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UNA LAGRIMA POR EL GAITERO

Semana
9 de enero de 1989

De eso hace ya mucho tiempo. Yo era poco más que un niño: un joven impúber, de pantalones cortos, calzado con abarcas de cuero crudo, bragueta de botones. En las vacaciones escolares me ganaba la vida vendiendo arroz de pueblo en pueblo, por las tierras sinuanas de Córdoba, montado en lo alto de un camión achacoso, que resoplaba como un toro y exhalaba vaharadas de vapor de agua por los cuatro costados.
Con mi compadre Marcelo Agámez, que era el conductor, saliamos de San Bernardo del Viento cuando apenas despuntaba la madrugada. Un cielo pálido, surcado de garzas, anunciaba la salida del sol. En esa época le decíamos rosicler a esos amaneceres rosados y hermosos. Bella palabra, y castiza, además, que se ha ido perdiendo, como tantas otras, en la avalancha de la vida.
Aquella mañana -era viernes lo recuerdo bien- había caído sobre mí el rocío fresco que azotaba la parte alta y descubierta de la carrocería. Tenía la cara lavada y el mundo parecía inofensivo.
Llegamos a Lorica cuando la agitación era grande. Campesinos bajaban de los caseríos a vender barato y comprar caro. En la galería del mercado, un caserón en la barranca del río, y en cuyo techo de zinc reverberaba la primera resolana del día, corría la fragancia de la leña de las fritangas.
Paramos a desayunar. Una mujer gorda, que se abanicaba los muslos con la flequetería de la falda, ofrecía empanadas con huevo revuelto. Tenían cebolla y tomate. Los batidores de fresco vendían el de badea con leche. Chisporroteaba el patacón tostado en los calderos.
De pronto -lo recuerdo y se me eriza la piel- entre la brisa que soplaba desde la placita de la Santa Cruz de Mayo, oí el lamento herido de la gaita. Sonaba un cencerro de semillas como el cascabel de una serpiente. Una voz delgada y bella estaba cantando:
Yo tenía mi Candelaria y con ella me divertía.
Se fue y me dejó llorando ¡ay!, adiós Candelaria mía...
Ese día lo vi por primera vez. Ya, para entonces, era viejo. Llevaba calado hasta los ojos un sombrero de concha con un barboquejo grueso. Por los costados de la badana del sombrero le sobresalían unas pelusas blancas de la cabellera. Nunca olvidaré las dos cosas que más me impresionaron de él: los ojitos pequeños, casi japoneses, bañados de una picardía alegre, y el hecho de que no usara abarcas, como la gente que yo habia visto hasta entonces, sino unas cotizas de lona, bordadas con figuritas de hilo de colores, con trencillas.
-¡Es Toño, el gaitero de San Jacinto! -gritó, con emoción, alguien que estaba junto a mí.
El gentío no se limitaba a vitorearlo, como a un viejo trovador de la juglaría, como a un héroe de los cantares de gesta, sino que, además, le coreaban la musica con palmas y taconazos. Con una mano tocaba la maraca grande y cabezona, de totumo cerrero, y con la otra se llevó a la boca la flauta de caña, una gaita larga, que tenía una boquilla hecha con el cañón de una pluma de pavo y una macilla de cera.
Aquella mañana memorable, meciéndose al compás de su melodía, Toño Fernández, el gaitero mayor de San Jacinto, tocó "Candelaria", " El Morrocoyo" , " La Maestranza", la historia del pobre Silvestre que tenía una novia puñetera que le decía que no bebiera, y el gaitero lo sonsacaba con su música, azuzándolo:
¡Ay, tómate el trago, Silvestre! ¡Ay, tómate el trago, Silvestre!
El deber no tiene sentido de la poesía y había que seguir la marcha. La venta del arroz ajeno no entendía de versos ni de maeses. Nos fuimos mi compadre Marcelo y yo. Volvimos, fatigados y sedientos, cuando ya era de noche. La luna asomaba por los lados de La Doctrina. Y allí estaba, todavía, el gaitero. La multitud llegaba hasta el atrio de la iglesia. Toño se había enzarzado en una pelea a versos con alguien de la muchedumbre. Luego con otro. Llevaba 10 horas improvisando estrofas y cantares, venciendo a sus adversarios, respondiéndoles a todos al mismo tiernpo, jugando al pie forzado y la rima obligatoria. Los maromeros ambulantes habían instalado mesas de juego con lámparas de gasolina, y había fritangas, y neveras de palo para vender cerveza helada.
Después supe que aquel frenesí de gaita duró hasta el domingo. Y el gaitero . ahí, incansable, soplando la flauta, meneando la cabeza, bebiendo ron por la comisura y echando décimas.
Ahora, en este páramo bogotano, recibo una llamada telefónica triste y breve: "Toño se murió" me dice un amigo. Y yo no puedo con perdón de ustedes, contener una lágrima por el gaitero más grande de esas tierras. Ahora se quedaron solos, en San Jacinto Andrés Landero y su acordeón, el profesor Pacheco y su hamaca grande, Juan Lara, Catalino Parra y las gaitas. Silencio del cencerro y la tambora macho.
Un día de estos, quién sabe cuando, y si Dios nos da vida y salud, los que amamos al gaitero insuperable iremos a su tumba, con media-de-media en el bolsillo de atrás, a cantarle los versos de "Candelaria".