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El Premio Nobel de Mario Vargas Llosa

Semana
7 de octubre de 2010


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Me alegra el Nobel de Mario Vargas Llosa, como si se lo hubiera ganado un amigo mío.

Mi entusiasmo no se debe tanto a sus posturas políticas, una discusión que prefiero dejar a los expertos en asuntos geopolíticos, aun cuando en todo caso encuentro difícil de aceptar que el autor de Historia de Mayta, una novela sobre los avatares de un revolucionario trotskista, y de La Ciudad y los Perros, donde unos muchachos se enfrentaron a un mundo inhóspito y desigual, pueda considerarse un derechista a ultranza. Me parece más bien un demócrata que insiste en que a tiros no se construye, como en La Fiesta del Chivo, donde el tirano Rafael Leonidas Trujillo abusó del pueblo durante su dictadura, y la crueldad de su régimen corrompido dejó huellas indelebles en las mentes y los cuerpos de una generación de dominicanos, tal como sucedió durante el siglo XX en tantos países latinoamericanos. Puedo estar equivocado, después de todo soy médico y psicoanalista, pero me parece más bien la perspectiva de un humanista que retrató estupendamente la condición falible, imperfecta y fugaz del hombre.

Su obra siempre estuvo atravesada por las pasiones humanas, no solo las más destructivas y primitivas, también sus palabras elegantes y amigables dibujaron las más nobles y altruistas. Como el amor, un tema persistente para él, como en la mayoría de obras de arte, después de todo, junto con la muerte es uno de los pocos motivos esenciales del ser humano. Y lo exploró de muchas maneras. Desde los amores desdichados alrededor de burdeles y tabernas en La Casa Verde, hasta en los amores ilícitos, también en un lupanar, que figuraron en Pataleón y las Visitadoras, además una obra llena de humor. Aun cuando los quilombos aparecieron en muchas otras secciones de sus escritos, los amores no siempre fueron mercenarios, también fueron misteriosos y devotos. En Elogio a la Madrastra entendí el sentido sacramental del vocablo ‘ablución’ cuando narró tan bellamente el erotismo edípico de un niño que contemplaba la ceremonia matinal del baño de su amada y dulce madrastra. En cambio en Travesuras de la Niña Mala, la historia de amor fue algo sadomasoquista, transcurrió tanto dentro como fuera del Perú, entre las décadas de 1960 y 1980, y en esa novela además de homenajear a Gustav Flaubert, trasformó magistralmente a sus personajes en la medida en que pasaron los años, a la vez que relató el vértigo de la sociedad cambiante durante ese período. Así mismo redactó El Paraíso en la otra Esquina sobre la vida de Paul Gauguin, otro relato inolvidable de amor, en éste caso heroico. Por último, aun cuando es posible que en este momento mi memoria no sea exacta, durante los primeros años de mi adolescencia leí el primer libro por mi propia iniciativa, sin que fuera una tarea del colegio, y se trató de La Tía Julia y el Escribidor; en todo caso, puedo afirmar categóricamente que fue la primera novela que me dejó perplejo por la historia interesantísima de un muchacho no mucho mayor que yo, enamorado de una mujer con diez años más que él.

Por supuesto que estas publicaciones suyas que he enumerado aquí no son una lista exhaustiva, concienzuda, ni mucho menos cronológica, simplemente se trata de recuerdos eufóricos sin aspiraciones de escribir un tratado erudito sobre su producción literaria voluminosa. Queda mucho por nombrar, como sus ensayos y columnas, entre ellas la que más recuerdo es Mi Hijo el Rastafari, que me encantó por la perspectiva cariñosa de padre preocupado que se esmera por conocer y comprender las iniciativas de su hijo. Así mismo me atrajo su prólogo maravilloso, y muy didáctico, a la edición de El Quijote de la Mancha publicada por la Real Academia de la Lengua, que junto con el libro de don Miguel de Unamuno transformaron para siempre mi comprensión de la obra de Miguel de Cervantes Saavedra.

Así que sin tener relación personal con Mario Vargas Llosa, me alegra y me parece merecidísimo su Nobel. Sus escritos me han acompañado desde hace más de tres décadas, por eso siento tanta familiaridad y afecto por el maestro. Y, de nuevo, no deja de sorprenderme el poder de la palabra.