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Abril 9 de 2010

Semana
18 de abril de 2010


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Ese día inolvidable almorcé de maravilla, no solo por las viandas suntuosas, me refiero a la compañía inmejorable y la conversación distendida; al terminar, me paré alegre de la mesa, no tenía la panza templada ni estaba ebrio, solo era feliz, incluso la lluvia oblicua y persistente descansó. Ese viernes había trabajado en la mañana, además entregué el prólogo para el poemario de Cristina Díaz Díaz, y le gustó hasta el punto que eligió uno de sus apartes para la contraportada. Así que de regreso del almuerzo magnífico me regalé un ejemplar de Cuentos Completos de Juan Carlos Onetti, siempre me gustó su prosa sedosa.

A las cinco llegué al club donde me encontraría con compañeros de la facultad de medicina, a algunos no los veía desde que nos graduamos en 1988. En aquella época el Hospital San José era la sede principal para los estudiantes del Rosario, estaba situado en Bogotá, Colombia, en la zona de los Mártires cerca a la Estación Central de la Sabana y a uno de los principales cuarteles la de policía –lugar que tuve oportunidad de conocer porque en alguna ocasión allí rescaté a un pariente cercano involucrado en un accidente de tránsito-, también quedaba cerca a Sanandrecito -reconocidísimo centro comercial informal de precios cómodos y surtido variadísimo que tildaban de contrabando-; y además el Hospital estaba rodeado por una extensa zona de tolerancia donde también vendían objetos robados, drogas, armas, y solo dios sabe qué más, en deterioradísimas edificaciones coloniales que aún dejaban ver su pasado glorioso. San José estaba justo allí, en la Plaza España de calles maltrechas y casetas metálicas que una vez fueron verdes, rojas y amarillas donde vendían ropa usada, cerca al tradicional restaurante La Leona cuyo plato emblemático era Las Criadillas -para los extranjeros vale la pena aclarar que se trataba de los testículos del toro cortados en rodajas preparadas con cebolla, tomate y huevos revueltos- y frente al acceso principal del parqueadero del Hospital quedaba un local que su irónico propietario llamó Funeraria San José donde también funcionaba la fotocopiadora que frecuentábamos, en ese lugar conocí varios modelos de ataúdes, incluso algunos forrados en el exterior con terciopelo morado o vino tinto y en el interior con raso blanco, también aprendí sobre los mecanismos para cerrarlos, sobre la variedad de lujos disponibles, así como los diversos tipos y formas de ventanas, pero los más inquietantes eran los de niños, se trataba de cajitas blancas con cruces doradas grabadas sobre las tapas.

San José se inauguró en 1872 como respuesta a las epidemias de cólera y tuberculosis, y su operación ha continuado desde entonces modernizándose según los progresos médicos ofreciendo servicios de salud a más de cinco generaciones. Su edificación de arquitectura francesa del siglo XIX, y delimitada por amplios jardines, se extendía en dos o tres pisos de altura con blancas paredes muy gruesas, decoradas por los mosaicos de muchísimas promociones de médicos entrenados allí, junto con retratos de los protagonistas de la historia del Hospital, y el edificio también estaba hecho de innumerables arcos, columnas y balaustradas con techos altísimos de donde pendían bombillos solitarios y esporádicos, mientras en el piso los baldosines tenían motivo moro pintado amarillo, verde, rojo y blanco; a los lados del corredor principal estaban los accesos a los pabellones, escenarios de innumerables historias, a veces con finales felices y en otras ocasiones tremendos, de las que recibimos incontables lecciones sobre vida y muerte. Pero algunos espacios eran nuevos: las facultades de enfermería y fisioterapia, el anfiteatro y los salones de anatomía, por ejemplo, también lo era la Cafetería de Bienestar para los estudiantes, donde los viernes, después de almuerzo, había unas fiestas buenísimas que nos enseñaron el gusto por los viernestardelibre.

