las lluvias, dos mujeres con el redondel del traje embutido entre los muslos, rayando en el rayador de hojalata el coco para el arroz .Y el sonido del coco subía y bajaba, como una sinfonía. Sólo faltó que --como hacíamos en mi época los muchachos del pueblo-- algún chico sin camisa se acercara a ellas y le dijera a una de las mujeres:
--Niña, me regala el cabo?
El cabo, para información de los desdichados mortales que nunca han visto rayar un coco, es el pedacito que queda entre las manos de las cocineras cuando ya no pueden seguir rayando porque, como decíá María Bolaños, "de ahí para adelante lo que sigue es dedo...".
Armado con un viejo "jeep" de alquiler, en cuyo parabrisas había una imagen sagrada de la Virgen del Perpetuo Socorro, y una medallita de San Cristóbal que protege a los choferes, me fui por pueblos y caseríos, por ríos y caminos, me quedé varado en un caño y tuve que tirarme al agua para sacarlo. Y los vi a todos: los batidores de fresco de badea en el mercado de Lorica, los mecánicos de Cereté,las garzas que le sacan las garrapatas con el pico a las vacas, los pescadores de La Doctrina, los areneros de los playones de Gallinazo, los alfareros de tinajas del Pueblo Abajo de San Sebastián.
Un domingo,cuando apenas estaba apenas empezando este viaje a través de mi propia vida, me llevaron a una pequeña finca en Mocarí. Allí vive un hombre admirable que renunció a su oficio de abogado porque la poesía y los parágrafos son incompatibles. Se llama Guillermo Valencia Salgado pero en todo Córdoba, desde las montañas niqueleras de Cerromatoso hasta el mar de San Bernardo del Viento, todo el mundo lo conoce por su nombre folclórico de "El Compae Goyo".
No sólo renunció a su profesión sino a su vida de animal urbano. Con los ahorros de toda una vida se compró este pedazo de tierra rodeado de flores y de pájaros, prohibió rotundamente que le llevaran luz eléctrica o tubería de acueducto y se desterró con su mujer y sus hijos. Se alumbran con mechones de gas y se bañan en el arroyo. Conviven con media docena de gallinas, un cerdo y varios perros.
Lo que causa admiración, lo que asombra, lo que conmueve, es la tarea intelectual que Guillermo Valencia ha cumplido en este paraje solitario. Es un escritor auténtico un trovador a la manera antigua, probablemente el último juglar que todavía merodea por los campos de Colombia. Nadie conoce como él los vericuetos del folclor sinuano, de esa cultura genuina que anda por el monte con el pie descalzo o con una abarca de cuero sin amansar.
Ha escrito varios libros, poemas que son el romancero de estas tierras leyendas que recogen la sabiduría de la gente, cuentos estupendos sobre el hombre que andaba de corraleja en corraleja buscando con quién pelear o sobre el pájaro yacabó, que canta su cancion lúgubre cuando alguien se va a morir en la casa.
Cuando no escribe, Guillermo Valencia moldea sus esculturas. Por eso fue que, al entrar a su casa por un caminito serpenteado de jardines y palos de mango, pude contemplar un espectáculo de extraña belleza: la estatua de una sílfide griega, esculpida por él puesta debajo de una mata de plátano y aguantando en el hombro un racimo. Todo estaba dicho en esa escena: la cultura clásica al servicio del plátano. El arte griego prestando su hombro para que el trópico no se desgaje al suelo.
Hay algo de profeta bíblico en este hombre que se ofende porque la cultura popular se está perdiendo. "Parece mentira --dice con tristeza-- pero la historia del Topo Giggio hizo que los niños de nuestra región olvidaran los cuentos de Tío Conejo, de Tía Zorra, de Tío Tigre".
"El Compae Goyo" no es un personaje pintoresco que aprendió a decir grroserías para que parezcan auténticas. Leyó a los clásicos, se tragó a Homero, conoce a Neruda como casi nadie lo conoce, pero terminó asimilando aquel sabio consejo de Tolstoi: "Describe bien tu aldea y serás universal".
En torno suyo ha surgido un brioso grupo de muchachos que en Montería a pesar del pragmatismo comercial de la ciudad, a pesar de los señores feudales que miden la vida por la cantidad de terneros que puede parir una vaca, a pesar de la adversidad del ambiente, han integrado un grupo literario que se llama "El Túnel". Sus integrantes escriben cuentos, producen novelas, se desvelan discutiendo en un bar y con la plata de su propio bolsillo publican sus obras.
Debieran servirle de ejemplo a ciudades como Bogotá, tan llenas de escritores que no escriben, pintores que no pintan, músicos que no componen, cineastas que no van a cine, perezosos de café y vaso de agua helada, charlatanes que cargan una pila de libros bajo el brazo para impresionar a las muchachas incautas que salen por la tarde de las escuelas de comercio y contabilidad.

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