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Voto obligatorio, una vez y ya

La verdadera depuración que está requiriendo este país no es precisamente la del censo electoral, sino la de las prácticas políticas.

Semana
18 de febrero de 2011

Es una verdadera suerte para la democracia que el articulito que le colgaron a la Reforma Política para depurar el censo electoral haya nacido con vicios de forma, porque con su aplicación se confirmaría el refrán según el cual “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”. De un solo tajo redujeron el número de votantes potenciales de 30 a 15 millones (todos los que no votaron en la última elección), aduciendo que así se evita el fraude y se reducen los costos de las elecciones en más de 40 mil millones de pesos.
 
Lo llamativo del asunto es que la iniciativa provino del eminente constitucionalista Jaime Castro, quien quizá habría podido llevarla a buen puerto si no fuera porque el “artículo canguro” –como lo llamó el propio Registrador, Carlos Ariel Sánchez- “apareció de un salto en la votación final sin haber sido discutido en las etapas intermedias”, según Antonio Caballero. Ésta podría ser entonces la crónica de una muerte constitucional anunciada, que confirmaría un segundo refrán (“al mejor panadero se le quema el pan”) y explicaría por qué Caballero dice de Castro en su última columna que “debería darle vergüenza”.
 
Al margen de consideraciones formales y de las supuestas buenas intenciones que abriga la depuración del censo electoral, es indudable que si la norma llegara a ser refrendada por la Corte Constitucional, no contribuiría a derrotar la abstención, sino a fortalecerla. ¿Cuál es acaso el incentivo que se le ofrece para inscribirse al que le ha dado pereza votar en los últimos comicios, y ahora ni siquiera se le considera un votante en potencia? (Cuento aparte son los votantes del Polo también excluidos, en este caso electores disciplinados y formados que no votaron en la segunda vuelta a la Presidencia por decisión de su partido, pero volverán a inscribirse para votar de nuevo en cuanta elección se presente).
 
Lo complicado del asunto es que los mayores incentivos de la depuración electoral serán para los políticos tradicionales, pues a nadie tanto como a ellos les favorece que para obtener una victoria electoral les siga bastando con juntar (o comprar, que también se acostumbra) cierta cantidad de votos, sin que esa curul se vea siquiera amenazada por esa mayoría de ciudadanos que no se expresa en las urnas, y que de llegar a hacerlo pondría a ganar el voto de opinión sobre el voto amarrado. Este último es por supuesto el que hoy ha quedado representado en el nuevo censo, por lo que ya puede actuar a sus anchas esa politiquería de la que tanto denigran los mismos políticos que de ella hacen uso sin rubor, tratando a los votantes del mismo modo que tratarían a una prostituta barata: con cariño, pero pagándoles poco por sus ‘favores’.
 
Es aquí donde no sobra preguntarse qué pasaría si en lugar de hacer invisible la abstención, como ocurrió con el mentado articulito, se obligara a todo el mundo a votar en una próxima elección, bajo el argumento de que sería por una sola ocasión y con el único sano propósito de hacer la verdadera depuración electoral: aquella que en lugar de restar, sume.
 
En tal dirección, imaginemos un paisaje a lo Saramago donde todos los colombianos aptos para votar se ponen de acuerdo en que por una sola vez, nadie se quedará sin votar en la elección del próximo Presidente de Colombia. Si esto fuera posible traería enormes ventajas, pues por primera vez se sabría en muchas décadas quiénes y cuántos son los que en realidad están habilitados para participar en un escrutinio electoral, de modo que la depuración consistiría sencillamente en descartar a los que no concurrieron a las urnas, fuera porque se murieron, porque son militares en ejercicio o porque los busca la justicia.
 
Como no es posible poner de acuerdo a tantas voluntades individuales en torno a algo tan sencillo como cumplir con un deber ciudadano (¿si es obligatorio pagar impuestos, por qué votar no?), el sentido común nos advierte sobre el buen provecho que para la vida democrática de la nación tendría darle el carácter de obligatoriedad a una sola elección para Presidente, considerando además que para la de octubre –a concejos, alcaldías y gobernaciones- ya corre el tiempo en contra.
 
No tendría el suscrito reparo alguno en proponer fijo el voto obligatorio (como ya lo ha hecho antes en esta columna), pero es una medida que no goza de la aceptación general entre los políticos ‘profesionales’, por las razones expuestas. El único gobernante que en los últimos 20 años se atrevió a proponerlo fue Horacio Serpa, como ministro del Interior de Ernesto Samper, cuando dijo que “el Ejecutivo es partidario de analizar más a fondo la posibilidad de instaurar en Colombia el voto obligatorio”, y agregó que “no operaría como una estrategia coercitiva para que los ciudadanos participen más de los debates electorales, sino como una forma pedagógica y temporal de adentrarnos en la cultura de la participación”.
 
Sea como fuere, conociendo de antemano los motivos de fondo por los cuales el voto obligatorio le produce erisipela a la clase política, es que se plantea la posibilidad de una obligatoriedad temporal –por una sola y única vez, reiteramos- con los beneficios ya anotados. Los abstencionistas “siembran la semilla de la ilegitimidad en cada voto que no se deja contar”, porque así contribuyen a elegir a esa clase de políticos que en caso contrario no existiría, por simple sustracción de materia, pues a muchos políticos no les alcanzarían la plata o los favores para comprar la simpatía de tanta gente.
 
Es aquí donde surge la pregunta de quién le pone el cascabel al gato, pues si son tales los benéficos resultados que produciría esa medida obligatoria por una sola vez, pero son precisamente los políticos quienes deben aprobarla, quedaría por resolver si ellos estarían dispuestos a depurarse a sí mismos. En este contexto, la verdadera depuración que está requiriendo este país no es precisamente la del censo electoral, sino la de las prácticas políticas. Colombia hoy nada en corrupción, pero nada que nos ponemos de acuerdo en salir de los corruptos.
 
Y no sería difícil si para empezar dejáramos que por una sola y única ocasión nos obliguen a votar, ya sea para ver qué pasa, o como simple medida pedagógica.
 
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