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El otro Baltasar

El juez Garzón mostró en el Cauca su faceta desconocida como amigo solidario de los pueblos indígenas latinoamericanos.

16 de julio de 2001

Cuando sean grandes los niños paeces de Toribío podrán contarles a sus hijos y a sus nietos la historia del extranjero que visitó su resguardo del norte del Cauca a comienzos de junio de 2001. Les dirán que se llamaba Baltasar, como el rey mago, se apellidaba Garzón, era español y no dormía sino tres horas. Que era alto y robusto, usaba gafas y que su pelo peinado hacia atrás comenzaba a llenarse de canas. Les contarán del recibimiento de héroe que le dieron a este juez, no por haber procesado al general chileno Augusto Pinochet o tener contra las cuerdas a militares responsables de desapariciones en Argentina, sino por haber querido conocer el rincón de Colombia donde han vivido, pero sobre todo donde trataron de ser felices.

Los paeces recordarán que Garzón recorrió en una buseta, impecablemente vestido de paño y cantando trozos de las óperas que ama, la trocha que serpentea la cordillera Central hasta su pueblo. Podrán decir que en los ojos del juez no había temor por los desfiladeros profundos o las parejas de guerrilleros que custodiaban ciertos tramos de la vía. Dirán, en cambio, que los ojos de este hombre reflejaban una profunda emoción cuando observaban los cultivos de maíz y plátano aferrados a las laderas de la montaña o cuando eran atraídos por los colores de las flores y la exuberancia de los árboles que bordean la carretera.

Los indígenas podrán contar también que este juez cantó el poema Los Andaluces, de Miguel Hernández, una noche de luna llena, sentado en una silla de piedra bajo una acacia del parque. Se animó a cantar, no tanto por la chicha de maíz que con generosidad le ofrecieron sus anfitriones sino por la nostalgia de su tierra que le despertó el paisaje. Nostalgia de Torres, el pueblito de 2.000 personas donde nació, ubicado en la provincia de Jaén, en la comunidad de Andalucía, al sur de España.

En el campo el juez recordó un consejo de su padre, un hombre de una cultura elemental que con sabiduría le decía “si andas más rápido te cansas menos”, y por eso caminó a buen paso por entre los cultivos y los establos, armado del tallo aún verde de una mata de forraje. Y allí, en medio de la naturaleza, los paeces comprobaron, y así lo contarán por años, que Garzón no exageraba cuando decía “soy más del campo que un arao”.

Sin pretensión habló de las razas de ganado y de cerdo, de un conejo llamado Sócrates que regaló hace poco, del abono orgánico, de lo sabroso que es el diente de león y que él llama serrajes, del gusto que comparte con su esposa María del Rosario por la biología, del tamaño de las carpas de los estanques piscícolas, del problema de las vacas locas en Europa y de la morera. Así se llama la planta con la que se siembra el gusano de seda y que el juez tocó con delicadeza como si quisiera proteger con ese movimiento el recuerdo de cuando él se dedicaba a esta actividad en su tierra natal. Los paeces podrán contar más cosas del juez pero siempre será bueno terminar con las palabras que pensó en voz alta mientras contemplaba las aguas del río San Francisco, y que son el mejor elogio para este pueblo: “Un microcosmos casi paradisíaco es lo que hay aquí”.