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ZEA, EL LIBERAL

Como homenaje a Germán Zea Hernández, SEMANA publica un reciente texto del nuevo ministro de Comunicaciones sobre la figura del dirigente liberal fallecido el miércoles pasado.

CARLOS LEMOS SIMMONDS
13 de marzo de 1989

Cuando, a mediados de 1984, se volvió a hablar en Colombia del Concordato recordé que la más brillante exposición sobre el asunto la había hecho, diez años antes, Germán Zea en el Senado de la República. En esa época aspiraba yo a ser elegido representante a la Cámara, como en efecto lo fui meses después, y previendo que a la corporación le correspondería dirimir la vieja polémica entre adversarios y partidarios del Convenio, conseguí la versión taquigráfica de esa intervención memorable y la leí muchas veces, en cada ocasión más convencido de que no se podía decir sobre el tema, al menos desde el punto de vista de innumerables liberales colombianos, nada más apropiado, más exacto y mejor dicho.
Desafortunadamente en el 84, cuando quise releer ese discurso, ya no lo hallé entre mis papeles y lamenté, al igual que muchas otras veces, que Germán Zea no lo hubiera recogido, con tantos otros documentos suyos de idéntico valor conceptual y estilístico, en un libro que pudieran consultar quienes quisieran orientar sus propias acciones teniendo como punto de referencia las de una de las más honorables figuras de la política colombiana.
Ahora me corresponde hacer de prologuista de ese viejo anhelo y eso me alegra porque aquí quedan, para futura memoria y satisfacción intelectual de los colombianos, opiniones, afirmaciones, advertencias y reparos que harían bien en tener en cuenta quienes incurran en la equivocación de creer que se puede correr con éxito en la vida pública sin tener una sola idea en la cabeza.
Naturalmente, con esto no quiero decir que el autor de estos textos sea un teórico abstraído que a base de decir cosas originales se ha colocado, desde hace cincuenta años, en el primer plano de la política nacional y en lugar nada secundario en la internacional. Germán Zea no es la encarnación de la originalidad, que en Colombia suele confundirse frecuentemente con la afectación o con el esnobismo. Por el contrario, es la imagen misma del sentido común, tan necesario en un país en donde la política a veces no suele tener sentido. Su mayor mérito ha consistido en decir cosas sensatas con el valor indispensable para sostenerlas precisamente en aquellos momentos en los que el grueso de la opinión resolvía hacer necedades y las hacía, en efecto.
Basta recordar su voto solitario en contra de la decisión, de otra manera unánime, de una Convención Liberal, la de 1944, que con trágica ligereza aplaudió la interpretación equivocada que el gobierno del presidente López Pumarejo le dio al artículo 121 de la Constitución. El propio Germán Zea narra así ese episodio que, en esencia, no fue otra cosa que la aprobación entusiasta a un acto de originalidad inmensamente costoso para la República: "A raíz del golpe militar efectuado en Pasto contra el presidente López Pumarejo en 1944, tuve que asumir una actitud de independencia frente al gobierno liberal de entonces. Porque quienes dentro de ese gobierno consideraron que debian tomarse medidas urgentes de carácter legislativo para restablecer la paz apelaron a una interpretación demasiado amplia y peligrosa del articulo 121 de la Constitución Nacional sobre el estado de sitio. (...) A raíz de todo aquello se reunió una Convención Liberal Nacional cuyo objeto era otorgarle al gobierno el respaldo amplio del partido para las medidas que habia tomado. Ante esa asamblea formulé mis reservas a esa conducta del gobierno y expresé, en una actitud solitaria, mis razones contra la interpretación que se había dado al articulo 121 de la Carta. En ese momento en que se votó la proposición de respaldo al gobierno pedi la verificación. Hubo 211 votos afirmativos contra uno negativo que fue el mio y así la hice constar. Todos nosotros recordamos lo que fue esa interpretación desatinada que el gobierno liberal dio entonces de nuestra Carta y que sirvió como antecedente para que con la misma interpretación se desmoronara más tarde, después del 9 de noviembre de 1949, el régimen jurídico en Colombia. Y que sufriera el país la época más amarga y dura de nuestra historia".
