Un drama que no termina

La violencia ha cambiado la vida de millones de colombianos que de forma repentina tienen que dejarlo todo y buscar refugio en el anonimato de las capitales. Sus condiciones son peores que las de la indigencia. Estas son algunas de sus historias.

13 de septiembre de 2008

“Vamos saliendo adelante”

La caña flecha es un junco con el que los indígenas zenúes de Córdoba tejen sombreros y manillas. Teodoro Peña conoce ese arte y se ha aferrado a él desde que hace un año llegó a Bogotá con una mano adelante y la otra atrás. Fue desplazado por las Águilas Negras de su parcela en Arjona (Bolívar), donde vivía de la agricultura. Lo expulsaron por ser el líder de una agremiación campesina que buscaba trabajar proyectos colectivos. Por esa actitud ‘sospechosa’ lo señalaron de colaborar con la guerrilla. No tuvo más escapatoria que irse para siempre. Llegó a la capital y como la mayoría de los desplazados pasó su primera noche en la terminal de transporte y las siguientes en un albergue. También, como la mayoría, se presentó en las oficinas de Acción Social en busca de auxilio inmediato y de un capital para arrancar un negocio. Al cabo de un mes le dieron lo primero y un año después lo sorprendieron con un millón y medio de pesos para su negocio. Cuando le desembolsaron el dinero debía varios meses de arriendo. Siguiendo los pasos de miles de desplazados se había instalado en Caracolí, un barrio en el extremo de Ciudad Bolívar. Teodoro, su esposa y sus ocho hijos –que llegaron dos meses después que él– ocuparon una casita por la que pagan 150.000 pesos de arriendo. Con el millón que le quedó después de pagar deudas, compró caña flecha y una vitrina en la que exhibe sus artesanías. Ha ido ganando clientela. En un mes bueno puede vender más de un millón de pesos y le queda el 50 por ciento de ganancia. “Mis dos hijos mayores de 15 y 16 años están validando el bachillerato y los cinco pequeñines están en el jardín, o sea que los tengo a todos estudiando. Ahí vamos saliendo adelante”.

“De la gente recibimos ayuda, del gobierno un papel”

Andrés Betancourt tiene 22 años y no piensa en el mañana. No puede. Cada día se levanta con la preocupación de conseguir 15.000 pesos para sobrevivir en Bogotá con su esposa Carolina, de 20, y sus tres hijos: de 5 meses, 2 y 3 años. Por ocupar una ‘piecita’ en un hotel en ruinas al sur le cobran 6.000 pesos y los 9.000 restantes los gasta en la comida de la familia. “Gracias a Dios casi siempre me hago los 15.000, pero a veces llego a 25.000”, dice. La fórmula es subirse a los buses con su prole y allí contar su infortunio. Él y su familia vivían tranquilos en San José de Arama (Meta). “No éramos ricos pero tampoco nos faltaba nada”, explica antes de contar lo que parece una historia conocida: las Farc les ordenaron vincularse a la lucha armada, mataron a dos jóvenes para que se notara que hablaban en serio y les dieron dos días para subir a la montaña. Andrés se dio mañas para escapar. Tras tomar varias flotas llegó a Bogotá. A los pocos días su esposa hizo lo propio. Desde hace siete meses están todos acá. Después de varios albergues transitorios terminaron en el hotel derruido. Se cansaron de ir a las oficinas de Acción Social, pues después de tres semanas de visitas sólo lograron dos mercados y un papel que certifica que sí son desplazados. Ese papel se lo muestran a los incrédulos que viajan en los buses, en los que Andrés se sube a contar su historia con la esperanza de juntar los 15.000 para seguir sobreviviendo en una tierra extraña.


