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Brevísima historia de la infancia

Semana
6 de octubre de 2008

Luis Santiago Pelayo Lozano, de once meses de edad, murió por asfixia el 24 de septiembre de 2008, según el dictamen de Medicina Legal. Su papá, Orlando Pelayo, ideó su secuestro, dirigió a sus viles colaboradores y, posteriormente, cometió el infanticidio; seis días después se encontró el cadáver entre una bolsa abandonada en el campo. El filicida protagonizó una extensa historia de cruel violencia familiar en varios hogares, con múltiples compañeras e hijos; siguen descubriéndose detalles con estupefacción sobre el crimen execrable y la biografía sanguinaria del homicida a partir de sus confesiones, que no son actos de reparación ni contrición, hacen parte de su lógica sadomasoquista. Diagnosticaron su conducta como trastorno de personalidad antisocial: incapacidad de acogerse a las normas sociales, así como mentir y falsificar para su propio lucro; impulsividad, irritabilidad, agresividad, violencia y afición por los riesgos sin remordimientos; se presenta en mayores de diez y ocho años sin esquizofrenia ni manía; se trata del desconocimiento total por los derechos de los demás.

Los buenos oficios de periodistas lograron que este homicidio alcanzara notoriedad extraordinaria en Colombia, donde casi a diario se presencia la tragedia de la guerra. No fue solo su pose pública de preocupación por el bienestar del niño, la ignorancia simulada, la crueldad de su proceder, el desdén por el cadáver y el odio por la madre lo que impresionó al país; también fue el desconcierto de los personajes públicos, desde el Presidente de la República hasta los directores de la policía quienes buscaban adjetivos para describir la infamia; incluso el Fiscal General lo comparó injustamente con las hienas, ya que entre los animales existe filicidio y canibalismo por razones de supervivencia, de selección natural.

Sin embargo, la práctica de matar a los niños es antigua. Aun cuando las comunidades buscaron reproducirse, perdurar, la han utilizado en condiciones específicas, verbigracia, los esquimales inmolaban las niñas cuando las condiciones ambientales eran adversas. Sirvió como método primitivo para el control de la natalidad en la Polinesia, así como para deshacerse de los débiles y enfermos, también de los que fueron producto de uniones prohibidas, como el incesto o las relaciones extramatrimoniales. En décadas recientes, se sospechó que fue una respuesta a las políticas severas de control de la natalidad en la China. Así mismo, se utilizó para promover supersticiosamente el bienestar de la colectividad, la buena fortuna, la fecundidad y como ofrenda religiosa, en especial el sacrificio del primogénito tal como lo relató la Biblia y datos provenientes de otros pueblos como los Incas, Toltecas, Mayas y Aztecas, así mismo los egipcios, griegos y romanos; se trataba de alternativas para aplacar ceremonialmente la ira de las divinidades, que todavía en el siglo XIX eran comunes en la India.

Durante varios milenios se consideraron adultos pequeños, se sacrificaban por el bien común, además debían encargarse de la productividad y la guerra. Hasta llegaron a circuncidarlos sacramentalmente sin anestesia con el supuesto de que los recién nacidos no sentían ni recordaban. Y actualmente existen pueblos que mutilan el clítoris para interferir el placer sexual. Sin embargo, hoy en las sociedades modernas se controla la natalidad con anticonceptivos y el aborto tiende a sustituir al infanticidio.

Los niños soldados son otra tradición ampliamente difundida, no una idea original de la guerrilla colombiana, en Esparta, por ejemplo, solamente permitían que sobrevivieran los fuertes, a quienes luego entrenaban en la milicia desde muy temprana edad. También son legendarios los ritos de iniciación como cazadores y guerreros en las tribus de Norte y Centroamérica. Y luego de varios siglos, en la Alemania del Tercer Reich, se crearon las Juventudes Hitlerianas con igual finalidad beligerante y desenlace trágico.

Así mismo, la historia de los niños trabajadores, en muchas ocasiones esclavos, es larga. En el paleolítico salían con sus madres a recolectar frutas, verduras y a atrapar animales pequeños mediante redes que manejaban en compañía, mientras sus padres cazaban en grupos con flechas de piedra. En la edad media fueron palafreneros y ayudantes de los artesanos, entre otros oficios. Luego, se dió el caso de Cristobal Colón de quien se dice que inició su vida de marinero a los catorce años. Posteriormente esta costumbre apareció registrada en textos ahora tradicionales, como los cuentos de Perrault y los hermanos Grimms, donde románticamente los representaban como pastores, entre otras labores, en todo caso, formaban parte del modo de producción que sustentaban a sus familias.

