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SHAKESPEARE VS. LA MERMELADA

De cómo el cronista estrella de "El Tiempo" es en realidad topógrafo titulado.

22 de noviembre de 1982

Germán Santamaría afirma sin pestañear que conoció la mermelada hace apenas ocho años. Es posible que ello no sea cierto, pero en todo caso no significa desdoro. Significa que Shakespeare y la épica y la violencia y la soledad y el calor y los largos caminos de los llanos del Tolima, estuvieron antes que la mermelada en la vereda de El Líbano donde nació.
Allí no había la más remota posibilidad de que llegara mermelada --apenas, dulce de guayaba-- pero sí suplementos de periódicos ensangrentados que venían entre la carne traída a lomo de mula, y envuelta en helechos desde los pueblos. Así, por un azar, a ese hombre pequeño, de facciones finas y el color desvaído de los calentanos que es Germán, se le cambiaron los cables del destino. En lugar de convertirse en un finquero con beneficio de café y trapiche terminó, inexplicablemente, como cronista viajero del diario "El Tiempo". Y ahora escribe, entre crónica y crónica, una copiosa novela sobre la guerra y el fin del siglo y la provincia, cuyos protagonistas son su propio abuelo, un hombre que tenía las piernas marcadas con cicatrices de tiros, y su abuela, una mujer que atravesó la cordillera con una "Singer" al hombro y murio de pie, agarrada a una viga de su casa en el Tolima.
Todas esas historias de sangre y dureza y hazañas inconmensurables que él cuenta y escribe y algunas veces vivió, no tienen nada que ver con el propio Germán. Es un hombre tímido, casi pusilánime que, sin embargo, tiene la suficiente valentía para confesarlo públicamente, por escrito.
Posee un peculiar prisma para observar la vida, que le ha permitido publicar, sin el menor pudor, que estuvo a punto de orinarse de miedo en Beirut y de llorar de la dicha en Bagdad, cuando avistó el río del paraíso, el Tigris.
Y precisamente eso, que pueda escribir en las sagradas páginas de "El Tiempo" que estuvo al borde de orinarse, al lado de las más insólitas y hermosas metáforas del periodismo nacional, es lo que lo convierte en una "rara avis" de la profesión.
A pesar de todo ésto, Germán Santamaría no se considera un buen periodista, ni siquiera un buen reportero, en el sentido clásico de esas palabras. Compitiendo con cualquier redactor de una agencia de prensa por hacer el "lead" de una noticia, Santamaría saldría estruendosamente derrotado. Al contrario de lo que podría pensarse, tal situación no le preocupa.
Su periodismo es esencialmente subjetivo, personalista. Y gracias a las herramientas del escritor que hay dentro de él, puede llevar sus crónicas mucho más allá del texto vertical y riguroso de una nota que pueda llegar por cable desde Beirut, por ejemplo. Sus crónicas trascienden incluso esa condición del periodismo que se llama actualidad, y se hacen textos permanentes.
"Como leprosa serpiente, el río Bogotá se desliza...", rezaba el "lead" de la primera crónica que escribió en "El Tiempo", en febrero del año 78. Germán Santamaría necesitó doce años de literatura, dos premios de cuento y casi treinta años de recuerdos de los cafetales de su familia, para escribir esa frase, que no tenía nada que ver con las normas tradicionales del periodismo. Esa primera crónica, escrita con minuciosidad de relojero, le valió su primer premio nacional de periodismo. Y aún entonces no sabía que existía un neoyorkino llamado Gay Talese y conocía apenas de oído a otro llamado Tom Wolfe y estaba indignado porque Norman Mailer abandonaba la literatura por inmensas crónicas de mil páginas sobre hechos absolutamente reales, más asombrosos que cualquier ficción.
