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DOMINGO DE RAMOS.

Semana
23 de abril de 2011

En Santa Marta la mañana del domingo despuntó nublada, sin la acostumbrada brisa serrana y con un calor abrazante. Pasadas las diez en los alrededores de la iglesia San José o del seminario decenas de niños, descalzos y con ropa luida,  se pelean a los feligreses que van llegando al templo. Cada infante lleva en las manos varios ramos trenzados  de palma y olivo que ofrecen a mil pesos.

Una señora de pelo de plata, traje azuloso que colgaba del hombro una mochila tejida, se baja de un automóvil gris y de inmediato es abordada por los niños vendedores. Metió la mano en la mochila y les compra dos ramos.  Frente a la puerta hizo la venia y entró a la iglesia con uno en cada mano y orando en silencio.

Hacía muchos años  no asistía a una misa de Domingo de Ramos. No recuerdo cuando fue la última vez, pero si tengo de presente a las muchas que acudí siendo muy niño en la iglesia de mí pueblo. No dormía la noche anterior solo pensando en las palmas, la procesión y en las mujeres lindas e inocentes como yo que acompañaban aquellas actividades santas.

Me sabía cada rezo y oración que entonaba el presbítero. No me cansaba de admirar la devoción de los paisanos y la elegancia y sobriedad en el vestir. Los hombres llevaban camisas blancas manga larga, en su mayoría, y las mujeres vestidos de colores grises o morados, y con dobladillo  debajo de la rodilla.

En la iglesia del Seminario buena parte de los feligreses eran niños, entre ellos mi hijo de 10 años que desde la mañana del sábado me invitó a la misa de ramos y quien tampoco durmió la noche anterior pensando en el acto litúrgico. El asistió con camisa blanca marga larga, la cual llevaba por dentro. Sin embargo, la uniformidad en el vestir no se dio ese domingo en misa, yo llevaba la camisa por fuera y no me puse medias. Los infantes asistieron en bermuda y en chanclas.

Antes de comenzar la ceremonia los niños que llegaron a la misa hicieron fila desde las afueras del tempo y agitando los ramos ingresaron en una procesión por la nave central que llegó hasta el altar mayor. De una guitarra salían acordes que acompañaban una canción de alabanza a Dios y los feligreses se pusieron de pie. Varios niños, entre ellos mi hijo, se ofrecieron para leer las epístolas hecho que también hice varias veces cuando comenzaba  la vida.

Gruesas gotas de sudor resbalaban por la mejilla de muchos de los feligreses. Una sexagenaria mujer de sonrisa tierna y pelo recogido pidió permiso para hacerse al lado, de inmediato sacó un abanico de mano y ese viento calmó un poco el calor a mi alrededor. Asombró que las monedas como limosna desaparecieron de las iglesias, a la busaca sólo echaban billetes enrollados.

Mi hijo disfrutó y vivió la ceremonia y yo  sentí una paz  interior. Había regresado a una misa de Ramos y me reencontré con muchos momentos de aquella infancia alegre y feliz. Como humano me encantó disfrutar a plenitud la palabra evangelizadora. En la salida los niños vendedores de ramos no supieron que dijo el cura, ellos junto a sus padres únicamente estaban atentos a la llegada de nuevos feligreses. En el cenit el sol había sido arropado por una nube grisácea pero el calor seguía siendo abrazador.