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Sobre motivaciones humanas

Semana
11 de marzo de 2009

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A raíz de su nombramiento en la Liga de las Naciones, Albert Einstein (1879-1955) escribió una carta dirigida a Sigmund Freud (1856-1939) preguntándole cómo explicaba el origen de la guerra, recientemente había terminado la Primera Guerra Mundial y los aliados triunfantes intentaban crear un nuevo mundo pacífico para siempre. El psicoanalista le respondió que sus aspiraciones eran demasiado elevadas, pues el ser humano estaba dotado de una pulsión innata de muerte, llamada tánatos, que se gratificaba inexorablemente como cualquier otro instinto produciendo satisfacción pasajera. Entonces también existía la posibilidad de orgasmos tanáticos, como en aquellos actos crueles sin explicación que a menudo realizan terroristas colombianos contra su propia gente, verbigracia destruir el tubo que lleva el agua potable a medio millón de personas y luego sembrar minas antipersonal para mutilar y matar a quienes se aproximen para repararlo. Como es sabido por todos, durante el resto del siglo XX se refinó enormemente la tecnología de la capacidad bélica, incrementando drásticamente la habilidad de matar, hasta el punto que es una perogrullada afirmar que se puso a prueba en innumerables circunstancias y ambientes dejando una estela de incontables cadáveres y una industria extraordinariamente lucrativa. Además esta tendencia natural se expresaba en las relaciones humanas ordinarias a través de la nostalgia por lo inanimado: envidia, búsqueda de la destrucción, el aislamiento, la disociación, así como en el carácter compulsivo de muchas actuaciones y síntomas, aun cuando causaran sufrimiento.

Tal hipótesis es plausible incluso en la actualidad. Se trata de una representación psicológica paralela a mecanismos biológicos, controlados por genes, y se vinculan con la muerte; como la apoptosis, se trata de un método para eliminar células anormales o que han cumplido con su función durante el desarrollo embrionario. Así que el material genético contiene tanto información sobre la vida, como la muerte: regula la formación y el funcionamiento de todo el cuerpo, al igual que estos mecanismos para renovar tejidos y la manera de envejecer. Hasta aquí dejemos esta digresión orgánica.

Con los años, y un mayor desarrollo teórico del psicoanálisis, vinieron las publicaciones de Melanie Klein (1882-1960), quien utilizó el concepto de pulsión de muerte y lo ensanchó al incorporarlo a su modelo de la mente. Para ella, su existencia era irrefutable, se daba en una relación complementaria y antitética con los impulsos eróticos, otra idea de origen freudiano, se trataba de aquellas tendencias, también instintivas, que llevaban, por el contrario, a lo constructivo, lo justo, lo amoroso, a la creación de vínculos y relaciones equilibradas –el lector curioso habrá notado que en este sentido el término erótico abarca mucho más que el coito-, de todas maneras se trata de una inclinación con grandes posibilidades de goce y, por supuesto, de clímax.

Desde este punto de vista, la maduración psicológica del niño a partir de su nacimiento suponía la articulación de los componentes agresivos y amorosos de la personalidad a través del aprendizaje cotidiano en el contexto de sus relaciones con quienes lo rodeaban. Se trataba de lograr un equilibrio móvil y constantemente cambiante donde lo destructivo se supeditaba a lo constructivo; voy a poner por caso el sacrificio de ganado con la finalidad de obtener carne para nutrir a muchas personas, totalmente diferente de masacrarlas solo para verlas morir y luego dejarlas allí para degradarse.

Posteriormente vinieron los trabajos de Wilfred Bion (1897-1979), quien partió de las premisas kleinianas y las enriqueció con otra noción inicialmente de Freud: la idea de que existía un tercer impulso que se orientaba hacia la construcción de conocimiento, que llamó epistemofilia, otra necesidad natural que en este caso llevaba a saber con el objeto de anticipar, de hacer más sofisticado el pensamiento, logrando maneras más equilibradas de relacionarse consigo mismo y el mundo. En su concepción, las personas se relacionaban mediante estos tres vínculos: el agresivo, el erótico y el conocimiento, donde el primero, de nuevo, se sometía a los otros dos, con la diferencia de que en las relaciones más maduras finalmente predominaba el conocimiento. Así mismo, el desarrollo psicológico estaba enmarcado por las vicisitudes del aprendizaje a partir de la experiencia que bruñía la relación entre las tres –el lector interesado habrá notado, que en esta teoría, el proceso de maduración empieza con el nacimiento y termina en la muerte-, se trata de un esquema mental mucho más móvil donde es tan importante la dotación instintiva del niño como la relación constante, confiable, amorosa y creativa con quienes lo cuidaban desde el principio. Si tomamos el caso de una pareja con varios años de historia, es concebible que se muevan fácilmente del amor, al conocimiento y a la agresión, pero lo que garantiza sus posibilidades de perdurar son los primeros dos elementos.

Por otra parte, cabe anotar que en el ámbito de las neurociencia las motivaciones actualmente se catalogan en cuatro sistemas de ubicaciones anatómicas diferentes dentro del cerebro, mediados por diversos neurotransmisores que modulan la bioquímica de sus redes neuronales, y la combinación de su accionar aumenta las probabilidad de sobrevivir. El de búsqueda impulsa a crear nexos y a conocer el mundo, promueve los vínculos, mientras anticipa cambios ambientales; entre tanto, los de la ira, el miedo y el pánico, están al servicio de la vida a través de la agresión.

Por último, Freud sostenía que las decisiones eran primero de origen instintivo, y luego racional, además en esta pugna pulsional constante, tánatos siempre triunfaría, pues al final todos moriremos.