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La verdadera política del amor

Semana
15 de noviembre de 2011

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Hace exactamente siete semanas recibí una llamada realmente espantosa. Mi esposo me decía por el otro lado de la línea: “bolita, no quiero que te angusties, pero me acaban de atropellar”. En ese momento todo se derrumbó; la angustia, la incertidumbre, el miedo me hicieron llegar lo más pronto posible al lugar del accidente, sin siquiera pensar que si él me había llamado estaba menos mal de lo que me alcancé a imaginar. Mi rabia contenida por siete meses de lidiar con la necedad del tráfico en el D.F., con el hecho de que para expedir una licencia de conducir no exijan que la persona sepa manejar un carro, con la agresividad de la gente en las calles, estalló. Estalló en miedo, en desespero, en lágrimas, en palabras de reclamo contra la mujer que atropelló a Santiago y la policía que la mantenía detenida hasta que el seguro asumiera la revisión medica y la responsabilidad de la conductora, que no sólo no vio a mi esposo sobre la cebra, sino que iba rápido, cruzó sin mirar, sin bajar la velocidad y no puso la direccional. Pero sobre todo estalló por el sentimiento de orfandad que tuve en ese momento. Él y yo, solos en una megalópolis que ahora llamamos hogar, pero que nos es ajena y desconocida. En ese momento decidimos avisar a nuestros amigos Ana y Luis Felipe, una fotógrafa colombiana y su prometido, un periodista mexicano. Llegaron en menos de 10 minutos, dejaron su carro botado en la calle y corrieron a donde estábamos nosotros. La policía de inmediato preguntó: “¿quienes son estas personas?¿Ustedes los conocen?” y yo sólo pude responder : “sí, son nuestra familia”. Y en ese momento la palabra familia también estalló en mi mente y pude ver con claridad que tiene múltiples significados, pero que sobre todo es un sentimiento.

 

Les confieso que originalmente esta entrada iba a ser una diatriba contra la iglesia católica y su manera de influir en la forma como se legisla en Colombia anteponiendo la moral de su fe a los derechos humanos, y a la ética filosófica que tanto ha de influir en la política. Pero decidí no publicar esa entrada. La razón es que estaba cargada de rabia, acusaciones y, puede ser, de mis propios prejuicios. Y como precisamente al escribir y dejar plasmadas nuestras palabras creo que estamos aportando ideas, las cuales no pueden nacer de la furia visceral, preferí, más bien, escribir esta entrada acerca del amor. Sobre todo después de la revelación que tuve sobre la Avenida Reforma al lado de la fuente de La Diana Cazadora en una fría noche de miércoles, al lado de mi esposo aporreado y magullado, pero vivo y sano.

 

Los humanos aprendemos a conocer, o en algunos casos a nunca conocer, el amor en nuestro núcleo social primario: la familia. Ahora, ¿qué es la familia?. La Real Academia de la Lengua Española dice que familia es: Grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas, o un conjunto de ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje. La constitución colombiana dice que familia es el núcleo fundamental de la sociedad y que se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer. Pero a mí me parece que esto, el hecho de definir que sólo un hombre y una mujer son quienes tienen derecho a constituir una familia, no solo es limitante sino profundamente injusto. ¿Acaso son menos pareja dos hombres o dos mujeres? ¿Acaso están menos capacitados para criar, querer y educar a un niño?

 

No lo creo. Es más, no sólo no lo creo, estoy convencida de que no es así. En Colombia, por seguir formatos supuestamente buenos, intuyendo por descarte que los opuestos son por principio malos, hemos aprendido a no cuestionar. Si una pareja joven queda embarazada por no usar anticonceptivos, por ser irresponsables, se les juzga de manera moral por haber ‘metido las patas’, pero por lo general no se les cuestiona su capacidad para ser padres. Si una pareja de esposos que están pasando por un mal momento en su relación decide, como se da en tantos casos, traer al mundo a un hijo para salvar su matrimonio, la gente celebra su decisión pero nunca cuestiona si el niño será feliz creciendo con papás que no se quieren. Es más, hemos llegado al punto de cuestionar mucho menos a una mujer que decide tener un hijo sola, que a una pareja de gays o lesbianas que quieren ser padres.

 

Uno de los argumentos más fuertes que siempre vuelvo a escuchar es que al no permitir a parejas del mismo sexo adoptar se están protegiendo los derechos del niño. ¿En serio? Hasta donde sé el artículo 6 de la declaración de los derechos del niño de las Naciones Unidas dice: “El niño, para el pleno desarrollo de su personalidad, necesita amor y comprensión”. De inmediato pienso cuantos niños criados en un hogar heterosexual se ven negados de este derecho, no porque su familia no cumpla con el precepto de estar encabezados por un papá y una mamá sino porque son niños que no fueron deseados, porque viven en hogares de padres que no se quieren y son usados como escudos en sus peleas, en hogares donde son maltratados. En fin, la lista es infinita.

 

El otro argumento que siempre regresa es: “pero es que los amiguitos del colegio lo van a molestar, lo van a hacer sentir fuera de lugar”. Lo único que puedo responder a eso es lo mismo que respondo ante el bullying: el malo es el bully y él es el que necesita ayuda.    

 

Lo más curioso es que precisamente acá en el D.F., a pesar de que yo he criticado con fuerza la situación, del tráfico y de las mujeres, esa lucha ya se ganó. En la Ciudad de México no sólo ya se aprobó el matrimonio gay sino también el derecho a las parejas del mismo sexo a adoptar. Y eso lo aplaudo. Ver que las parejas, del tipo que sean, pueden caminar por la calle tomadas de la mano sin que nadie las mire raro o las cuestione es un acto de aceptación y de democracia en sí mismo.

 

Por qué negar a una pareja que ya conforma un hogar y quiere, desea más que nada, tener un hijo, criarlo, amarlo, educarlo y volverlo una buena persona, esa posibilidad. Yo creo que el primer derecho de los niños es a ser queridos, que sus padres de verdad los quieran tener, de ahí parte todo. Y creo que una familia puede ser una mezcla variopinta en la que finalmente el único punto esencial más allá del género de quienes la compongan, es el amor, el respeto que exista. Una familia es un santuario, un espacio en donde uno puede estar seguro, en donde uno se siente protegido. Y por eso apoyo a todos los que quieran formar una familia, sea con un padre, con dos o con tres. Y también creo que la familia es un núcleo amplio que crece todos los días y se va llenando con aquellas personas que vamos encontrando en la vida y que ayudan a solidificar esa idea de santuario. La familia cambia, la familia se adapta, la familia crece. Nuestras mentes y nuestros corazones también necesitan crecer.