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Una columna desde la playa

No nos dejen. No vale la pena. ¿Han visualizado cómo sería esa República Caribe? ¿Quién sería el presidente? ¿Álvaro García?

Daniel Samper Ospina
7 de enero de 2012

Envío esta columna desde las cristalinas playas de Bocagrande, donde tuve que padecer a mis vecinos de carpa: unos políticos costeños que soñaban en voz alta con la conformación de la República Independiente de la Costa, esa idea que está tomando fuerza desde que triunfó el voto por la región Caribe, y que se fortalecerá tras la nueva Ley de Regalías.

–Nos van a quedar 11,3 billones de pesos para nosotros solos –se regocijaba Efraín Cepeda.

–¡Viva la Independencia de la Costa, no jodaaaa! –gritaba José David Name.

–Ahora sí a mamá ron –concluyó Sabas, poco antes de sacudirse la tanga y darse un chapuzón en el mar.

En el momento no supe cómo reaccionar, esa es la verdad. Apenas recuerdo que me puse nervioso; que me subí las medias de lana y huí del lugar sin sacudir siquiera las sandalias. No tuve en ese instante la valentía de enfrentarlos y decirles que me niego.

Me niego a que los hermanos costeños hagan rancho aparte. Y por eso utilizo esta columna, mi columna de vacaciones, para hacer un llamado a la unidad nacional.

Amigos de la costa: no nos desagrupemos. Somos más grandes unidos. ¿Cómo se van a negar a ustedes mismos el honor de ser compatriotas de La Negra Candela, de William Vinasco Ch? ¿Quién conducirá sus destinos sino honorables políticos cachacos como Samuel Moreno? ¿De cuál obra de la posmodernidad arquitectónica van a sentir orgullo sino del edificio del Catastro que se levanta en la carrera treinta?

Guardé silencio como un cobarde, esa es la verdad. Pero me resisto a perder el paisanaje con el doctor Verano de la Rosa, a quien aún recuerdo cuando trataba de taponar el Canal del Dique:

–¡Traigan la maquinaria para cerrar el boquete! –imprecaba en el noticiero.

Pedía, claro, la presencia del doctor Gerlein, que es el dueño de la maquinaria. Y del Registrador, que es el boquete. Y sin embargo, el boquete del canal debe seguir abierto. Todo esto, claro, pese a que la costa ha sido manejada desde siempre por dinastías tan prestantes como los De la Espriella, como los Araújo. ¿Quién habría detenido la expansión paramilitar si no la valerosa doctora Piedad Zuccardi y su marido? ¿Quién habría frenado la corrupción, si no esas talanqueras de la moral que son los Guerra, los Name? Y sí: es cierto que a veces hay indelicadezas, como esos almuerzos que dejaron podrir y que habrían servido para saciar el hambre de 13 mil damnificados o, al menos, de José David Name. Pero, si se independizan, Silvestre Dangond no podrá cantar en el estadio de Palo Grande, como es su sueño. Y se desataría una epidemia separatista que modificaría para siempre nuestro mapa: después los paisas también soñarán con independizarse y, más grave aún, los panameños con integrarse de nuevo, con la Coneja Hurtado por delante.

No nos dejen. No vale la pena. ¿Han visualizado cómo sería esa República Caribe en la vida real? ¿Quién sería el Presidente? ¿Álvaro García Romero? ¿El equivalente a cuántos hospitales le costaría al Estado construir una estatua en bronce de él? ¿O Armandito Benedetti? ¿Van a entregarle a Armandito la responsabilidad de levantar toda una región cuando él apenas levanta la ceja derecha, y solo si detecta la presencia de un fotógrafo de las páginas sociales?

Cada vez que voy a Cartagena me tomo fotos ante sus monumentos emblemáticos: los Zapatos Viejos, la India Catalina, la discreta valla que colgó Carlos Mattos para dejar constancia de que ayudó a restaurar una catedral. No me quiten el privilegio de hacerlo ahora ante el puente que quiere construir.

Sé que es tentador exigirles visa a los cachacos que van en diciembre a Cartagena y después aparecen de manera enfermiza en todas las revistas de sociedad. Muchos de ellos afean la ciudad. No es mi caso, si me permiten aclararlo. Retengo tanto líquido en los tobillos como Santos en los párpados, es cierto. Y no siempre se me ve bien la vieja camiseta que insta a votar por Páez Espitia con que me meto al mar para no quemarme los hombros. Me broto, sí, y se me cuaja un profundo bigote de rocío sobre el labio. Pero me hundo en las olas sin perder el tubo en que cargo las monedas, y me sueno con el mismo énfasis con que Petro besaba a su esposa durante su posesión. Qué bonito ese beso. Fue el comienzo oficial de la política del amor. “A Petro le gustó ese pico”, declaró después el alcalde que, por amor, nombró a un montón de profesores sin experiencia administrativa. El único que la tiene es Navarro Wolff, por quien me derrito porque me recuerda a mi hija menor, que también habla a media lengua.

Pero vuelvo a mi asunto: no suena mal la idea de cerrar las fronteras ante tantos bogotanos que terminan posando en pantalones anaranjados y camisa blanca en las cada vez más lamentables fiestas de la Chiqui Echavarría: un Christian Toro, un Poncho Rentería. Pero no nos dejen solos. Si se independizan, ¿en dónde van a parlamentar? ¿En la playa, acaso? ¿Gerlein se subirá la pantaloneta hasta las tetillas o deliberará top less? Permitan que, en manos de Santos, esos 11 billones sirvan para reformar la justicia o pagar un almuerzo en La Vitrola para ocho personas. Se los imploro con todo el respeto que me despierta la clase política de la costa, que le ha dado al país célebres líderes políticos, muchos de lo cuales aún siguen libres.

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