Como decía al principio, el pasado 9 de abril nos reunimos algunos compañeros de la facultad. Y luego de saludarnos felices, en un portátil vimos imágenes del San José de la actualidad, restaurado y dotado de equipos modernísimos, que seguía en la Plaza España, ahora renovada, pavimentada y bella, tanto que invita a caminar plácidamente con la familia en la tarde de un domingo soleado, también contemplamos escenas olvidadas y risueñas de cuando éramos universitarios, que no describiré para no molestar con detalles superfluos. Al encuentro acudieron dos ginecólogos, un hombre y una mujer, interesantísima por cierto, así mismo un homeópata dichoso, un internista investigador y un ortopedista abogado con aspiraciones políticas, también llegó un oftalmólogo de abundante cabellera sin canas, un colega con amplia trayectoria como árbitro de fútbol, una amiga razonable y maternal con quien compartí el cadáver en el laboratorio de anatomía, experiencia que deja nexos indestructibles, también estuvieron una radióloga cariñosa, quien con paciencia se interesó por mis avatares, y asistió el decano actual, se trata de un neurólogo y buen amigo quien se divirtió muchísimo, por último, fuimos tres psicoanalistas, uno formado en la Asociación Psicoanalítica Colombiana, ella en el Grupo Freudiano y yo en la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. ¡Cómo habrá pasado el tiempo que mis amigos ahora mandan!, pensé por un momento.

En la conversación predominaron los titulares de los sucesos de nuestras vidas entre reflexiones sobre las consecuencias sociopoliticoeconómicas del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán -ese día se conmemoraba otro aniversario del Bogotazo: las protestas, el desorden civil y la represión del gobierno desatadas en 1948 a raíz de que Juan Roa Sierra mató a este candidato liberal disidente que aspiraba a la presidencia de la república, hechos ligados a la cadena de eventos que inició La Violencia durante el mandato del conservador Mariano Ospina Pérez-. Y solo hubo un momento de silencio en medio de la alegre tertulia que llevábamos, se presentó cuando el eminente cirujano que ejercía en Cali nos informó, como si nada, que se casó por primera vez hacía unos meses; mi interpretación de esta pausa inesperada, y algo reprobatoria, es que quedamos estupefactos puesto que era el único soltero que conocíamos, y lo envidiábamos. Por otro lado, la palabra infidelidad no se pronunció, se trataba de un grupo monogámico con un promedio de matrimonios de 1.34, un número irracional, y lo digo matemáticamente, pues la tendencia de la concurrencia fue casarse en una oportunidad y quedarse así, mientras pocos lo hicieron dos veces, y nadie tres. Así mismo, el promedio de hijos fue 2.11.

Nuestra anfitriona espléndida, tan vehemente como cuando la conocí en 1982, nos instruyó de antemano que lleváramos la USB donde cada uno guardaría su copia de las fotos y que no utilizáramos corbata, así mismo aclaró que la invitación no se extendía a las señoras, o los maridos, según el caso. Esta dulce mujer hizo la labor ingrata de convocarnos, organizarnos, fotografiarnos, animarnos con sus ocurrencias y su música, nos nutrió con una picada oportuna y tuvo la idea deslumbrante de instalarnos en el salón de billar -todo rosarista aprecia este deporte que en cualquier momento se volverá olímpico, yo, por mi parte, lo considero junto con el golf, el whisky y los dados, uno de los mayores aportes británicos a la felicidad del hogar-, además la organizadora del evento tuvo el acierto de que Pablito, junto con sus colaboradores, nos atendieran como si fuéramos de la realeza. Este nuevo amigo de sonrisa amplia llena de dientes blancos y parejos, que apreciaba mis chistes de salón, hasta me ayudó a salir del club como si fuera un lazarillo puesto que debía atravesar un grupo de casi trescientas personas, ellos uniformados con corbatas negras y  ellas con vestidos largos, pues se detuvieron en el vestíbulo mientras brindaban con sinceridad y entusiasmo por la felicidad y estabilidad de los recién casados, cuyos nombres no recuerdo a pesar de haberlos felicitado de paso -dato importante para éste relato porque señala que me retiré lúcido y poco después de la puesta del sol-. En todo caso, Pablito me llevó hasta el taxi que él mismo ubicó por teléfono, se despidió con fervor y me dio la bendición luego de cerrar la puerta del carro.

Para terminar, al llegar a mi destino final comí un romántico sánduche de atún con alcaparras acompañado de un dedal de whisky, el último de la jornada. Luego me hice con juicio la seda dental, me lavé con cuidado los dientes y la cara con jabón para bebé. Entonces dormí tranquilo como cuando era estudiante de pregrado, no tenía la panza templada ni estaba ebrio, solo era feliz.