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Donald Trump, el antipersonaje del año

La elección del magnate como presidente de los Estados Unidos fue un accidente histórico. Las consecuencias apenas comienzan a verse.

16 de diciembre de 2017

El triunfo del actual presidente de Estados Unidos es difícil de explicar. En ese país hay docenas de personas con trayectoria y experiencia para llegar a la Casa Blanca. Trump, fuera de no tener ninguna de esas condiciones, no era considerado más que un magnate vulgar, dado a las prácticas comerciales dudosas, las quiebras ficticias, el autobombo y la exageración.

El día que se lanzó a la Presidencia la reacción unánime fue que se trataba de un chiste. Sin embargo, sorprendió que pudiera derrotar en las primarias a 11 pesos pesados del Partido Republicano. Aun así, parecía imposible que pudiera ganarle a Hillary Clinton, quien no solo tenía una hoja de vida presidenciable, sino que también le llevaba una ventaja de 10 puntos en las encuestas 20 días antes de las elecciones. ¿Cómo pudo haber sucedido esto?

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La explicación está en el complejo sistema electoral norteamericano, en el cual el que tiene más votos populares no necesariamente gana la Presidencia. A pesar de que Hillary superó a Trump por 3 millones, el bizantino mecanismo del Colegio Electoral lo catapultó a la Casa Blanca.

Como presidente, Trump ha roto todos los esquemas tradicionales. Es el único que nunca había tenido un cargo público. Es el único que ofendió a los latinos, a los musulmanes, a los judíos, a los negros, etcétera. Es el único que se amangualó con los rusos en las elecciones para desacreditar a su rival. Es el único que ha gobernado por Twitter. Es el único que cree que el cambio climático es una farsa. Es el único que se ha negado a hacer pública su declaración de impuestos.

Como presidente, Trump ha roto todos los esquemas tradicionales.

Y en el plano estrictamente personal también ha abierto trocha. Es el único presidente que se ha casado tres veces. Es el único cuya esposa ha aparecido totalmente desnuda en múltiples publicaciones. Y como si esto fuera poco, es definitivamente el único que ha sido grabado diciéndole a un periodista “los famosos podemos coger a las mujeres por donde queramos” (el original en inglés es más explícito: “You can grab them by the pussy”).

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Eso para no mencionar sus prácticas nepotistas, que haya llenado su gabinete de oligarcas y que sus hijos se estén enriqueciendo con negocios con posibles conflictos de interés.

En resumen, dado su prontuario como acosador sexual y hombre de negocios turbio, Trump difícilmente podría haber sido contratado para un cargo intermedio en un banco o en un almacén. Y, sin embargo, llegó a convertirse en el primer mandatario de la nación más poderosa del mundo.

Su inexplicable llegada a la Casa Blanca no ha estado exenta de consecuencias. Desde que se posesionó a mediados de enero de este año, el presidente de Estados Unidos ha hecho más por minar el prestigio de su país que cualquier agente o potencia extranjera. Por fuera de sus fronteras, ha puesto patas arriba el orden mundial al darles la espalda a sus aliados y apoyar a los déspotas de diferentes latitudes. Y tanto en su nación como en el extranjero, le ha dado alas a la idea de que los poderosos están por encima de la ley y de que los avances sociales de las últimas décadas se pueden revertir.

Un presidente para pocos

Pese a su sorpresiva victoria en las elecciones de 2016, nadie puede afirmar que no estaba advertido de lo que vendría. Aunque muchos especularon con que una vez en el poder Trump se moderaría y se pondría a la altura del cargo, desde el primer momento fue claro que eso no iba a pasar. Como había podido derrotar a todo el mundo con sus exabruptos y su estilo pendenciero, sus asesores le aconsejaron mantener esa línea. Esa estrategia fue denominada “let Trump be Trump”. En otras palabras, no hay que cambiar una fórmula ganadora.

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Él ha seguido ese consejo. Desde que se posesionó les declaró la guerra a la prensa, la Justicia y a los movimientos de resistencia civil. Medios de la talla de CNN, The New York Times y The Washington Post han sido objeto de insultos en una forma que no tiene antecedentes. Sin embargo, estos han aceptado el reto y lo han fiscalizado al señalar cada una de sus mentiras y al poner en evidencia cada uno de sus conflictos de interés. De ahí que él los deteste y recurra a la expresión fake news (noticias falsas)cada vez que lee o ve algo que no le gusta.

