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¿Universidad para qué?

La universidad que forma buenos profesionales, que desarrolla sus capacidades analíticas, sociales e investigativas, es muy probable que también esté formando buenos ciudadanos, señala Maria Teresa Ronderos, editora general de SEMANA.

Semana
19 de septiembre de 2004

He tenido dos experiencias extremas como profesora universitaria. La primera fue en la universidad pública de Buenos Aires, cuando acababa de finalizar la dictadura argentina. Los estudiantes salían de un largo y cruel régimen militar bajo el cual se habían prohibido cientos de libros, se habían cerrado carreras consideradas 'subversivas' e incluso se les había obligado a las mujeres a usar faldas y a los hombres a rasurarse la barba. Por eso, en un principio los alumnos se asomaron tímidamente a su recién estrenada libertad. Un día en una clase alguno preguntó: "Profesora, ¿se puede disentir con usted, y aun así pasar la materia?" Cuando los estudiantes tuvieron la certeza de que el disenso, el libre pensamiento y el debate eran la norma obligatoria del curso, se lanzaron con una enorme voracidad a leer, a discutir, a escribir. Pero fueron más allá. Aunque la materia era teoría de la comunicación, montaron programas de radio burlones y crearon revistas irreverentes. Descubrieron que el pensamiento libre derrumba el poder ilegítimo y anquilosado, y dejaron correr sus ilusiones. Seguramente, muchos de ellos fueron quienes luego hicieron parte de la revolución mediática argentina, con ejemplos tan notables como el diario Página12 o más recientemente la revista TXT.

La otra experiencia fue opuesta. Dicté un seminario sobre cómo reportear y escribir sobre la coyuntura a estudiantes de último año de comunicación social de una universidad bogotana. El país hervía de cambio con la recién inaugurada Constitución de 1991, precisamente impulsada por miles de universitarios. Bullía la esperanza, pues se acababan de desmovilizar el M-19, el EPL y otros grupos guerrilleros, y la paz parecía a la vuelta de la esquina. Quizás Colombia había tenido pocos momentos de mayor libertad para debatir sin miedo el futuro. Algo les había hecho esa universidad a mis estudiantes, sin embargo, que parecían inmunes a todo eso. Un día se unieron para reclamarme que no hacía bien mi trabajo. Preocupada, les pregunté por qué. Ellos respondieron: "A usted le pagan para que sea la que se lea los libros y luego venga y nos los cuente. En cambio, usted nos exige que vengamos con los libros leídos a clase, entonces para qué le pagan". Más allá de mi propia inexperiencia o mis limitaciones para despertar pasión en estos alumnos, detrás de la queja había una ignorancia, una cerrazón grave, casi militante. Universitarios de último año de periodismo que no le encontraban ninguna gracia a leer, ni siquiera prensa... ¿qué irían a hacer por la sociedad?

Las anécdotas ilustran una reflexión de fondo: ¿qué puede hacer la universidad en la formación de ciudadanos? No es un debate en abstracto: cómo crear ciudadanos 'modelo' según algún estándar general. La pregunta es ¿qué puede hacer la universidad en la formación de ciudadanos en una democracia como la nuestra, asediada por la debilidad institucional, la corrupción, la quiebra de valores y la violencia?

Para empezar, ya estaría haciendo bastante la universidad colombiana con cumplir la misión que le es propia: formar profesionales capaces. Y estas capacidades, según coincidieron varios expertos que consultamos para un especial de SEMANA sobre el tema, van bastante más allá de la trasmisión de algunos contenidos esenciales y de unas habilidades específicas. En un mundo donde el conocimiento es la clave de la producción de valor se requieren competencias especiales. La primera: ser alfabetos, lo que en palabras del profesor alemán experto en el tema Andreas Schleicher es saber interpretar y usar el lenguaje y la matemática para poder entender el mundo. Poder pensar científicamente, formular hipótesis, estudiar evidencias y sacar conclusiones. Lo veo en los periodistas que llegan a hacer prácticas a la revista. Aquellos que hablan más idiomas, que entienden las estadísticas, que tienen la habilidad analítica de leer y entender qué es lo importante, y que saben ordenar su trabajo formulando una hipótesis de partida para luego comprobarlas o variarlas con la información que encuentran producen una mejor calidad de artículos, sea sobre el tema del fundamentalismo islámico, los metrosexuales o la crisis bancaria.

