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Un caso de disfunción eréctil

Semana
26 de octubre de 2012

 

 

Resulta que desde hacía seis meses, la erección, con su esposa, claro está, dejó de ser lo que solía ser. Venía remitido por su urólogo -y como es natural, al redactar estas letras mantuve la reserva de su identidad-, llegó a mi consultorio psicoanalítico porque estudiaban una cierta disfunción eréctil. Y lo expreso así, dubitativamente, porque se trataba de una situación que no era constante, ni mucho menos estable, no se presentaba siempre que intentaba el asalto amoroso. Se había vuelto impredecible. Ya habían descartado anormalidades en el examen físico y los laboratorios: incluso la concentración de testosterona en sangre era normal, solo tenía alto el colesterol, los triglicéridos y el ácido úrico, pero eso no tiene nada que ver con este asunto. Por otro lado, tenía casi sesenta años y estaba un poco pasado de peso, unos veintiún kilos. Su estado general de salud era bueno, y era caminante, iba a pie a todas partes. No se medía a la hora de comer, y disfrutaba del licor con moderación, ya no tenía la resistencia al alcohol de otras épocas, y había dejado de fumar hacía años.

 

Esa situación le mostró la posibilidad de que la disfunción eréctil fuera una manifestación psicosomática. Un asunto que se debatía en el inconsciente, sucedía de una manera que no era evidente para él, se había convertido en un enigma por resolver, un verdadero desafío. Se le salía de las manos, y no podía controlarlo. Además lo llenó de desconfianza. Desde la primera vez en que flaqueó, lo invadió una duda, una zozobra, cierto miedo ante la posibilidad de que se quedara así para siempre. Y la situación se volvió aterradora al no tener éxito bajo los efectos de los remedios para garantizar la erección. ¡No pasaba nada! Así que quedó triste, y con los efectos colaterales de la droga, que le duraron por lo menos un día más. Después de todo, el gran órgano sexual es el cerebro. Allí se integran las percepciones, se relacionan las memorias y se activan los centros vinculados a las gratificaciones y las motivaciones, a la fruición. Allí es el asiento de la mente. Allá se ubica la psicología, la vida espiritual, los conflictos personales, los laborales, los familiares y los de pareja, pero también desde allá se regula el funcionamiento del cuerpo, en especial del sistema cardiovascular imprescindible para tener una erección saludable y orgullosa. De modo que le pareció razonable pensar que la disfunción eréctil, en su caso, era un asunto psicosomático. Lo cual era una buena noticia porque no obedecía a un problema físico insuperable, claro qué, por el otro lado, este diagnóstico abría la puerta para tratar sus raíces psicológicas.

 

Era una persona apacible y satisfecha, de logros materiales y personales. Un hombre razonable y responsable, puntual, líder de un grupo que trabajaba en un proyecto que costaba una fortuna, y que por supuesto, era muy rentable. Pertenecía al universo de la gran industria en una empresa multinacional, acostumbraba diagnosticar y solucionar problemas con la mayor solvencia. Estaba en el apogeo de su carrera profesional, y tenía la perspectiva de progresar todavía más, vislumbraba nuevos proyectos lucrativos e innovadores. Habitaban una morada cómoda, a la vez que conservaban la casa familiar en su país de origen, y con frecuencia pasaban temporadas allá, visitando a familiares y amigos. En general su vida transcurría de la casa a la oficina, y de la oficina a la casa. Claro que rompía su rutina, deliciosa y dulce, una vez por semana: se desconectaba de sus obligaciones laborales y sus compromisos cuando iba al cine, y siempre prefería las películas de acción. Entre tanto, su señora hacía compras en el centro comercial, y a veces algún programa con sus amigas. Sus hijos eran adultos con trabajos adecuados, crédito y futuro económico promisorio, vivían en paises industrializados y de economías prósperas, además estaban casados, y también tenían hijos. De modo que la vida para él debería ser feliz y apacible. Necesitaba superar este inconveniente. Guardaba la esperanza de que pudiera rescatar su desempeño.

