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Yo cumplo con decir

Antonio Caballero
3 de marzo de 1997

Me critican a menudo porque yo critico mucho, pero no doy soluciones constructivas. Primero: sí las doy. Otra cosa es que no me hagan caso (ni tienen porqué hacérmelo los encargados de las soluciones: yo simplemente me encargo de las críticas). He propuesto desde las soluciones más amplias y más vagas como es la de la justicia para el problema de la violencia hasta las más concretas: que se roben sólo la mitad del presupuesto de las obras públicas. Con la mitad no robada se podrían hacer, de sobra, todos los acueductos, carreteras, puentes, alcantarillas y calles que hacen falta en Colombia. Pero no me hacen caso: se lo roban todo. Y no quieren que haya justicia: por eso hay violencia. Podría enumerar aquí 20 soluciones más de las que he sugerido para 20 problemas, sin que me hayan hecho caso, en los últimos 20 años, pero no quiero aburrir al lector: los lectores, como los electores, quieren palabras, no hechos.Y con eso vamos a lo segundo: mi función, mi oficio, como escritor de columnas de prensa, consiste en decir palabras, y no en hacer hechos. Y creo que cumplo con decir. O por lo menos me esfuerzo por cumplir, con seriedad y con rigor, y a pesar del desaliento que viene de comprobar que las palabras que se dicen no sirven para nada. Voy más lejos: estoy convencido de que las soluciones de muchos de esos problemas a los que, según me dicen, yo no doy soluciones, vendrían de que muchos otros se esforzaran por cumplir con seriedad y rigor su función y su oficio. Zapatero, a tus zapatos, dice un refrán. Creo que sería muy bueno que en Colombia los zapateros trataran de fabricar bien los zapatos. Pero no: tratan de ser presidentes de la República.A riesgo de ofender a muchos (aunque en su fuero interno ellos mismos saben perfectamente que un diagnóstico no es una ofensa), quiero decir que en este país casi nadie cumple a cabalidad su función, y casi nadie ejerce con seriedad su oficio. Ni los periodistas de opinión, ni los zapateros. Casi nadie. Algún artista: algún pintor, algún poeta, algún torero, algún músico. Tal vez también unos cuantos científicos, astrónomos o bacteriólogos, porque también la ciencia es exigente, salvo para aquellos científicos, que en Colombia son la mayoría, que trabajan en organismos del Estado, y para los cuales es más importante ser conservadores o ser liberales que saber mirar por un telescopio o por un microscopio. Unos pocos, muy pocos, militares, que creen en su deber, y no en las ventajas que le pueden sacar a su deber. Unos pocos guerrilleros también: porque en Colombia la guerrilla tenía, y todavía debería tener, la función de luchar contra la injusticia; pero se cuentan con los dedos de la mano los guerrilleros que todavía creen en eso. ¿Algún abogado? Tal vez: pero me extrañaría. Algún taxista, pero el caso es muy raro: hay que ver con qué asombro recibe el pasajero la aparición milagrosa de un taxista que cumple con sus funciones de taxista: que lleva al pasajero en la dirección que el pasajero quiere, que no lo insulta, que no lo roba (y es también raro el pasajero que no atraca al taxista). Ningún chofer de bus. Prácticamente ni un solo peatón. Casi ningún cura (y ningún obispo). En el campo, nadie: ni los terratenientes, por codicia y desprecio, ni los que los periodistas llaman humildes labriegos, por ignorancia y por envidia. Y tampoco los periodistas, con contadísimas excepciones (entre las cuales la mitad de los caricaturistas). Ni los tenderos. Ni los dueños de restaurantes. Y digamos sólo uno de cada 10 cocineros. Los zapateros, tampoco. Fatan en esta lista muchos oficios y profesiones, por supuesto: oftalmólogos, ingenieros, carpinteros, pilotos de avión, sindicalistas profesionales. Hay a veces uno bueno, pero los demás no. Y no lo digo en el sentido de que, digamos, el piloto no sepa pilotar un avión; sino en el sentido de que prefiere hacer otra cosa: exigir un aumento, organizar una huelga, dejar esperando en el aeropuerto a sus 100 pasajeros. No hablemos de los grandes banqueros: tan ineptos son, o tan malignos, que el Estado se pasa la vida rescatándolos de la quiebra. No hablemos tampoco de los pequeños burócratas, ni de los grandes, que son millones, desde consejeros de Estado hasta telefonistas; ellos mismos, cuando se estrellan contra la ineptitud o contra la malignidad de otros burócratas, se dan cuenta de cómo son, y se quejan. No hablemos de los plomeros. Ni de los gerentes. Ni de los actores de televisión. Y de los filósofos menos, porque no hay ninguno.Algún lector perspicaz pensará que he olvidado a los políticos. No los he olvidado. Y probablemente la raíz del problema está en ellos. En Colombia, mucho más que en cualquier otro país del mundo, de los políticos dependen todos los demás: los oftalmólogos, los zapateros, los burócratas, las prostitutas, los periodistas, los deportistas, las señoras de los tintos. Y no hay ningún político bueno. Ese es el tema de otro artículo.