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La mancha amarilla de la selección Colombia

Semana
14 de octubre de 2012

 

 

Hoy es viernes, 6 a.m., viajo de mi pequeña ciudad, Santo Tomás de Villanueva, a Barranquilla, viajo en un autobús, que se detiene en cada pueblo que visita en la ruta a recoger y descargar pasajeros: Sabanagrande, Malambo, soledad, Barranquilla.

 

Cuando salgo de casa, lo primero que observo es la bandera de Colombia, alegrando la vivienda de enfrente. Entonces es cuando recuerdo que hoy juega la selección Colombia. Y debo confesar, en primer lugar, que el fútbol dejó de ser una pasión desbordante en mi vida. Me gusta la selección, pero no tanto, quizá porque soy muy austero existencialmente hablando. Hay otras cosas que me matan, un libro, por ejemplo, o el silencio de casa, o frases (aforismos) que le tuercen el pescuezo a la realidad, o poemas que le abren los ojos al alma. En fin, hoy juega la selección.

 

Cuando ingreso al autobús, lo primero que observo es la mancha amarilla, más de la mitad de los pasajeros, llevan puesta la camiseta de la selección Colombia; imagino que van para la universidad, algunos, otros para el trabajo. Desde jovencitas y gente adulta. Y en cada parada que realiza el aparato transportador, más gentes suben luciendo los colores de la selección. Es como si el mundo hubiese decidido rendirle un homenaje al color del sol, no al sol, que amenaza con chamuscarle la piel al mundo.

 

En Barranquilla, la mancha se expande entre los colores de los taxis y los trajes de la gente; este color ilumina la ciudad, le da otra energía, que se traduce en la alegría de la urbe. En el taxi que me conduce lentamente a la universidad, cuatro personas llevan el color de la selección, el único diferente soy yo; entonces me embarga un sentimiento raro, de anormalidad, y me pregunto extrañamente por qué. No es la primera vez que me ocurren estas cosas. En otras circunstancias, por ejemplo, me molesta el uso del himno nacional  para cualquier cosa y decido no levantarme del puesto para no entonarlo. Además, he terminado filtrando la concepción de patria, hasta reducirla a lo que es: tierra, aire y viento. No soldadesca ni gobierno.

 

En la universidad, el amarillo persiste en insuflarnos la alegría del triunfo, que se advierte en los rostros de las gentes, en la fuente rauda de los autos y en el color de la ciudad. El grito del gol, en esas horas de la mañana, todavía estaba ahogado en las gargantas de los aficionados. Las horas de clase estuvieron en cada minuto, sometidas a la presión excitante del partido. Llegamos a un acuerdo con la profesora: la jornada se prolongaría hasta la una de la tarde. Terminada la jornada académica, algunos salieron para el estadio y otros para casa, yo en este último grupo.

  

De regreso a Santo Tomás de Villanueva, observé que Barranquilla estaba más calmada, seguramente recogida en el Estadio Metropolitano, o en el vientre de cada vivienda de barrio. El viaje fue más rápido y el color amarillo persistía con terquedad en ser un símbolo del contagio y el futuro triunfo de la selección. Ahora, los que retornábamos a las fuentes de la seguridad familiar, deseábamos llegar justo a tiempo para verlo por la pantalla negra del televisor.

 

En mí ser, sin quererlo, había desaparecido el sosiego y terminé por engullir el almuerzo: la selección, como los deportistas de las olimpiadas de Londres, y como los mismos goles de falcao en España, habían hecho el milagro: otra vez me sentía plenamente colombiano y mi nacionalidad como bandera roja, se enarbolaba otra vez en mí pecho. El resto ustedes lo saben muy bien: Colombia ganó el viernes.