 

El primer episodio de impotencia -por cierto, un nombre nefasto para un evento tan importante que afecta de manera tan decidida el amor propio y la confianza, un vocablo temible con un aura definitiva, irreparable, humillante, y, lo peor, un mal presagio, algo que a cualquiera podría pasarle, incluso en la juventud-, fue triste, muy triste. Afligido, mustio, avergonzado, lamentó haber iniciado ese coito que debió ser feliz. Luego, vinieron otros intentos fallidos, que eventualmente terminaron en disputas amargas con su señora. Ella quedaba con sensación de rechazo, de que ya no la encontraba atractiva, ni la quería. Urdía la idea peregrina, y muy doloroso, de que mientras tanto él encontraba gratificaciones sexuales entre los brazos mimosos de otra mujer, afuera de la casa. ¡Una calumnia, a todas luces! Él explicaba. Ella lloraba. Además él contemplaba con preocupación que ella vivía aburrida, cansada, molesta, insatisfecha, iracunda, y sin motivo aparente que explicara sus estados de ánimo. De manera que este asunto desencadenó una crisis en el seno de esta pareja amorosa, de más treinta años de evolución. Razonamos que si bien la disfunción eréctil era un síntoma de él, también era cierto que la sexualidad pertenecía a la pareja. De manera que bien valía la pena tratarlo como un asunto integral, entonces programamos sesiones de psicoterapia de pareja. El día en que llegaron, él y ella, vi que se trataba de una pareja de origen caribeño, era evidente por su dicción inconfundible, pero también por su carácter soleado y la manera libre de conducirse. Detalle que no era tan evidente al estar solo con él, pero en pareja sí, cuando narraban entre ambos, incluso cuando hablaban entre ellos.

 

Ella era una abuela sabia y cariñosa, además era mundana, más de lo que se esperaría de alguien de su generación. Pero no importa, así son los prejuicios. En todo caso, la señora tenía muy clara la idea de que las cosas debían cambiar, de lo contrario se divorciaría. Una pieza de información que me sorprendió, él jamás me lo dijo. Lo que más le dolía a ella era que alguna vez él le expresó, lleno de rencor, que quería separarse de ella, que no la amaba, ni le gustaba, que ya no la deseaba. Palabras improcedentes que suelen decirse en el fragor de los combates conyugales, y que no necesariamente son ciertas, ni mucho menos reflexionadas, cosas de la rabia y del orgullo, cosas que se dicen con la intención de herir al otro de la manera más despiadada posible. Así es la naturaleza de la violencia doméstica. Ella había sabido desde hace algún tiempo, para su pesar, sobre una infidelidad de él mientras vivió en otro país por razones de su trabajo. Y ahora la familia estaba en peligro mortal.

 

Él buscó trabajo en otro país porque las condiciones laborales cambiaron drásticamente, mientras la señora se quedó con los muchachos, en esa época no habían terminado de estudiar en el colegio. Durante el tiempo en que vivió alejado de su familia la situación económica mejoró, aun cuando debieron soportar la presión de la distancia. Pero también, él puso sus ojos en una mulata espléndida y juvenil de quién se enamoró, hasta cierto punto al menos. En todo caso, no fueron amores brutos, irreflexivos, ni sórdidos, por el contrario, se quisieron, no solo los unía el poderío del sexo, una cadena de oro muy pesada. Ella lo miraba con una devoción sin igual. Cuando todo empezó, ella apenas superaba los veinte, y la relación duró algunos años, pero se terminó porque él no quiso separarse y casarse con ella, mucho menos que hicieran una familia. Entonces, luego de conflictos y discusiones, ella se alejó, y más tarde se casó con otro hombre, así se distanciaron por completo. De esto hace más de cinco años, y desde entonces perdieron rastro por completo, el uno del otro. Una dura pérdida para él. Y la esposa legítima lo supo. Él, desafiante, no lo ocultó, por el contrario, se lo confirmó. Eventos lamentables que ya habían pasado, dejando heridas profundas. Pero, los señores pecan con solo mirar, hasta sin mala intención, de modo que ella esperó, no tomó decisiones, no quería ser drástica. La vida siguió adelante con apariencia normal, aun cuando, claro, la sexualidad se demeritó. Cuando él terminó con su trabajo en ese país, se reunió de nuevo con su esposa y se vinieron a vivir a Colombia.

 

Desde el punto de vista de él, este impase ya era cosa del pasado, estaba superado, además nunca volvió a saber de la mulata, había elegido el camino del bien, el de la familia, el de su señora. No veía por qué llover sobre mojado. Todo ya estaba confesado, resuelto, clarificado y perdonado, las cosas estaba en orden. En cambio para ella no. El asunto estaba muy lejos de resolverse. Cuando se enteró quedó sorprendida y muy herida. No lo esperaba de él. Era un padre dedicado, un trabajador devoto, un hombre excelente, lo había conocido cuando era un estudiante destacado en la universidad, además nunca desamparó a su familia, y seguía haciéndose cargo de su sostenimiento económico.

