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Juan Gonzalo Ángel Restrepo, el hombre que conquistó el Atlántico

Semana
10 de julio de 2012

La hazaña la realizó solo, en un yate prestado. Se convirtió en el primer latinoamericano en realizar esta hazaña.


“Tan cerca y tan lejos. Me faltan apenas 60 kilómetros, pero los brazos se me caen. Como si fuera poco, lucho contra un remolino de corrientes, en medio de una tormenta tropical que me arrastra en la dirección opuesta. Por favor, quien me esté haciendo brujería: ¡que se detenga!”.

Esto fue escrito en su blog el 10 de mayo Juan Gonzalo Ángel Restrepo, un paisa que se convirtio en el primer latinoamericano que cruza el Atlántico en yate. Lo logró tras una travesía de 98 días en los que navegó 6745 kilómetros; distancia similar a la que corresponde un recorrido ente las islas Canarias, en España, y el puerto de Georgetown, en Guyana.

Ese fue el último mensaje que envió a través de su teléfono satelital antes de pisar tierra. Lo hizo en un momento de debilidad, como muchos que lo asaltaron durante la aventura en la que enfrentó olas de más de siete metros, borrascas, ballenas, tiburones y, sobre todo, la soledad en medio del inmenso mar azul.

Pero su lucha contra los elementos tenía una causa muy noble: recaudar fondos para una fundación que ayuda a niños con cáncer, una fundación británica que investiga la enfermedad que recientemente venció a su abuelo.

“Comencé a prepararme física y mentalmente hace dos años, cuenta Ángel Restrepo, un empresario paisa quien aun se recupera de este viaje en Bogotá. Aprendí a remar, hice cursos de navegación con y sin instrumentos, de supervivencia en altamar, gané 25 kilos de puro músculo y hasta fui al psicólogo”.

El 23 de febrero zarpó al mando del que sería su hogar durante casi tres meses: un yate de fibra de vidrio y madera, con una cabina de apenas dos metros de largo, lo suficiente para poder estirar las piernas en sus ratos de descanso. “Los primeros cinco días no dormí, estaba muy pendiente de que no me embistiera algún buque -recuerda-. Luego me fui adaptando a una rutina que consistía en remar más de 10 horas diarias, comer, hacer mis necesidades y dormir, aunque nunca por más de dos horas seguidas, ya que corría el riesgo de desviarme”.

La tormenta maldita

El sexto día, cuando apenas había avanzado 40 kilómetros, llegó su primera prueba de fuego: una tormenta con olas de siete metros y vientos de 70 kilómetros, que duró seis días con sus noches. “En una situación así no duermes; no te dejan ni el ruido, ni el movimiento ni el miedo”, asegura.

 

Cuando pasó la borrasca, estaba desolado: “Me había desviado del rumbo y llegué a pensar que a lo mejor había sido una locura la travesía. Entonces, de repente, salió el sol, cesaron las olas y unos delfines empezaron a jugar alrededor del barco. Me recargaron”, recuerda.

Los animales fueron sus únicos compañeros de viaje. En el día, aves de todo tipo recalaban en la cubierta, y en las noches, las ballenas golpeaban el casco con curiosidad. “Sabía que eran inofensivas, pero aun así no es divertido tener tan cerca a un animal que te mira con un ojo del tamaño de un balón de fútbol”. Más inquietantes aún eran los tiburones, que asomaban sus aletas cada vez que lavaba los platos o arrojaba desechos orgánicos al mar.

Con un avance promedio de 34 millas diarias, Ángel Restrepo fue acercándose lentamente a tierra firme, en una aventura en la que tuvo que superar otros percances, como cuando volcó y se alejó del bote hasta 10 metros; o cuando tuvo que fijar su meta más al sur (inicialmente iba a llegar a Antigua), por culpa de los fuertes vientos que alteraron su trazado.

Finalmente, el pasado 18 de abril, con 20 kilos menos, una tendinitis que aún no le permite cerrar el puño y una barba que recuerda a la de Jhony Castaway, arribó al puerto de Georgetown, donde fue envuelto en una bandera colombiana y abrazado por sus familiares.

Su travesía le sirvió para recaudar fondos para dicha fundación pero, sobre todo, para poner a prueba su temple. Ahora que sabe de lo que es capaz, quiere hacer una ruta también por el Polo Sur, atravesando el glaciar Beardmore, una pasarela de hielo que surca las montañas transantárticas.

 

Mercado para lo que duraría en Altamar

Juan Gonzalo llevaba en su bote comida para 100 días: platos precocidos y empacados al vacío, ‘snacks’, malteadas de proteínas, pan… que le garantizaban un menú diario de 7.000 calorías. Un desalinizador solar le permitió tener agua potable siempre, pero también llevaba 150 litros de reserva en la cubierta.