Germán Santamaría hizo todo lo posible por evitar su destino literario. Incluso llegó a cursar dos semestres de topografía y dos de ingeniería forestal, en Ibagué. Convencido de que la literatura no le produciría ni lástima, se convirtió en topógrafo titulado, pero jamás se ha ganado un peso sin ayuda de la máquina de escribir. Sin embargo, entre sus muchas habilidades se cuenta la de mensurar un terreno con ayuda del teodolito, la de distinguir las especies de un bosque tropical de las de un bosque andino, las de cargar y cinchar una mula --mal que bien, pero mejor que un pulcro habitante de ciudad--, las de moler caña y fabricar panela en horno de cinco fondos y, por último, la de descerezar el café. Todas ellas, aprendidas en las estancias agrícolas de sus tíos durante su infancia, no son obstáculo para que Santamaría sea el colombiano que mejor conoce la obra de Hemingway, a tal punto que en una ocasión estuvo al borde de quebrar el famoso programa "Veinte mil pesos por sus respuestas" sobre ese tema, cuando veinte mil pesos bien podrían valer una respuesta.
La historia de los acontecimientos que cambiaron el destino de Germán Santamaría tiene un poco de esa dicotomía faulkneriana del granjero-escritor. La cadena de hechos que le impidió reforestar los bosques que tumbaron sus abuelos o cultivar técnicamente las tierras lejanas que iba a heredar, empezó muy temprano, cuando tenía menos de cinco años. Era la época más dura de "La Violencia" y Germán, que había nacido en su epicentro mismo, se la encontró repentinamente, cruzando un páramo en la grupa del caballo de su tío, que huía de los policías hacia El Líbano. Allí entre la niebla, vio los cadáveres, negros de sangre y todavía tibios, de decenas de campesinos recién asesinados.
Como testigos fantasmales, en los árboles colgaban las camisas de los muertos. Cuentan que meses después se cavó allí una fosa común y se declaró camposanto. Las camisas permanecieron colgadas hasta que se deshicieron. Ese recuerdo, que lo marcaría para siempre, le sirvió a Santamaría para ganarse su primer premio literario de cuento, cuando estaba en cuarto de bachillerato.
De camino a un aserrío que quedaba en el monte, su padre lo dejaba todos los días en una escuela rural, situada a una hora de camino de la pequeña finca de Yaspá, donde vivía. Después, cabalgaría diariamente hasta la escuela de El Líbano. Alternó así la lectura del "Cuento del domingo" que traía el suplemento de "El Tiempo" con la obra de los mejores escritores colombianos de la época, con la molienda de azúcar en los fundos de sus tíos. Y esa doble vida, robándose libros de historia griega para leerlos febrilmente al anochecer después de aprender a batir el "melao" de la panela, continuó casi hasta su adultez, cuando la vida lo definió un poco a la fuerza.
AL PERIODISMO POR LA LECHE DE SUS HIJAS
Como un Don Quijote, Santamaría se enfermó de leer. Leyó, después de los libros griegos robados, a los rusos, a los franceses del siglo XIX, a los epigramáticos latinos, a los nuevos norteamericanos, al siglo de oro, a los románticos... desordenada, copiosamente. Leyó tanto que sentía mareos y dolores. Entonces, quiso abdicar de su vocación y empezó a estudiar topografía. Pero en la universidad ibaguereña andaba más con los poetas principiantes y los pichones de escritores que con sus compañeros de facultad. Hizo periódicos universitarios, poemas, cuentos y hasta tuvo algunas veleidades políticas con la izquierda. Pero no pudo huir de su destino; se casó y entró a trabajar como cronista de "El Cronista", diario de Ibagué cuyos pocos miles de ejemplares empezaron a agotarse por primera vez desde su fundación, cuando Santamaría le mezcló todo su bagaje literario a sus escritos sobre hechos de actualidad. Tal vez fue su mejor época, la más libre y más fluída, pero de la que quedan pocos rastros.