La segunda competencia es la social. Poder trabajar en equipo, relacionarse bien con otros, conversar, resolver conflictos, saber negociar, convencer. El trabajo periodístico, que es lo que mejor conozco, es hoy en día casi imposible sin armar equipo. Aunque esta sociedad premia (quizás en exceso) las habilidades retóricas o literarias de un periodista u otro, los sectores más modernos aprecian más la información de fondo, precisa, comprensiva e interpretativa que solo se puede producir con discusiones e investigación conjunta.

La tercera es la de actuar con autonomía. Se requieren seres independientes que sepan resolver problemas. En una sala de redacción -vuelvo al ejemplo que conozco-, la mitad del trabajo de un periodista es saber enfrentar, manejar y resolver situaciones conflictivas. Un periodista que se vare ante el primer no de una autoridad que no quiere revelar una información simplemente no puede cumplir su labor.

Lo interesante de esta visión que está emergiendo entre los rectores, profesores y el mismo gobierno sobre lo que debe hacer la universidad es que si la formación profesional apunta hacia estas competencias, está también apuntando hacia la formación de competencias ciudadanas.

En otras palabras, los buenos profesionales son también buenos ciudadanos, si su formación incluye estas competencias. En periodismo cada vez es más claro que no se puede hablar de ética periodística sino se habla de calidad profesional. Son hermanas inseparables. Ser un mal periodista no es solo cuestión de voluntad moral, sino de capacidad profesional. La defensa del interés público en la información exige calidad profesional.

Por eso quienes creen que formar buenos ciudadanos se limita a enseñar cívica, Estado, democracia o historia colombiana se quedan cortos. Estas materias pueden ser útiles, pero mucho más central es despertar en los estudiantes el deseo de preguntar, la avidez por aprender, las ganas de transformar el mundo. Colombia necesita estudiantes curiosos, deseosos de investigar, enamorados de los libros y de la música, apasionados por las matemáticas o la ciencia por las alas que les dan.

Últimamente, muchos padres de familia y demasiadas universidades andan obsesionados con darle al estudiante recetas rápidas y eficientes de su futuro oficio, que ojalá se adivine lucrativo. Y la filosofía, poesía, historia, astronomía o el jazz se consideran lujos relativamente inútiles. Creo yo -después de ver que en este país el exceso de pragmatismo no nos ha traído una mejor sociedad sino un afán desmedido en los profesionales por el lucro o el poder- que están equivocados.

Los espíritus más elevados y creativos son más inmunes a la corrupción y más amigos de una ética pública. Las mentes más analíticas son más inconformes con lo que hay y más propensas al cambio. Las tertulias y debates del trabajo en equipo enseñan a participar más activamente y a ser tolerantes con la opinión del otro. Los colombianos más autónomos que asuman y enfrenten sus problemas dependerán menos del líder salvador y estarán menos dispuestos a darles poder a quienes no respeten esa libertad.

Si la universidad forma pensadores libres, universales, irreverentes que se atrevan a desafiar el statu quo con inteligencia -y no con barbarie-,estos probablemente serán más propensos a inventar nuevos tipos de gobiernos, organizaciones o empresas socialmente más armoniosos y ambientalmente más sostenibles. Esos serán los estudiantes que podrían construir una sociedad definitivamente más igualitaria, más respetuosa y pacífica que la que hoy tenemos.

Este es el texto de la presentación que hizo la autora en el foro "La universidad y las competencias ciudadanas", organizado por el Ministerio de Educación Nacional el 16 de septiembre pasado.

*Editora general de SEMANA.

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