Ni qué decir que el único que vio claro en esa asamblea entusiasta fue el derrotado, porque mantuvo la cabeza fría y no careció de la entereza necesaria para advertir y denunciar una grave contradicción a los principios liberales, ahí en donde los demás -liberales como él- creían refrendar una asombrosa demostración de perspicacia política.(...)
Cuando por esa tronera institucional se precipitó sobre el país la borrasca de los gobiernos despóticos, Germán Zea no se limitó a lamentar una situación que había previsto sino que la combatió y no de cualquier manera. Otro, en su lugar, se habría resignado a soportar con estoicismo las privaciones intelectuales y materiales que sufrían, casi sin excepción, las gentes afiliadas al liberalismo y a esperar tiempos mejores. El, en cambio, como dijo Juan Lozano, "expuso su pellejo y la virtud y el pellejo de todas las señoras de su casa " y se convirtió en divulgador clandestino y arrojado de las ideas que en la época de las libertades sin límites de la Segunda República Liberal había defendido con brillo en el Congreso o puesto en práctica, con eficacia, desde el gobierno. En el lugar más escondido de su hogar, vigilado por el detectivismo, se grababan los mensajes de resistencia y de aliento que luego difundía una emisora clandestina, y se redactaban las consignas que el mimeográfo reproducía a manera de sigilosa constancia de que el Partido Liberal no estaba muerto.(...)
Porque Germán Zea es fundamentalmente eso: un liberal en todo cuanto de abierto, de indulgente, de valeroso y de limpio encierra el término. Lo es en las buenas maneras, una virtud que se olvida en estos tiempos que la vulgaridad ha colonizado y en los cuales la plebeyez en el lenguaje, en los ademanes, en el comportamiento diario se toma por prueba de ingenio. Zea Hernández jamás ha ofendido a nadie. Muchas veces, como alcalde, como ministro, como delegatario de funciones presidenciales, como jefe político ha tenido que ser enérgico y tomar decisiones o producir actos de autoridad que han contrariado a muchos. Pero nunca lo ha hecho dejando en quienes han estado en desacuerdo con él, la sensación de haber sido atropellados o desairados siquiera.
Tal vez por eso tuvo tan buen suceso como diplomático. Sus discursos, primero como embajador y luego como canciller, ante las Naciones Unidas o en esas ocasiones ceremoniales en las que, dentro de la cortesía más exquisita, se dicen cosas esenciales pero que en otro ambiente se tomarían por impertinencias, son ejemplares y por supuesto, francamente liberales. Así, verbigracia, cuando se opone al privilegio del veto, consagrado en San Francisco en beneficio de las potencias victoriosas en la Segunda Guerra Mundial, y lo califica como un arrogante desafío a los principios de la igualdad jurídica entre las naciones y a la democracia internacional. O, sobre todo, cuando propone que la Organización se convierta en un foro verdaderamente universal en el que puedan hablar, contra los abusos de los gobiernos opresores, los pueblos oprimidos.
Es liberal también cuando, sin perjuicio de haber contribuido en forma decisiva a la conformación del Frente Nacional, previene a los partidos, ante un auditorio compuesto casi todo por personas que militan en uno distinto al suyo, sobre los peligros de que el sistema se prolongue más allá del término previsto y las grandes colectividades históricas caigan en la tentación de convertir a Colombia en una democracia mentirosa controlada por un partido único.
Y es liberal, en fin, en cada actitud de su vida; dentro o fuera del gobierno; cuando adelanta un debate fragoroso en el Parlamento o lo enfrenta y cuando conversa en los salones con señoras impertinentemente bellas y con caballeros sencillamente impertinentes; cuando está ante las multitudes o cuando desliza discretamente su incomparable don de consejo en el oído arisco de gobernantes y estadistas; cuando atiende en su casa como un espléndido anfitrión o cuando recibe el sencillo homenaje del pan y de los claveles rojos en las de los humildes.