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LA HOGUERA DE LAS VANIDADES

Semana
4 de julio de 2011

 
 
"La vanidad nos cuesta más que el hambre, la sed y el frío."
Thomas Jefferson
Por Samuel Rosales
 
En una columna anterior –en este mismo blog- alabé el arranque del gobierno de Juan Manuel Santos: respeto a las Cortes, normalización de relaciones con los países vecinos, Ley de Víctimas,  etc…  Sin embargo, en la parte final de ese mismo artículo, dejé ver –también- mis reservas con respecto a las verdaderas intenciones de un inicio de mandato tan sorprendente e inconsecuente con el continuismo Uribista que todos pensábamos iba a producirse. (VER http://elemperadordesnudo.blogspot.com/2011_02_01_archive.html)  
Continuismo que se deducía del poco disimulado apadrinamiento de la candidatura de Santos por parte del presidente en ejercicio y de la  invariable glorificación durante la campaña –por parte del entonces candidato- del régimen del cual él mismo había hecho parte.
 
Los infrecuentes optimismos en Colombia suelen desvanecerse más temprano que tarde.  Lo digo porque la situación del país parece –si cabe- empeorar con respecto al anterior gobierno: ya hubo un incidente de reclamo a una decisión de la Corte Suprema de Justicia; la confraternidad con Chávez sólo ha servido para que éste deje de vociferar improperios (pero deja intacta la categoría de Venezuela como refugio de guerrilleros: no en vano la frontera colombo-venezolana está considerada como uno de los lugares más peligrosos del planeta); la Ley de Víctimas sólo ha logrado -hasta ahora- que algunos de los que antes tenían la condición de despojados, actualmente la tengan de asesinados (el resto cuenta con la suerte de seguir sólo despojados); y -poniéndole la cereza al ponqué- esta semana que termina, durante un operativo que intentaba repeler una acción de las FARC perpetrada en la vía que de Antioquia conduce a la Costa Atlántica, resultó muerto el comandante de carreteras de Antioquia.  Un hecho como este último, en esa zona del país (con quemada de tractocamión y buses incluída), no ocurría desde 2002.
 
Pero, ¡un momento!, no es que yo esté añorando al gobierno de Uribe (¡Dios nos ampare y nos favorezca!): la ralea de matasiete del expresidente y su séquito de petulantes lacayos, no tardarían en regalarnos una primorosa versión local de las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina.  Ningún grupo armado es tan peligroso como los aparatos de seguridad del Estado a cargo de un tenebroso gobierno matarife.  Mucho menos lamentamos la conclusión del intrascendente gobierno de Andrés Pastrana, en el que se frivolizó hasta el conflicto armado: recordemos el show mediático del Caguán con ingredientes de cualquier reallity de la televisión (hasta plantón de novios a punto de reconciliarse hubo: el episodio de la silla vacía de Tirofijo). Ni el despelote del período Samper, cuando la gente dejó incluso de trabajar por sumarse a las diarias y carnestoléndicas protestas y manifestaciones contra cualquier medida adoptada por el gobierno.  Ni la carambola accidental de Gaviria, cuya repentina asunción de la dignidad presidencial lo llevó a improvisar hasta el límite de concederles prebendas inverosímiles a pavorosos mafiosos. Ni el de Virgilio Barco: un gobierno del olvido y para el olvido.  Ni –mucho menos- el lírico cuatrenio de Belisario, durante el cual se pintarrajeó al país de palomas blancas en pos de un Premio Nobel de la Paz que nunca llegó. Ni…
 
