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O uribista o mamerto

Puestas así las cosas en este platanal sombrío, tener algo de mamerto es la única forma de ser medio decente.

Daniel Samper Ospina
9 de mayo de 2009

La última vez que visité a mi tía, la uribista, para que me contara qué tal le pareció la visita que el presidente Uribe le hizo al Papa, me pasó algo que nadie me va a creer.

— ¿Qué te traes entre manos? -me preguntó desconfiada mientras ordenaba su mesa de noche-. ¿Por qué me hablas de eso, si tú no respetas al Santo Padre?

Le dije que estaba confundida: nunca, que recuerde, he escrito en contra de Su Santidad; y no sólo porque ahora que soy candidato conservador una crítica semejante no me quedaría bien, sino sobre todo por que en términos generales he sido una persona respetuosa de los sacerdotes. Y de sus novios.

— Si de verdad respetaras al Santo Padre no habrías escrito en contra de sus hijos.

— Pero si el Santo Padre no tiene hijos…

— ¿Y entonces qué son Tomás y Jerónimo?

— Perdón -traté de sacarla de la confusión-: ¿a quién te refieres cuando hablas del Santo Padre?

— Pues a quién va a ser -me respondió subiendo la voz-: al Glorioso, al Salvador: al Presidente que sacó a este país de la olla -dijo, y empezó a escarbar cosas en el cajón-.

— A este país no -la corregí-: a tus amigas que no podían ir a la finca. Pero la verdad es que con este gobierno ha sufrido mucho la gente pobre.

Entonces comenzó a sucederme lo que les decía. Tan pronto terminé esa oración, me apareció de la nada una barba despoblada, parecida a la de Iván Cepeda.

No le presté mayor atención y seguí con mis argumentos. Pero en la medida en que salían de mi boca frases como que la seguridad democrática sólo ha sido buena para los ricos, pero mala para los pobres, como lo demuestran los falsos positivos, me transformaba aun más: me crecieron unas hilachas de pelo parecidas a las de Antonio Morales, los tenis se me convirtieron en unos viejos zapatos de gamuza y sobre la camiseta que llevaba puesta apareció un grueso saco de cuello de tortuga.

— ¡Por el Padre Eterno, Álvaro bendito! -exclamó mi tía pálida, cuando vio lo que pasaba-: sabía que te iba a pasar eso.

— ¿Qué? -le pregunté-.

— Pues mírate: que te volviste mamerto.

— ¡Cómo se te ocurre! Es que para ti cualquier persona con sensibilidad social es mamerta…

— Esa frase es de mamerto.

— No es cierto -le dije-: simplemente tengo consideración por las y los ciudadanas y ciudadanos de escasos recursos.

— ¿Lo ves? Ya hablas con los dos géneros. Y con eufemismos.

— Es verdad- comencé a reconocer lleno de angustia. Y acto seguido tarareé una canción de Silvio Rodríguez sin querer.

— Yo sabía que te iba a pasar eso -me recriminó-.

— No puede ser tan malo -traté de animarme-. Mira que tu ídolo, el doctor Uribe, está casado con Lina Moreno, una mujer progresista, que es a lo que personas como tú llaman mamerta.

— ¡Cómo se te ocurre decir que Lina es mamerta!

— Pero si no se maquilla, usa mochilas, le gusta el cine europeo…

— ¿Y qué? -me dijo exaltada-: ¡si de verdad fuera mamerta no estaría casada con Nuestro Señor, sino con Alfredo Molano!

— ¿Y los faldones que se pone? ¿Y el gusto por los libros de filosofía? -me defendí-. Si hasta Florence Thomas le escribe cartas públicas…

— ¿Y qué? -gritó furiosa, como el Presidente cuando lo entrevista un periodista extranjero-. Si fuera tan hippie como algunos brutos creen, no estaría en el Palacio de Nariño con el Presidente, sino en el bar Osobuco, con Shaio Muñoz y Enriquito Santos, o haciendo esculturas en Barichara.

— ¡Ay! -suspiré desconsolado-: yo estaba tranquilo porque si ella era mamerta, ser mamerto no debía ser tan grave…Pero si me dices que es pura apariencia…

— Claro, mijito: acá hay o uribistas o mamertos; o buenos o malos. Y ella es de las nuestras.

— ¿Y entonces qué hago?

— No te preocupes -me dijo-: es cosa de que te dejes lavar la cabeza de nosotros. Yo te ayudo.

Lo intentó: sacó una grabadora y puso el programa radial de Vicky Dávila. Su estrategia habría surtido efecto si no me hubiera quedado dormido a los 10 minutos: era muy lento.

Procedió, entonces, a someterme a una terapia de choque mucho más fuerte: acumuló en la tina agua caliente, y fue vertiendo en ella artículos de José Obdulio, Fernando Londoño, Ernesto Yamhure y Plinio; los revolvió con una paila y me embadurnó la cabeza con esa melaza hirviente.

Recuperé mi apariencia de siempre, pero cuando llegué a la casa, presenté algunos rebrotes de mamertismo que, para decir la verdad, ya no me preocupan: puestas así las cosas en este platanal sombrío, tener algo de mamerto es la única forma de ser medio decente.

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