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Viaje a Ítaca

“No volveré a ser joven”, es el título del poema, y tal vez yo sabía que, en efecto, no volvería a ser joven nunca más.

Semana
19 de abril de 2008

Durante muchos años, por ese error de cálculo tan común en la juventud que consiste en creer que la vida es eterna, me permití cambiar de país y de ciudades (e incluso de mujeres y de amigos) casi con la misma despreocupación con que cambiaba de camisa. En cada mudanza perdía libros, almohadas, cubiertos, abrigos, y al llegar a otro sitio intentaba retomar el hilo de la vida en otro idioma, otro clima, otros paisajes. Así viví en México, en Italia, en Alemania, en España y en Estados Unidos. En España aprendí que a estos seres errantes, vulgarmente, se nos acusa de ser "culo de mal asiento". No hay sofá ni silla ni sillón que nos parezca lo bastante cómodo para quedarnos quietos. Y en esa fuga sin fin se nos escapa la vida.

Acabo de volver a Boston, una ciudad en la que viví hace casi 10 años. Cogí el metro -que allí le dicen T- y fui al cruce de Beacon con St. Paul, donde vivía. El edificio no era blanco, como yo lo recordaba, sino color ladrillo. Entré al zaguán y aproveché el descuido de un vecino para colarme adentro. En el oscuro corredor del tercer piso la nariz me sorprendió con un olor remoto y fui hasta la última puerta, la nuestra, y la toqué tres veces, pero el pasado no me abrió. Caminé por la acera y los católicos que rezaban el rosario y mostraban fotos de fetos sanguinolentos frente a la clínica de abortos, ya no estaban allí. Fui al supermercado, Trader Joe's, y no pude encontrar mi torta de pacanas preferida, pero sí la miel de mapple auténtica, que encima de una tostada me devolverá a un remoto desayuno mágico, o trágico, no sé cuál de los dos.

El año pasado volví también a Turín, mi ciudad italiana, donde nació mi hija mayor, y donde creo que alguna vez fui feliz sin atenuantes. Me metí a una cantina, solo, y aunque nadie lo crea, al rato me arrebató por los parlantes un tango incongruente con el sitio: Volver. Fue una vergüenza que la frente marchita y la nieve del tiempo me produjeran el efecto del humo en los ojos. Así fue, por suerte sin testigos. Sin saberlo, tal vez, me he dedicado a deshacer los pasos, lo que dicen que hacen (no sé bien) los moribundos o los que ya están muertos. Creo que sigo vivo y no muy enfermo, pero ya sé que el tiempo dura poco, que "la vida iba en serio", como dice un poema de Jaime Gil de Biedma, y que morir y envejecer son "el único argumento de la obra".

Ese poema lo leí en Madrid en el año 90. Me lo regaló una muchacha de la que yo estaba, o creía estar, enamorado. "No volveré a ser joven", es el título del poema, y tal vez yo sabía cuando lo leí que, en efecto, no volvería a ser joven nunca más. Pero fui joven, sí, en ese instante, y mi cuerpo recuerda, como recuerda el cuerpo en un poema de Kavafis, que otros cuerpos -entonces- todavía temblaban por él. Ahora que sé que ya nunca en la vida volveré a Madrid, ese recuerdo se vuelve más valioso para mí.

Empiezo a escribir esta divagación sobre los viajes en una ciudad que se llama Ítaca, o mejor, Ithaca; la sigo en el tren que me lleva a otra ciudad donde viví pocos meses hace 30 años, Nueva York, y la termino en el avión que me devuelve a Medellín. Esta Ítaca a la que he viajado no es exactamente la isla de Grecia, esa a la que Odiseo regresó después de 20 años de errancia por el mundo. No es la isla griega sino una ciudad del norte de Estados Unidos, que tiene este nombre clásico y alberga una de las mejores universidades del mundo: Cornell. Allí un grupo de colombianos (y una uruguaya y una china) debíamos hablar sobre las migraciones. Me impresionó la forma cálida y profesional en que varias estudiosas colombianas nos acogieron en Ithaca: Claudia Pineda, Ana María Bidegain, Mary Roldán, Elvira Sánchez-Blake, María Antonia Garcés… No habrán sido Circe, ni Nausicaa, ni Sirenas, ni Calipso, ni Penélope, pero todas ellas tenían algo de los tipos de mujeres que hay en la Odisea.

En Ithaca, oyendo a estas profesoras hablar de la dura vida de los emigrantes colombianos, me acordé de otros versos de Kavafis, donde el gran poeta de Alejandría nos dice cómo debería ser el viaje de nuestra vida. El poema se llama, precisamente, Ítaca, y creo que los cuatro millones de colombianos de la diáspora lo deberían leer: "Si vas a emprender tu viaje hacia Ítaca / pide que tu camino sea largo, / rico en aventuras, lleno de experiencias. / A Lestrigones y a Cíclopes / o al colérico Poseidón, no les temas, / no hallarás tales seres en tu ruta / si no los llevas dentro de tu alma. / Pide que tu camino sea largo. / Que numerosas sean las mañanas de verano / en que con placer y alegría / arribes a bahías antes nunca vistas. / (…) Lleva siempre a Ítaca en tu pensamiento. / Llegar allí es tu destino. / Mas no apresures el viaje. / Mejor que se extienda muchos años / y en tu vejez atraques en la isla / enriquecido con lo ganado en el camino / sin esperar que Ítaca te enriquezca. / Ítaca te ha regalado un hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. /Pero no tiene ya nada que darte. / Aunque pobre la encuentres, Ítaca no te ha engañado. / Así, rico en saber y en vida, como te has vuelto, / entenderás al fin qué significan las Ítacas".

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