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Crónica de un divorcio anunciado

Semana
27 de marzo de 2010


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Gutiérrez, un amigo y compañero de estudios que ahora vive en San Diego, California, me llamó la semana pasada a contarme que estaba de paso por Bogotá y luego su voz seria me dijo por el auricular del teléfono fijo: almorcemos la semana entrante, no me voy a separar, es solo que quiero conversar con usted. Entonces acordamos el lugar, el día y la hora, y preocupado colgué la bocina.

Fuimos a un restaurante de moda a donde sirven comida asiática: para él, sopa de ahuyama, en versión tailandesa, seguida de pollo a la plancha salpicado con salsa teriyaki, servido sobre arroz basmati mezclado con vegetales salteados y decorado con mango delicioso; para mí, gyozas, empanaditas japonesas rellenas de carne de res cocinadas al vapor y terminadas con una pasada por el sartén aceitado y muy caliente, servidas en esta ocasión con aceite de ají rojo, después vino mi arroz, también con vegetales, pero a diferencia del de Gutiérrez, con anillos de calamares preparados en el tradicional wok; y disfrutamos de estas delicias humedeciéndolas estoicamente con jugo de mandarina puesto que esa tarde trabajaríamos, él en su oficina y yo en la mía. Con disciplina, y en contra de mi voluntad, dejaré aquí la descripción gastronómica ya que el objetivo de este blog no es hacer crónica culinaria sino narrar el dilema de alguien que vive un matrimonio prolongado y desabrido, alguien que fácilmente podría encontrar puntos de contacto con muchos hombres y mujeres al límite, a punto de separarse por nada en especial, o por todo en general, gente angustiada y preocupada, y culpable y triste al considerar divorciarse a causa de los innumerables detalles cotidianos, no por grandes crisis, solo por las pequeñeces trascendentales del día a día de uniones resquebrajadas desde hace años y que siguen a flote por muchas razones, pragmáticas en su mayoría.

Pues bien, Gutiérrez me contó cómo realizó con solvencia las tareas vitales fundamentales de un burgués respetable: tenía hijos, una casa de metraje cómodo dotada de electrodomésticos suficientes y carros de cilindrada envidiable, recompensas merecidísimas luego de más de dos décadas de trabajo arduo, casi el mismo tiempo que llevaba casado. Y todo encajaba: lucía atlético, conservaba su risa fácil, además enriqueció su excelente repertorio de chistes oportunos, y es en serio, no recuerdo que de sus labios jamás hubiese salido uno malo, adicionalmente no necesitaba anteojos y su abundantísima cabellera azabache salpicada por canas casi imperceptibles lucía distinguida haciendo imposible calcular su edad. Su vida era confortable.

Trabajaba en una empresa dedicada a asuntos que para ser sincero no entendí, pero lo importante es que Inés, como se llamaba su amada,  sí lo comprendía, pues era su homóloga en una compañía semejante que operaba en Nueva York. Tratábase de una separada reciente que cumplió los cuarenta hace poco, también tenía hijos y coincidía con Gutiérrez en anhelar una pareja para hacerla feliz, no para solucionar problemas domésticos. Febril y muy serio me dijo que era integral, perfecta y divina, luego con ojos congruentes, que era elegantísima, cariñosísima y completísima, en fin, como es fácil de comprender, para Gutiérrez, un hispanohablante nativo como yo, no le alcanzaba su dominio del idioma español para describirla, pero el mensaje quedaba claro con la mirada luminosa con que acompañaba a sus expresiones, que para ser más justos, parecían versos. Pero lo mejor de todo era que se trataba de un amor correspondido: sin ir lejos, Gutiérrez le había contado a Inés que almorzaríamos día, que la finalidad del encuentro era catártica ya que padecía la soledad de quien está casado y enamorado de otra persona, con el peso de las añoranzas y la disciplina que las relaciones paralelas exigen, hasta con los celos absurdos que causa saber que el amado está con la esposa, o que la amada está con el esposo, según sea el caso, y, por supuesto, ella manejaba esa situación con dulce comprensión, casi mística.  Entonces la bella Inés almorzó con nosotros, aun cuando en realidad estaba en Nueva York. No exagero, ni se me contagió el delirio de Gutiérrez, resulta que mientras estuvimos juntos a su Blackberry llegó una foto que ella acababa de tomarse con su iPhone, así como tres elocuentes mensajes cariñosísimos, uno de ellos con saludos para mí, y todos llenos de banalidades románticas dirigidas a Mi Gatico, como solía llamarlo en privado, y no olvidemos que se trataba de un ejecutivo de alto rango con miles de subalternos dispersos por toda América. En suma, Gutiérrez había encontrado en Inés cosas que le hacía falta desde hacía mucho tiempo, lo más sorprendente era que ni siquiera él mismo sabía que existieran. ¡Inés era un milagro! Su presencia hacía contraste, revelaba los sacrificios y carencias emocionales de su vida conyugal paciente.

Entonces, para poner a prueba su lógica de enamorado, pregunté: ¿y para qué se separa si de todas maneras tienen que atravesar los Estados Unidos de costa a costa para estar juntos? Su felicidad se transformó en impaciencia. Como si yo no hubiese entendido que la adoraba, que quería vivir con ella, que añoraban salir del clóset, estar juntos, compartir cotidianidades: Inés planeaba irse a vivir con él a San Diego. Y Gutiérrez siguió con  su exposición narrando sus planes financieros a dos años para hacer más llevadero el divorcio. Hasta que me preguntó qué pensaba yo como psicoanalista, cómo podría conducir la separación de manera higiénica y libre de traumas. Es imposible, contesté. Divagamos durante un buen rato sobre cómo esa era una decisión compleja y llena de matices, sobre cómo escoger implicaba perder. Hasta que por último, cuando nos despedimos, le reiteré mi solidaridad y mi afecto, comprendía el vértigo de los momentos que vivía Gutiérrez, pero también le señalé que por fortuna disponía de tiempo para pensarlo, para decidir sobre las incontables variables de su proyecto tan heroico como impredecible.