“Mi hija por un mercado”

Henry no podía creer que se les hubiera aparecido un ‘ángel benefactor’, que al final resultó ser lo contrario. Desde que él, su esposa y sus ocho hijos se desplazaron hace cuatro años de Castillo (Meta), por amenazas de las autodefensas, este campesino sobrevivía en Bogotá casi de la caridad. Por eso le causó sorpresa que una mujer se le acercara y le dijera que trabajaba en una ONG que ayudaba a desplazados. Al día siguiente la mujer los visitó en la habitación en la que vivían en Usme, y les obsequió un primer mercado. Tras convencerlos de que podía ayudarlos con más comida y con salud, los citó al otro día en el centro de la ciudad. Allí la mujer les dijo que aguardaran en la calle, mientras ella verificaba si los médicos tenían muchos turnos, y se adentró en las instalaciones del hotel cargando en los brazos a la menor de la familia: una bebé de apenas 2 meses. Al cabo de un rato de espera, presintieron lo peor. Buscaron a un policía y le comentaron la situación. Éste verificó que en el hotel no funcionaba ninguna ONG y alertó a todos los agentes en la zona sobre el rapto de la bebé. A pesar del despliegue no se pudo encontrar la bebe. El caso era tan inaudito e indignante que la prensa se dedicó a publicitar ampliamente el drama de esta familia desplazada por la violencia rural y desgarrada por la criminalidad urbana. Al quinto día la niña apareció abandonada en un hotel de Armenia, sin daño alguno y pasaron de nuevo a ser uno de los tantos grupos de desplazados que se aposta anónimo en alguna esquina de la ciudad.

Desplazados por partida doble

Sandra Jiménez, de 26 años, y William Montoya, de 28 años, aún les cuesta entender lo rápido que cambia la vida. Se conocieron en un paseo del colegio a Cartagena, cuando ella tenía 15 años y el 17. Se enamoraron y se fueron a vivir a Cali, donde él montó un taller de motos que les permitía vivir modestamente, pero sin problemas. Un día decidieron irse a vivir a la vereda Las Cruces, cerca a Cajibío (Cauca), a una finca de la madre de Sandra. La tierra tenía 127 hectáreas, donde había cultivos de cachama, plátano y tenían pollos para engorde. Allí vivieron siete años y tuvieron a sus seis hijos. En agosto de 2007 tuvieron que salir de allí por los continuos combates entre paramilitares y guerrilla, sumado a los bombardeos del Ejército. De ahí salieron a Medellín donde recibieron un subsidio del Estado de 330.000 pesos, de los cuales debían pagarles 250.000 a las Águilas Negras por venir de una zona guerrillera. Cuando no aguantaron más presiones, viajaron y se ubicaron al sur de Bogotá, donde siguen a la espera de que la vida les cambie para bien, de un momento a otro.


Desterrado y malherido

Como José Ortiz no abandonaba su parcela en Caquetá, la guerrilla le puso una mina antipersona en la entrada. Un día cuando regresaba le detonó bajo su pierna derecha. Él agradece a Dios que no le explotó a ninguno de sus dos hijos con quienes cultivaba esa porción de tierra de 170 hectáreas que adquirió con esfuerzo hace cuatro años. “La pierna me quedó vuelta pedazos pero entera”, recuerda. Fue a Neiva, donde lo hospitalizaron dos meses. Allí las Farc le enviaron un mensaje con sus hijos: “que si los volvían a ver los fusilarían”. Él envió a los menores para donde su ex esposa y continuó su calvario solo. Hace tres meses llegó a Bogotá apoyado por un organismo internacional que le está ayudando para que recupere su pie con un tratamiento médico que es su última esperanza. Si no funciona, se lo tendrán que amputar. Si todo marcha bien, en seis meses los huesos se encontrarán de nuevo. Entre tanto, José recurre a las muletas para ir a la oficina de Acción Social a solicitar algún auxilio. El tiempo que lleva luchando por recuperar su pierna le enseñó que “uno como desplazado pierde todo lo que hizo en la vida. Todo, ¿me entiende?”.