Home

Expertos

Artículo

El paraíso de la canción: Luis Guillermo Angel Restrepo

Semana
13 de julio de 2012

 

Ahangar era un extraordinario forjador de espadas que vivía en uno de los remotos valles orientales de Afganistán. En tiempos de paz construía arados de acero, herraba caballos y, sobre todo, cantaba.

La gente de los valles escuchaban con ilusión las canciones de Ahangar, a quien se conoce con nombres diferentes en distintas partes de Asia Central. Venían a escuchar sus canciones desde las selvas de nogales gigantes, desde la nevada Hindu-Kush, desde Qataghan y Badakhshan, desde Khanabad y Kunar, desde Herat y Paghman.

Sobre todo venían a escuchar la canción de las canciones, que era la canción de Ahangar sobre el Valle del Paraíso.

Esta canción era muy pegadiza y tenía un extraña cadencia, y, sobre todo, contaba una historia tan extraña que la gente creía conocer el remoto Valle del Paraíso del que hablaba. A menudo le pedían que la cantara cuando no le apetecía, y él se negaba. A veces le preguntaban si el Valle era auténticamente real, y Ahangar sólo podía responder:

“El Valle de la Canción es tan real como pueda serlo la misma realidad.”

“Pero, ¿cómo lo sabes?”, le preguntaban, “¿has estado allí alguna vez?”

“No de una forma corriente”, respondía Ahangar.

Para Ahangar y para casi todas las personas que le escuchaban, el Valle de la Canción era, sin embargo, real, tan real como pueda serlo la misma realidad.

Aisha, una doncella del lugar de la que estaba enamorado, dudaba que existiera tal sitio. También lo dudaba Hasan, un fanfarrón y temible espadachín que había jurado casarse con Aisha y que no perdía ocasión para reírse del herrero.

Un día, cuando los aldeanos estaban sentados en silencio alrededor de Ahangar, que acababa de contarles un cuento, Hasan dijo.

“Si crees que ese valle es tan real y está, como dices, más allá de aquellas montañas de Sangan donde se levanta la neblina azul, ¿por qué no intentas encontrarlo?”

“No sería adecuado, es lo único que sé”, respondió Ahangar.

“¡Tú no sabes lo que es conveniente saber y no sabes lo que no quieres saber!”, gritó Hasan.

“Ahora, amigo mío, te propongo una prueba. Tú amas a Aisha, pero ella no confía en ti. No tiene fe en ese absurdo Valle tuyo. Nunca podrás casarte con ella, porque cuando no hay confianza entre marido y mujer, éstos no son felices y sucede toda clase de desgracias.”

“¿Esperas que vaya al valle, entonces?”, preguntó Ahangar.

“Sí”, contestaron al unísono Hasan y todos los presentes.

“Si voy y regreso sano y salvo, ¿aceptará Aisha casarse conmigo?”, preguntó Ahangra.

“Sí”, murmuró Aisha.

Asi que Ahangar, habiendo recogido algunas moras pasas y un pedazo de pan, partió para las lejanas montañas.

Subió y subió hasta que llegó a un muro que rodeaba toda la cordillera. Tras haber escalado sus escarpadas laderas, encontró otro muro, aún más escarpado que el primero. Después de éste hubo un tercero, luego un cuarto y, finalmente, un quinto muro.

Al bajar por la otra ladera, Ahangar descubrió que estaba en un valle sorprendentemente parecido al suyo.

La gente salió a darle la bienvenida, y cuando él los vio, se dio cuenta de que había sucedido algo muy extraño.

Meses después, Ahangar el Herrero, caminando como un anciano, llegó cojeando a su pueblo natal y se dirigió a su humilde cabaña. Como se difundió por el campo la noticia de su regreso, la gente se reunió frente a su casa para escuchar cuáles habían sido sus aventuras.

Hasan el espadachín, hablando en nombre de todos, llamó a Ahangar a la ventana.

Todos quedaron boquiabiertos cuando vieron lo viejo que se había vuelto.

“Bueno, Maestro Ahangar, ¿conseguiste llegar al Valle del Paraíso?”

“Llegué”

“¿Y cómo es?”

Ahangar, buscando las palabras, miró a la gente reunida con un cansancio y una desesperación que jamás había sentido antes. Por fin dijo:

“Escalé y escalé. Cuando parecía que ya no podía haber vida humana en un lugar tan desolado, y después de muchas dificultades y desilusiones, llegué a un valle. Era un valle exactamente igual que éste en el que vivimos. Y luego me encontré con sus habitantes. Aquellas personas no son sólo personas como nosotros: son las mismas personas. Para cada Hasan, cada Aisha, cada Ahangar, para cada uno de los que aquí estamos, hay otro exactamente igual en aquel valle.

“Ellos son copias y reflejos de nosotros. Pero ocurre que somos nosotros los que somos sus copias y reflejos: nosotros, los que estamos aquí, somos sus dobles.”

Todos pensaron que Ahangar había enloquecido a causa de sus privaciones, y Aisha se casó con Hasan el espadachín. Ahangar envejeció rápidamente y murió. Y todo el mundo, todos los que habían escuchado esta historia de labios de Ahangar, primero perdieron la alegría de vivir, después envejecieron y murieron, porque sintieron que algo irremediable y sobre lo que no tenían control iba a suceder, y por eso perdieron el interés en la vida misma.

Sólo una vez cada mil años una persona conoce este secreto. Cuando lo conoce, experimenta un cambio. Cuando cuenta a los demás la pura realidad, éstos se debilitan y mueren.

La gente piensa que un suceso así es una catástrofe, y por eso no deben saber nada sobre él, ya que no pueden entender (tal es la naturaleza de su vida ordinaria) que tienen más de una personalidad, más de una esperanza, más de una oportunidad… allá arriba, en el Paraíso de la Canción de Ahangar, el magnífico herrero.