A mediados del siglo XIX empezó el ejercicio y la enseñanza de la pediatría en las facultades de medicina, aun cuando los primeros textos se escribieron diez siglos antes, en esa época se reconoció ampliamente que sus cuerpos eran particulares: con funcionamientos específicos y enfermedades características que requerían tratamientos adecuados para ellos. En el siglo XX, vinieron los trabajos de Sigmund Freud que enseñaron a la humanidad sobre la psicología infantil, que podía estudiarse científicamente, se trataba de su mundo mental radicalmente diferente del adulto, que a la vez era definitivo para la construcción de la personalidad madura que vendría. También aparecieron los aportes a la pedagogía de María Montessori, promoviendo un estilo de educación novedosa por considerar las necesidades y particularidades de cada muchacho.

Pero la tradición del maltrato infantil era amplia. Inglaterra, que fue la cabeza del mundo por mucho tiempo al controlar hasta la cuarta parte de la superficie terrestre con su población, difundió el modelo de educación victoriana violentamente represivo con los ímpetus pueriles, tal como lo narró vívidamente en su autobiografía Winston Churchill, por ejemplo, el día que su madre lo dejó internado por primera vez en el colegio, a la usanza de la aristocracia británica. De igual modo, James Joyce registró episodios semejantes, en particular el miedo cuando vivía la concupiscencia propia de la adolescencia: una noche se excitó viendo a una prostituta que deambulaba por la calle, entonces recordó las clases de religión donde aprendió que a los lujuriosos se castigaban con el infierno hacinado por millares de réprobos, donde padecerían torturas espantosas para siempre con aquel fuego que no calentaba ni iluminaba, solo quemaba.

En todo caso, la humanidad seguía construyendo un concepto de infancia más considerado, que lentamente se institucionalizaba.  En 1946 se creó la Unicef, acrónimo de United Nations Children’s Fund -Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia-, que proveía alimentos y salud a los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. Luego en 1953 se volvió una entidad permanente dedicada a proteger la niñez en los países más pobres. Este fue un hito en esta historia porque ayudó a difundir más la idea de que se trataba de un conjunto de seres humanos con derechos, vulnerabilidades, circunstancias y necesidades particulares.

Por su parte, la iglesia católica también aportó a la docencia violenta y la pedofilia. Sin ir lejos, en 1969 presencié y padecí el furor pedagógico de una abyecta monja norteamericana. Aprendí, entre muchas cosas, que los filos metálicos de las reglas servían para trazar líneas rectas, medir y castigar. En ocasiones, algún compañero de clase, y de infortunio, decía una palabra vulgar, sin ser requisito que fuera soez, entonces recibía un lavado de boca con agua y jabón. En otras oportunidades alguien se ponía nostálgico, quería ver a su papá, a su mamá o a ambos, para ese crimen la penalidad era vestirlo de niña y obligarlo a desfilar ante los ojos atónitos del grupo. Las mayores ofensas, y las más vergonzosas, eran incumplir las obligaciones académicas, se castigaban con azotes; podían ir desde un golpe contra la mano, hasta el peor de todos: encerrarse entre el baño del salón de clase en compañía de la religiosa cruel, donde bajaba los pantalones y los interiores del infractor para darle una tunda a sus nalgas desnudas con una tabla de picar carne, de las que se emplean en la cocina; entre tanto, quedábamos en silencio aterrorizado esperando a que el amigo saliera de la cámara de tortura. Sentíamos sagrado terror. Ninguno quería ir al colegio: unos lloraban, a otros les dolía el estómago y muchos vomitaban. En esa época era punible ser zurdo y a las niñas les exigían tiempo académico para las labores domésticas, no porque fuera un curso estructurado de economía del hogar, solo era parte de sus destinos.

La infancia concebida como seres humanos respetables, con derechos, es novedad conceptual, podríamos decir que se ha generalizado hace apenas unos treinta años. Para el bien de la colectividad y de las futuras generaciones ahora se piensa en la urgencia de conocer, prevenir y castigar la violencia familiar; incluso, en el ambiente de ánimos caldeados a propósito del proceder de Orlando Pelayo, se escuchó el clamor por la cadena perpetua y la pena de muerte en nuestro país sin experiencia con medidas de este tipo. Luis Santiago Pelayo Lozano es un mártir, un ícono que representa la necesidad de convivir con servicios de salud mental de cubrimiento más amplio y con consideración por los niños trabajadores, los guerreros y los que viven en condiciones abusivas; que luego crecerán, tendrán sus propios hogares, a sus hijos, y, aun cuando el determinismo psíquico no equivale a la causa firme y constante de, por ejemplo, encender una lámpara, es posible, hasta probable, que repitan el círculo de la violencia familiar. Por eso es un problema de salud pública que trasciende a la siguiente generación. En palabras del psicoanalista inglés Christopher Bollas: la adultez es la etapa de la vida para cicatrizar las heridas psicológicas de la infancia. Por desgracia, este niño no tuvo esa oportunidad.