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El matrimonio de William y Kate

Semana
27 de abril de 2011


En Colombia no hay realeza. Pero, al igual que en otros paises, sí hay interés por las vidas privadas de las celebridades, y ahora, por el matrimonio de William y Catherine. Y no creo que se trate de un tema cultural. A principios del siglo XX Gran Bretaña controlaba el veinticinco por ciento de la población y la tierra, por eso se llamaba el Imperio Británico, y los más chovinistas le decían caput mondi, la cabeza del mundo, como se referían a Roma hace más de dos mil años; así que el setenta y cinco por ciento de la humanidad no tiene esa tradición, y según puede verse por los ratings crecientes de los noticieros anglófonos casi todo el planeta está fascinado con la boda real, se esperan dos billones de televidentes y mil novecientos invitados. Un evento lleno de medidas de seguridad porque las autoridades saben que es un blanco suculento para el terrorismo.

 

Muchos hacen cábalas. Se especula sobre la lista de la concurrencia y el vestido de la novia, cualquier cosa es objeto de conjetura, los arreglos florales para Westminster y el tañido de las campanas, todo es motivo de reflexión cuidadosa, el diseño de la vajilla y la música. Que empezará por una fanfarria a cargo de la banda de la caballería, la más tradicional, y luego intervendrá el coro de niños de la abadía, junto con la Orquesta de Cámara de Londres, aun cuando hay indicios de que también podría haber ritmos pop, pues hasta Elton John está invitado y el anfitrión de la fiesta será Harry, el hermano menor y el padrino de William, un hombre mundano y de ambiente.

 

Así que lo light es respetable y universal. Los símbolos y las ceremonias son indispensables. Y en especial estas ocasiones gratifican la necesidad humana de fugarse de la realidad apremiante en busca de fantasías y ficciones. Pero además hay algo pragmático, un elemento que revivió el debate sobre el porvenir de la monarquía.

 

Muchos están a favor de preservarla por razones sentimentales, de tradición: las raíces del linaje de los Windsor pueden rastrearse mil doscientos años hasta los primeros monarcas sajones. Forman parte de la historia y la identidad británica. Por otra parte, los países que fueron colonias, y ahora son democráticos, no quieren a la realeza involucrada en sus asuntos, en especial Australia y Canadá. Adicionalmente, contribuyentes ingleses se oponen porque cada año les cuesta ochenta millones de dólares sostener el estilo de vida de la familia real y otros cien millones mantener su esquema de seguridad; además no son rentables, ni siquiera como atracción turística, si se comparan con Legoland, por ejemplo, que aun cuando cerca de Buckingham, recibe más turistas y el caso de Versalles, en París, es todavía más drástico, porque tiene muchísimos más visitantes y es un edificio, el pueblo francés no sostiene las ostentaciones de una familia aristocrática. En suma, los consideran un anacronismo feudal.

 

Así que esa monarquía es otra paradoja de la democracia. Perdura en un sistema político que considera iguales y libres a los hombres y las mujeres, en un modelo de gobierno que no diferencia raza, credo ni la afiliación política que se profese. En Gran Bretaña se tolera y se adora a la monarquía, aun cuando su vida suntuosa y privilegiada no representa al pueblo.

 

El príncipe William es el personaje más fotografiado en la historia. Es el segundo en línea para ser rey, luego de su padre, el Príncipe Carlos. Es hijo de Diana Spencer. Nieto del Príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, que se hizo Duque de Edimburgo al casarse con la Reina Isabel II hace más de sesenta años, y hace tres celebraron sus bodas de diamante.

 

En cambio Catherine Middleton proviene de la parroquia de Bucklebury y, según los expertos en heráldica, su antepasado más ilustre es el general George Patton. Es decir, es alguien normal.

 

Y el noviazgo de la parejita, aun cuando sinuoso, también fue común y corriente. Lo cual da tranquilidad a los que buscan indicadores de buen pronóstico para esta unión, teniendo en cuenta que la probabilidad de éxito en el primer matrimonio entre jóvenes está cerca al cincuenta por ciento. Es como lanzar una moneda al aire.


Los novios dan popularidad de la corona. La hacen más humana, más como cualquier otro mortal, lo cual es importante en el siglo XXI cuando la supervivencia de la monarquía depende más de los ratings que de la fe y otras supersticiones que respalden su autoridad. Además William es heredero del carisma, el sentido común y el afecto que el pueblo inglés tiene por su madre devota, que murió prematuramente, una mujer notable a quien todos la han extrañado en esta ocasión histórica. Incluso algunos piensan que llegado el momento sería un rey bacano –y no exagero, cool, fue el adjetivo que utilizó la comentarista en el noticiero-.

 

En cambio el público percibe al príncipe Carlos elegante y de buenas maneras, distante y apocado, elitista y mal marido, nadie olvida que se casó con la impopular Camila Parker luego de un divorcio escandaloso. Así que si las cosas siguen igual, con facilidad podría llegar a ser Carlos El Último.

 

En fin, todo indica que vienen tiempos interesantísimos para los Windsor. Por lo demás, puedo afirmar con tranquilidad que es más cómodo, seguro y económico contemplar por televisión lo que Freud llamaba “el narcisismo de las pequeñas diferencias”, el tratamiento reverencial que algunos reciben, aun cuando he de confesar que me habría gustado probar la comida y degustar los licores de ese acontecimiento que será la fiesta del siglo según los comentaristas, incluyendo a la bella Jane Seymour, a quien no le han pasado quince minutos durante estas tres décadas. Y así los curas insistan en que lo principal es el sacramento, es seguro que esta será una juerga magnífica.