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EL FISCAL IMPLACABLE

En el centenario del nacimiento de Laureano Gómez, SEMANA reproduce un perfil escrito por Juan Lozano, a principios de los 40, cuando el caudillo conservador estremecía al parlamento con sus debates.

JUAN LOZANO Y LOZANO
27 de marzo de 1989

El doctor Laureano Gómez es una figura nacional, profundamente respetable y, en el fondo del ánimo renuente, por todos respetada... Este hombre es todo un hombre por la limpieza de su vida, por la energía de su carácter, por la amplitud de sus conocimientos, por su tenacidad benedictina, por su inflamado patriotismo, por su valor civil, por su palabra de oro. Es todo un hombre, sobre todo, porque lo sigue el pueblo. Y el pueblo lo sigue, porque él es la bella voz de ese descontento, de esa disconformidad, de esa rebeldía que contra los poderes establecidos y las situaciones creadas, sordamente se agitan en todo corazón humano.
Es extraordinaria la vitalidad de este hombre; nunca se le ha visto en la actitud táctica de la defensiva, sino en el más avanzado puesto de ataque. Tiene sus jaurías, que maneja con un gesto imperioso, y que lanza sobre el adversario en el momento oportuno; pero él personalmente hace el estrago, y cuando suelta sus sabuesos, es ya por los despojos. Desaparecidas, o ausentes, las grandes figuras de nuestro parlamento con las cuales ha partido el campo el doctor Gómez, en el Senado y en otras corporaciones electivas, también parecen otra jauría sus adversarios; se lanzan en grupos contra él, lo puyan, lo gritan, lo interpelan. Y él, ancho de espaldas, dominador, terrible y fulgurante, es, en toda ocasión, la figura central de la reyerta. Al verlo así en medio de la pugna he recordado muchas veces aquel grupo marmóreo de la escuela helenista que representa un toro poderoso, apenas contenido por veinte brazos humanos de músculos crispados por el esfuerzo y por la angustia. Laureano Gómez es el Toro Farneso de la democracia colombiana.
Enteramente consagrado a la vida política, sin negocios y sin ambiciones de otro orden, el doctor Gómez está en capacidad de dedicar a sus pedestres labores de fiscal de sus conciudadanos, un tiempo de que pocos disponen y una diligencia que a muy pocos seduce. Lleva el doctor Gómez a los debates en que interviene, que son casi todos, una minuciosa y vehemente preparación que es precioso elemento de superioridad en la arena parlamentaria. El se prepara para cada sesión de las asambleas públicas, como se prepara para el examen final un buen alumno. Se trata siempre de acusar algo o a alguno; y como, al decir del aforismo romano, Onis probandi, in cumbit actore, el doctor Gómez se presenta armado de un arsenal de documentos. Se sospecha, por ejemplo, de la honorabilidad de algún empleado público, y la iniciativa de la acusación, parte, naturalmente, del doctor Laureano Gómez. Pero para ello, este paciente político se ha ya constituído con prudente antelación y por su cuenta y riesgo, funcionario instructor de la causa. Ha mantenido sabuesos en todas las oficinas públicas, que para él sustraen documentos, que le copian expedientes enteros, que si el caso llega, toman para uso del jefe fotografías e impresiones digitales. Uno de sus aláteres especialistas le prepara el estudio jurídico correspondiente, otro el dictamen técnico, otro le procura una completa biografía del sindicado. Toma el doctor Gómez con anterioridad a la tenida pública todas las providencias conducentes al debate, formidablemente apertrechado. A algunos de sus colegas de parlamento se les hace duro pensar que el funcionario acusado, a quien conocen por persona normal y acaso distinguida, pueda ser responsable de tan negras abominaciones; pero, ¿cómo enfrentarse contra el arsenal del doctor Gómez? Para ello habría necesidad de un expediente de tendencia opuesta; habría que sacar copias, tomar declaraciones, descifrar palimpsestos, manejar perros de presa; y pocos ciudadanos tienen el agrado de estas actividades policíacas, ni el tiempo para llevarlas a término. Y el funcionario queda condenado ante la opinión sin que se le haya oído; el doctor Gómez obtiene una resonante victoria, y la galería goza y aplaude lo indecible.