 

Cuando llegaron a vivir a Bogotá las circunstancias fueron distintas. La pareja había sobrevivido, los hijos ya no vivían en la casa paterna y había surgido otra oportunidad laboral para él. Entonces se sintió todavía más abandonada. Hablaba a diario con los muchachos, le contaban sobre sus vidas exitosas y los progresos de sus nietos hermosos y saludables. Pero al terminar las llamadas la casa seguía vacía, además vivía en un país ajeno, lejos de sus amigas y familiares. Era un ama de casa dedicada que disfrutaba de la privacidad y de la vida hogareña, calmada y predecible, había amado su casa cuando sus hijos eran niños, cuando el hogar estaba lleno de actividad y de sonidos, de sus ocurrencias y de sus juegos. Ya no era así. Pero no hay que confundirse: la enorgullecían sus logros y se sentía útil, con el deber cumplido, eran gente de bien, vivían satisfechos y cómodos, es solo que extrañaba esa época. Además veía como su marido cada vez estaba más absorto en su trabajo, con más responsabilidades. Y él, feliz. Cada día se complacía más, le gustaba más, lo encontraba más interesante, y era natural, cada día progresaba más en la pirámide corporativa. Entendía su dedicación a la empresa, la enorgullecía su excelencia y la confianza que los jefes con sabiduría depositaban en él. Disfrutaba de las comodidades que habían logrado con la buena posición económica que había alcanzado. Pero el precio que pagaba por el confort era la ausencia de su esposo. Trabajaba todo el día, de lunes a viernes, luego, afuera de la oficina, incluso cuando estaba con ella, seguía conectado con la empresa mediante su computador y un teléfono inteligente. Siempre estaba informado sobre los últimos sucesos. Hacía llamadas que le servían para supervisar y tomar decisiones de último momento. Es más, cada mañana, apenas se despertaba llamaba a la empresa a preguntar cómo amaneció todo, en cambio a ella la saludaba con un beso distraído que a veces caía en su mejilla izquierda. Tenía la sospecha de que él quería más a la empresa que a ella. Además sus pasatiempos eran los equipos electrónicos: tabletas, equipos de sonido hermosos con bafles minúsculos, computadores cada vez más pequeños, más rápidos y de mayor capacidad para procesar información, con baterías, que para desgracia de ella, cada vez duraban más.

 

Entonces pensé en el esfuerzo enorme que hacían al venir a plantear sus preocupaciones, y a escudriñar sus mentes. Sospeché que la angustia de él era grande, valoraba a su señora, y había decidido salvar la relación. El amor que se profesaban era conmovedor después de casi cuatro décadas de vivir doméstico, de los partos y la crianza, de tiempos buenos y malos, de innumerables logros y aciertos, pero también de dificultades y extravíos. Y cabe anotar que estas fueron reflexiones personales, contratransferenciales, como solemos llamarlas en el argot psicoanalítico.

 

En la medida en que las sesiones de psicoterapia de pareja transcurrieron, recuperaron la capacidad de conversar distendidos, incluso de divertirse, hasta volvieron a llamarse por teléfono durante el día, para saludarse. Entonces volvieron las erecciones fáciles y elegantes. Regresaron los coitos satisfactorios, al menos en el ochenta por ciento de las ocasiones, con una frecuencia de tres veces por semana, según lo estimó él. Aun cuando, al principio, acompañados de veinte miligramos de vardenafilo, a pesar de que su urólogo le había formulado solo diez, y un tiempo después dejó el remedio, ya no lo necesitaba. Con las sesiones elaboraron resentimientos,  dijeron lo que tenían para decirse de una manera civilizada, se tranquilizaron, los recuerdos dejaron de enfermarlos. Incluso él, por su parte, aprendió a desconectarse de su trabajo y hasta trasladó su máquina caminadora a la alcoba, junto a la silla de ella, quería reducir el colesterol, los triglicéridos y el ácido úrico, además sintió la necesidad de perder peso, así como de aumentar su elasticidad y mejorar su estado físico, buscaba incrementar su expectativa de vida, y afinar su desempeño sexual. Sin embargo, él dudaba de que el progreso persistiera, todavía afrontaba el miedo ante la posibilidad de una faena sexual opaca. Entonces aprendieron a identificar los mejores momentos para el combate amoroso, descubrieron, por ejemplo, que los días fatigosos y prolongados, llenos de angustias, eran nocivos para el sexo. Y pudieron hablarlo con tranquilidad. En cambio, los días apacibles y divertidos eran perfectos para el amor. Pero sobre todo aprendieron que la vida sexual se construye a diario, dentro y fuera de la cama.