Es curioso cómo en Colombia hay una obsesión por obtener ese dudoso galardón –el Premio Nobel de la Paz-, con lo que se compartirían honores con el genocida de Kissinger, el terrorista de Arafat, la impostora de Rigoberta Menchú, y otros pintorescos o siniestros especímenes.  Aparte de la obvia tentación por procurárselo, dictada por la manifiesta viabilidad que facilita el ser colombiano, supongo que también está lo del premio en efectivo: un millón cuatrocientos mil dólares.  Ya hablamos de Betancur (Belisario) quien sólo sonó para ganárselo en su idílica cabecita.  Mientras que Betancourt (Ingrid) sonó mucho en Europa, pero sonaron más los destemplados comunicados en los que invitaba a los medios franceses a la rueda de prensa en que ella daría el discurso de aceptación del premio que, dos días más tarde, recibió otro. Por otra parte, y para no quedarse atrás en la cómica comparsa de chascos, Piedad Córdoba fue víctima de una broma informática y alcanzó a celebrar ruidosamente junto a los circunstantes que la acompañaban a esperar la noticia del, una vez más, esquivo premio escandinavo.
Ojalá no estemos asistiendo -con Santos- a otra pueril operación destinada a la ilusoria obtención del mencionado galardón (esa sanción presidencial de la Ley de Víctimas con la presencia del Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, y la candidata al Premio Nobel de la Paz, Yolandé Mukagasana…)  El caso es que todos esos actos conciliatorios, que han caracterizado al actual gobierno, han resultado tan impresionantes como inútiles. Y a veces parece que solamente persiguieran esos dos fines en pos de otro fin ulterior, lleno de irresponsabilidad y vanidad.
 
La excesiva vanidad puede llevar a la perdición. Así nos lo presenta Tom Wolfe en su la novela La Hoguera de las Vanidades.  En ésta, Sherman Macoy (el protagonista que lo tiene todo: dinero, éxito, esposa, amante…), mientras se desplaza una noche por Nueva York, toma el camino equivocado y se pierde en un peligroso barrio del Bronx.  Como resultado, termina atropellando a un joven negro; ese incidente hace que su mundo aparentemente invulnerable se venga al suelo como un castillo de naipes: es acusado de intento de homicidio, pierde su trabajo, su esposa, su amante, su casa…
 
El problema nuestro es que si Santos está tomando el camino equivocado, buscando su gloria personal sin importarle lo que le pase al país, el mundo que se desmoronará no será el suyo, será el nuestro: al fin y al cabo, en su condición de expresidente, Santos tendrá, hasta el final de sus días, seguridad pagada por el Estado para él y su familia;  o vivirá en otro país gracias a un predecible nombramiento diplomático o a la pingüe suma que le correspondió (¿corresponderá?) con la venta de sus acciones de El Tiempo.
 
La perdición de Santos será otra.  Se dice que el presidente es un jugador de póker experimentado  que apuesta fuerte. Y  en este caso se juega su colosal vanidad. Lo malo sería que al final de la partida, el botín no resulte ser lo que siempre ha perseguido afanosamente a lo largo de toda su vida pública: que lo asocien con un gran personaje de la historia, de la talla de Winston Churchill o de Franklin Delano Roosevelt. En contraste, puede ocurrir que termine obteniendo, al igual que Belisario Betancur, el deshonroso trofeo de malbaratar, por satisfacer sus complejos de grandeza, cuatro preciosos años de la solución de nuestros múltiples problemas; coyuntura que –como de hecho ocurrió en el pasado con Betancur- puede hacer retroceder hasta las pocas conquistas (por ejemplo en materia de seguridad) obtenidas por un tiránico gobierno anterior.
 
Como última esperanza, podríamos esperar que lo que persigue con todos estos malabares políticos sea, como dijo en su última columna de Semana (La Tercera Vía) un extrañamente optimista Antonio Caballero,  que Santos quiere sustituir “el partido uribista de La U de extrema derecha por un reunificado Partido Liberal "de extremo centro": es decir, de derecha moderada.” Ojalá. Y aunque lo que nos presentan las noticias a diario no ofrece un futuro muy alentador, es mejor pensar eso y no pensar en resignarnos a acumular un nuevo monigote en nuestra bochornosa galería de Premios Nóbeles de Paz  frustrados, mientras el país se hace pedazos.