Escribió entonces --también- un libro de cuentos sobre el Tolima llamado "Los días del calor" y se ganó un premio latinoamericano de cuenta otorgado por Casa de las Américas.
Más tarde escribiría "Amorcito Case", cuento sobre el desplazamiento de los trabajadores en los arrozales, retratado a través de una trilladora marca "Case" en cuya pintura alguien había rasguñado la palabra "amorcito". Así, se ganó el premio nacional de cuento y escribió también la historia del hombre que vendió todo por montarse en un avión que veía pasar todos los días y cuya mujer no hubiera volado por todo el oro del mundo, personajes éstos que no eran sino sus propios abuelos.
Sí. Para Santamaría --y para un buen grupo de narradores-periodistas--, es tan épico el entrenamiento de un ciclista que se va en bicicleta a Cali en dos días, como la defensa de las Termópilas. Santamaría canta en sus crónicas, como un juglar de la antiguedad, a la vida rural, a las montañas, a los soldados, a los muertos, al pasado, a la fuerza de los hechos. Es una mezcla de poesía y tragedia, que magnifica los hechos y que desnuda una realidad cubierta por su propia evidencia: la aventura del hombre, la aventura de vivir.
Todo esto puede sonar rimbombante, o por lo menos grandilocuente, pero es que así es Santamaría. Ello no obsta para que también sus crónicas tengan crudeza o ternura o dulzura, según el caso. Porque ese nuevo periodismo, subjetivo, de sentimiento y visión personal, tiene infinitos estilos y maneras y variantes. Mezcla ficción y realidad, aplicando a la segunda las técnicas de la primera, hasta lograr una estética narrativa en el periodismo.
Una crónica sobre Ambalema, publicada en la revista "Diners", llevó a Santamaría a "El Tiempo" . Ya antes había llegado a Bogotá, como redactor de una revista que sobre temas agropecuarios sacó el Incora. Fueron años duros, para él y para su esposa Nelly.
Ese primer artículo de la leprosa serpiente, escrito contra viento y marea, marcó el comienzo de una nueva época. Santamaría tuvo que mentir para poder terminarlo. Inventó que un perro rabioso lo había mordido. Así no lo enviaron a cubrir un aburrido congreso de ganaderos en Yopal y pudo encerrarse a trabajarlo.
Posteriormente, ha hecho muchos de sus temas clandestinamente, a espaldas del subdirector, Enrique Santos Castillo, y con la anuencia de su sobrino, Rafael Santos.
Después de darle la vuelta al país varias veces, de repetir los viajes de los arrieros descendiendo al llano en mula, y de cubrir los acontecimientos de magnitud bajo su particular ojo periodístico, Santamaría se convirtió en enviado especial de "El Tiempo" en cada lugar del mundo donde hay un acontecimiento de importancia. En París, Santamaría, con su hablar rápido, su voz aguda y su permanente manía de frotarse las manos, conoció a Gabo. Y se asombró tanto que al despedirse, empezó a cruzar una calle mirando a Gabo, sin ver que un bus lo iba a aplastar. Gabo lo tomó por el cuello, lo tiró hacia atrás y le dijo, mientras se alejaba a pie: "ahora me debes la vida" .
Ese sencillo personaje que vive en un barrio de casas en serie, entre contabilistas que manejan Renault-4 como él, tiene una vida repleta de anécdotas así. Pero nadie las conoce.
Es posible que Santamaría, que aún recurre a la imagen de la mermelada para mostrar su origen humilde, no tenga conciencia de su propia dimensión. Las malas lenguas dicen que el único negocio que lo haría cambiar su condición de cronista de "El Tiempo" es el periódico de García Márquez. Así fracasara. "Quebrar con Gabo, quebrar con Gabo", como él mismo dice, tendría una dimensión mayúscula. Aunque tal vez después de la quiebra dejaría de hablar rápido y de frotarse las manos. Pero entonces no sería ya más Santamaría, el cronista nieto de arrieros.