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¿Y ahora qué?

La xenofobia y unos nuevos controles de migración harán sentir “colombianos honorarios” a las gentes de todo el Tercer Mundo

Semana
15 de octubre de 2001

Ningun gobierno del mundo hubiera bombardeado Washington o Nueva York. Los enemigos abiertos de Estados Unidos —digamos Hussein, Gadafi, o en su momento, Milosevic— porque carecen de capacidad militar. Y los que tienen capacidad militar —digamos China, Corea o, en su momento, la Urss— porque eso implicaría la autodestrucción.

Ningún gobierno hubiera patrocinado una acción terrorista de tales proporciones. No por falta de ganas ni por sentido moral, sino por la certeza de que dada la enormidad del hecho Estados Unidos encontraría la prueba y aniquilaría al gobierno responsable.

De manera que el ataque tuvo que provenir de una fuerza paraestatal, relativamente independiente o temida por el gobierno de su país, rica (para financiar el golpe), muy pequeña (para guardar el secreto), con gran habilidad terrorista y con un odio asesino hacia Estados Unidos. Esa fuerza tiene nombre propio —o casi propio—: Ossama Ben Laden, a quien el régimen talibán no puede ni en serio quiere controlar, rico, terrorista y fanático de la guerra contra el “imperio del mal”.

Esta especie de “huella digital” tiene varias consecuencias importantes:

—Una, la más obvia, fue la asociación inmediata y unánime del hecho con el conflicto árabe-israelí, que flotaba implícita en la cobertura de CNN (“damos paso a Jerusalén”...) y que los “analistas” prontamente enfilaron hacia Ben Laden.

—Otra, más decisiva, es la imposibilidad de que el grupo continúe sus ataques, porque a Ben Laden —igual que a cualquier banda o protobanda terrorista del mundo árabe— le cayó encima el mundo. De hecho, los promotores “se suicidaron” tanto como los ejecutores.

—Otra, más honda, es la inutilidad radical del atentado. Y es porque la fuerza coactiva del terrorismo (si es que tiene alguna) consiste exclusivamente en la amenaza creíble de repetirse (recuerde las bombas de Escobar). Por eso la masacre no fue un acto de presión ni fue un anuncio: fue un acto de castigo, una venganza.

En cuanto se trata de un hecho “irrepetible”, lo racional sería llorar los muertos, hacer justicia y seguir viviendo. Pero ni el pueblo norteamericano ni, mucho menos, su gobierno actual, están para respuestas “racionales”:

—Los analistas dirán en CNN —sin modo concluyente de desmentirlos— que el atentado prueba que puede repetirse. Hay otros grupos paraestatales, ricos y antiyanquis (Hammas, Abu Nidal, ETA... y, porqué no, Farc o “extraditables”). Hay, y es lo peor, formas más graves de terrorismo en ciernes: el nuclear (bastan ocho científicos y unos gramos de plutonio o uranio 35); el químico (sarín, BTX, soman...); el biológico (tipo ébola) y el tecnológico (virus electrónicos...).

—Con el 40 por ciento de la riqueza del planeta, con un gasto militar igual al de los seis países siguientes combinados y con una ventaja tecnológica absoluta, Estados Unidos tiene el poder y la rabia para lanzarse a una “guerra contra el terrorismo”, según lo dijo ya el señor Bush.

—El mismo Bush que en estos ocho meses decidió denunciar los tratados ABM y Salt, adoptar el “escudo antimisiles”, reanudar con China las pruebas nuclerares, no suscribir los tratados del TPI, armas biológicas, minas antipersonales y armas pequeñas, chocar con China sobre el avión espía, con la UE por todos los conceptos, abandonar Irlanda y cohonestar los “ataques selectivos”, en efecto criminales, del señor Sharon.

Viene pues una “guerra” con pocos beneficios pero muchos riesgos:

—Sobredimensionamiento militar. En vez de una “silenciosa liquidación” de las bandas terroristas (que es lo “racional”), la opinión espera una aparatosa expedición de castigo (y hay además “halcones” deseosos de aprovechar la ocasión).

—Restricción de los derechos civiles, porque las dictaduras (Stalin, Hitler, Franco, Komeini, Videla, Fujimori...) son más eficaces contra el terrorismo que las democracias (España posfranquista, Colombia, Perú sin Fujimori, Turquía y Alemania bajo gobiernos socialdemócratas...).

—Racismo exacerbado en aquella “nación de naciones”, como bellamente la describió Whitman. Una xenofobia y unos controles de migración que harán sentir “colombianos honorarios” a las gentes de todo el Tercer Mundo.

La profecía, en fin, hecha verdad, de que la próxima guerra no será entre príncipes, como en el siglo XVIII; ni entre naciones, como en el XIX; ni entre ideologías, como en el siglo XX. Será una guerra entre civilizaciones, entre el “occidente cristiano” y el mundo del Islam, según el célebre escrito del profesor Samuel Huntington.

Y Colombia, para bien y para mal, pasó a un segundo plano.