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WikiLeaks: crimen e hipocresía

Por el número de informes, pareciera que a esos diplomáticos los evaluaran en función del número y no de la calidad de la información.

Semana
4 de diciembre de 2010

Los Estados tienen derecho a tener secretos. Es más, en la mayoría de las democracias, las leyes les exigen y garantizan ciertas reservas. También disponen que quienes se apropien ilegalmente de esos secretos o los difundan están cometiendo un delito. En consecuencia, la acción de WikiLeaks de apropiarse y divulgar los documentos confidenciales del gobierno de Estados Unidos (o de cualquier otro) roza el ámbito de lo criminal.

Porque una cosa es exigirles transparencia a los gobiernos o denunciar sus acciones por fuera de la ley y otra, violentar el carácter secreto de algunos documentos o de ciertas actividades que son confidenciales, no por capricho o por el gusto por el secretismo, sino porque están relacionados con asuntos muy sensibles que tienen que ver con altos intereses del Estado o con la seguridad nacional. Es decir, hay razones legítimas y legales para mantenerlos en secreto. No es, pues, correcto ni leal, no es juego limpio sugerir que detrás de todo secreto hay siempre un delito o que las cosas se ocultan porque son ilegales o inmorales, y que, por tanto, es una labor digna de encomio revelar todos los secretos de todos los Estados, lo que parece ser la justificación de WikiLeaks y de sus divulgadores y simpatizantes en todo el mundo.

Hay que decir que, por lo que se ha empezado a conocer, la inmensa mayoría de los 250.000 documentos del Departamento de Estado no son más que puro cotilleo, informes elaborados por diplomáticos norteamericanos producto de conversaciones formales e informales con personajes gubernamentales y particulares en el respectivo país, de informaciones de prensa, de columnas de opinión, etcétera. Por ello no sorprende que las visiones que allí se expresan acerca de líderes como Sarkozy, Putin, Chávez o Merkel coincidan con lo que se dice en las calles de sus países. Por el número de informes, pareciera que a esos diplomáticos los evaluaran en función del número de informes que envían a Washington y no por la calidad de la información. Pero una ‘chuzada’ ilegal es un crimen, así lo único que se obtenga de ella es que a la víctima le gusta el té verde.

Pero la cosa no es tan baladí ni tan anecdótica como parece. Primero, porque hay filtraciones de contenido muy problemático y, segundo, porque la exposición pública de las fuentes de los diplomáticos es un golpe muy duro contra el ejercicio de sus funciones. Por ejemplo, revelar públicamente que los dirigentes árabes presionan a Estados Unidos para ejecutar ataques militares contra las instalaciones nucleares de Irán podría desatar una oleada de violencia terrorista que desestabilizaría aún más esa región. Develar las acciones encubiertas de Estados Unidos contra el terrorismo en Yemen podría provocar acciones de retaliación de esos grupos en la zona. Los filtradores están jugando con candela.

De igual forma, develar quién le dijo qué a un diplomático estadounidense podría poner en situación incómoda a algunos personajes con su gobierno o la opinión pública, o con ambos; en otros casos, esas fuentes podrían correr riesgos en su integridad personal y en sus vidas, a manos de grupos violentos antinorteamericanos, que pululan en muchas latitudes, o de gobiernos autoritarios cuando se trata, por ejemplo, de periodistas independientes o defensores de derechos humanos apoyados por Estados Unidos en sus países.

Creo que ninguno de los cinco importantes periódicos que están revelando esos secretos se sentiría muy feliz si un hacker se apropiara y publicara las conversaciones telefónicas o los correos electrónicos de sus periodistas o directivos, además de la identidad de sus fuentes. También creo que ningún periodista honesto participaría en ‘chuzadas’ contra, por ejemplo, la Cancillería de su propio país. Pero es muy curioso que los que se nieguen a participar en semejante crimen se aprovechen del producto del mismo. O sea, ‘chuce’ usted, que yo divulgo lo que obtenga y, de paso, aumento mi circulación y mis ingresos; cometa el crimen, yo me lavo las manos, pero le saco provecho. Curiosa ética.

Habría que ver si quienes aplauden a WikiLeaks por divulgar ‘chuzadas’ al gobierno norteamericano y piden la renuncia de Hillary Clinton estarían dispuestos a abrirle al mundo sus propios secretos, sus conversaciones telefónicas y sus correos electrónicos. Por supuesto que no, y no es porque estén escondiendo ningún delito. Así como los Estados no pueden existir sin ciertos secretos, las personas no pueden vivir sin cierta vida privada. Por eso las leyes lo garantizan. Pero la benevolencia hacia WikiLeaks parece sugerir que hay quienes piensan que es lícito ‘chuzar’ al Estado y a sus funcionarios y divulgar sus secretos, con el argumento cínico de que la prensa no está para proteger al gobierno. Pura hipocresía disfrazada de transparencia.

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