No hay que pensar, sin embargo, que es el solo culto del escándalo lo que da popularidad y fuerza al doctor Gómez, y lo que le procura tan sonados triunfos. Es que además de ello, este virulento parlamentario representa una gran fuerza moral por su honradez personal, una gran fuerza social por sus dotes de orador excelso, una gran fuerza civil por la impavidez de sus desplantes. Decir las cosas más amargas, contra los hombres más sustantivos, en los momentos más inoportunos, es empresa que requiere un vasto acopio de coraje público, que place a las multitudes. Decir esas cosas con una vibración apasionada, con una sonora voz inagotable, con un torrencial de influencias y argumentos, es algo que impresiona profundamente, porque la elocuencia es el más poderoso y subyugante de los atributos apolineos. Y esperar tranquilamente el contraataque, que no podrá referirse nunca a las propias actividades deshonestas, es circunstancia que confiere eso que llaman posesión de sí mismo, y que es condición primaria para poseer a los demás.
Y en esta línea de ideas, qué hombre formidable es el doctor Laureano Gómez. Sería la figura representativa de cualquier parlamento del mundo en que estuviese. Sentado en su pupitre desde antes de abrirse las sesiones, mientras sus compañeros se despojan del sobretodo, abren el pupitre, leen el periódico, él sigue con el oído atento, sin pestañear los grandes ojos redondos, la lectura del acta los negocios sustanciados por la presidencia. Estos últimos son generalmente memoriales, solicitudes, quejas, notas de cortesía, que pasan automáticamente a las comisiones reglamentarias, y en las que nadie para mientes. Sólo el diputado, el representante, el senador Laureano Gómez. "Señor secretario, sírvase repetir ese párrafo". "Que esa comunicación se tenga en cuenta, para cuando se debata tal asunto". "Que se nombre una comisión especial para que estudie tal asunto". Empiezan luego a debatirse los proyectos y en todos interviene, sobre todos se hace informar, ya se trate de lo divino o de lo humano. Luego se levanta: "Pido la palabra, señor presidente".
Los diputados todos dejan la lectura, cierran el pupitre, giran el cuerpo frente al orador, para mejor mirarlo. Se hace un silencio sepulcral en las barras. Comienza el espectáculo. Y empieza, desde la primera palabra, la diatriba, no importa cuál sea el tema. No es variado ni selecto el vocabula rio del doctor Gómez; pero en sus palabras hay convicción, hay emoción hay energía, hay violencia. El gesto se va haciendo por momentos más amplio, más contundente la argumentación, invariablemente sofística. Alguien lo interpela, y él no deja terminar al interpelante. Le completa él mismo el argumento, e instantáneamente lo refuta, con lucidez mental admirable con otro argumento ya formado, ya coherente, ya henchido de saña o de veneno. Es un espectácula magnífico, es una magnífica diatriba.
Y el auditorio está cautivo de esa actitud arrogante, de esa catarata de palabras, de esa voz que, como la que elogiaba el poeta, tiene timbres al par de oro y de acero, como un damasquinado toledano.
Posee el doctor Gómez, en su amplitud soberbia, el don de la palabra; sabe lo que vale la palabra; y sabe que en la palabra está su fuerza. Si alguien, irritado hasta el paroxismo por sus dicterios, le lanzara una bofetada, él se limpiaría el rostro, y continuaría hablando con belleza acrecida por una nota más alta de vehemencia. Un hombre asi es incontrastable. ¿Qué tribuno del pueblo fue aquel cuyo retrato cuelga de uno de los muros del Palazzo Vecchio? No recuerdo su nombre, pero si su historia. Complicado en la conjuración de los Pazzi, fue llevado a la horca por orden del Gran Duca. Habló al pueblo florentino desde la plataforma del cadalso, pero su voz fue ahogada por el nudo homicida. Se agitaba ya como un péndulo en los aires cuando se reventó la cuerda y cayó a tierra. Mientras le preparaban un dogal más fuerte, habló de nuevo al pueblo. Luego, con propia mano se ató la soga al cuello.