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Una Aldea civilizada

No podemos transformar el pasado aunque conozcamos con precisión todas las atrocidades con las que carga, pero sí sabemos con certeza que el futuro depende de todo lo que se pueda mejorar ahora.

Semana
19 de mayo de 2010

Hay que tener coraje para haber estado allí viendo cómo los aviones rusos surcaban el cielo y las máquinas de guerra hacían gala de su poderío. Qué hacía Angela Merkel en medio de una conmemoración que habría podido herir el alma germana. Rusia estaba de fiesta, mientras la canciller observaba con templanza estrechando la mano de sus homólogos. La Plaza Roja de Moscú vivía un aniversario más de la derrota de la Alemania Nazi, albergando por primera vez a miembros de las tropas aliadas.

Una máquina dedicada a la aniquilación de pueblos fue detenida y ‘se puso fin a una ideología que destruía los fundamentos de la civilización’, proclamaba el presidente ruso Dmitri Medvédev en presencia de la líder. Durante todos estos años los alemanes han asumido su culpabilidad del holocausto judío, han pedido perdón, han contribuido con indemnizaciones y se han tragado la humillación de su derrota como ningún otro pueblo de Europa lo había hecho antes. Representan al mismo tiempo el ejemplo de un ego ambicioso y sangriento que nunca se debe imitar y el de una conciencia de la derrota y de la culpa digna de respeto. Y en numerosas ocasiones han honrado la memoria de los muertos que produjo su vieja ambición totalitaria.

Tal vez hubo un momento en la historia lejana de los humanos en que simplemente se actuaba sin mucha conciencia y en donde matar a otro ser humano era un acto más entre los muchos otros que se presentan en la vida, un acontecimiento que ameritaba muy poco remordimiento. Sin embargo, con el paso de los tiempos este acto se ha ido cercenando lentamente para ir perdiendo el valor que algunas culturas pudieron haberle otorgado. La vida persevera de modo natural, pero con el progreso de la conciencia se ha convertido además en el valor más importante. Los hombres han continuado matándose a lo largo y ancho del planeta, las masacres no han disminuido aunque sí lo han hecho las cifras cotidianas de violencia.

El trago amargo que ha bebido la Canciller es el mismo que han empezado a beber los rusos con la asunción de los crímenes generalizados que comandó Stalin contra el propio pueblo ruso y contra la élite polaca. Tanto les cuesta a los rusos y a los seguidores del comunismo en todo el mundo reconocer que las persecuciones, crímenes selectivos y los grandes campos de trabajo forzado de Stalin produjeron sufrimientos equiparables a los que cocinó Hitler. El sentimiento de afecto hacia su figura aún es fuerte en el pueblo ruso, su imagen intenta permanecer en modernos carteles publicitarios, velas y flores son puestas al pie de su fotografía en las zonas rurales, pero el lugar que ocupa ahora en la historia remite a la memoria de las víctimas que produjo. Lo que Stalin “hizo con su pueblo es imperdonable”, el régimen que dirigió “sólo puede calificarse de totalitarismo”, ha dicho Medvédev, algo que apenas empiezan a reconocer los rusos. Un trago áspero del que el mismo Vladimir Putin ha bebido al honrar por primera vez la memoria de los veintidós mil polacos aniquilados uno a uno en los bosques de Katyn y en otras tierras de la Unión Soviética, bajo la firma de Stalin.

Estos actos de reconocimiento que parecen perderse en la marea de acontecimientos tienen la fuerza especial de elevar la conciencia sobre la valía de la vida, a la vez que contribuyen a hacer más soportable el resentimiento que podría llevar a la venganza o a la amargura interminable de los que se siguen sintiendo heridos.

También es cierto, no obstante, que el coraje de asumir la responsabilidad por la sangre que se ha derramado es algo de lo que aún carecen algunos estados. Turquía se empeña en no reconocer el genocidio de cerca de millón y medio de armenios cometido en tiempos del Imperio Otomano. China sigue manteniendo el tabú sobre las tragedias que implicó su revolución cultural. Otros prefieren la cobardía al coraje de juzgar a los culpables y honrar a sus muertos, como lo sigue haciendo España al acorralar a los que piden toda la verdad sobre las víctimas del franquismo, Brasil al frenar la revisión de ley de amnistía que impide juzgar a los torturadores de su última dictadura, o Serbia al pedir perdón a medias por su responsabilidad en la masacre de Srebrenica. A pesar de todo ello, el horizonte que ha trazado la humanidad está claramente definido. Poner fin a los desenfrenos sangrientos en cualquier lugar de este planeta.

No podemos transformar el pasado aunque conozcamos con precisión todas las atrocidades con las que carga, pero sí sabemos con certeza que el futuro depende de todo lo que se pueda mejorar ahora. El progreso es sobre todo también el progreso de la conciencia y superponerla a lo injustificable e inaceptable de los crímenes atroces y de toda forma de aniquilación o persecución ideológica, es una tarea que cuesta, pero su resultado puede hacer del mundo una aldea más humana. Donde el llanto lo produzca la alegría de haber alcanzado una aldea más civilizada.

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