Desde que se posesionó a mediados de enero de este año, el presidente de Estados Unidos ha hecho más por minar el prestigio de su país que cualquier agente o potencia extranjera.

Y sobre todo ha dejado claro qué le gusta y qué no le gusta. Lo incomoda en especial que lo investigue la Justicia, el poder público que se ha mostrado más independiente hasta la fecha. Por hurgar en el escándalo del Rusiagate, a principios de mayo destituyó al exdirector del FBI James Comey. Pero el tiro le salió por la culata, pues su reemplazo ha intensificado las investigaciones en su contra, incluyendo el papel de su hijo y su yerno.

Tampoco lo entusiasman los inmigrantes, a pesar de que su mamá, sus cuatro abuelos y dos de sus esposas hacen parte de ese grupo. Una de las primeras medidas que adoptó fue prohibir el ingreso a Estados Unidos a ciudadanos de siete países mayoritariamente musulmanes. Lo cual, independientemente de su justificación, era una medida discriminatoria ajena al espíritu democrático de ese país.

Sutil definitivamente no es. Cuando un supremacista blanco arrolló con un automóvil a 19 personas que protestaban contra el racismo, comentó que “en ese episodio todos tuvieron parte de la culpa”. En una entrevista confesó que Mein Kampf de Adolf Hitler siempre ha estado en su mesa de noche. Y tampoco tuvo el menor inconveniente en apoyar públicamente a un candidato al Senado por Alabama, Roy Moore, un fanático religioso acusado de pederastia que finalmente acabó derrotado.

A Trump no lo entusiasman los inmigrantes, a pesar de que su mamá, sus cuatro abuelos y dos de sus esposas hacen parte de ese grupo.

No solo desafía con sus actitudes, sino también con sus posiciones políticas. En cuanto a la salud, Trump ha tratado por todos los medios de desmontar el Obamacare, con lo que 23 millones de personas se quedarían sin cobertura médica. Y respecto al medioambiente tampoco se ha quedado corto, pues en los 11 meses que lleva en el poder decretó la mayor reducción de reservas naturales en la historia de Estados Unidos, desmontó la política de Obama contra el cambio climático y suspendió varias normas relacionadas con la protección ambiental.

Pero si ha sido explícito en qué no le gusta, también lo ha sido en lo que sí le gusta: los ricos. Su proyecto de bajar los impuestos de 35 a 20 por ciento tiene a todos los millonarios felices. Según los cálculos de los especialistas, no solo beneficiaría principalmente al 1 por ciento del país, sino que también producirá un aumento en el enorme déficit fiscal que ya tiene Estados Unidos.

El gran patán

Sin embargo, Trump ha hecho más daño en la política exterior que en ningún otro sector. Esto se debe a que la división de poderes que impera en Estados Unidos es mucho menos clara en los asuntos internacionales, lo que le deja un margen de maniobra enorme al Ejecutivo. En ese sentido, desde el primer día de su gobierno ha tomado decisiones que están intoxicando el destino de Estados Unidos y que también pueden definir el futuro del planeta. En la última de ellas reconoció a Jerusalén como capital de Israel, con lo cual desestabilizó aún más el conflicto con los palestinos y prácticamente acabó con las posibilidades de alcanzar una solución pacífica en el mediano plazo.

Trump no solo desafía con sus actitudes, sino también con sus posiciones políticas.

Aunque durante su larga carrera como personaje público Trump ha dicho una cosa y luego la contraria, al llenar de negacionistas climáticos su gabinete de gobierno marcó la pauta de lo que sería la posición de su Casa Blanca sobre el calentamiento global. Por eso, en junio pronunció una rueda de prensa en la que sacó a su país del acuerdo ambiental de París, con lo que puso en entredicho el esfuerzo mundial para frenar la subida del nivel de los océanos, el aumento de los huracanes y otros efectos catastróficos de ese fenómeno. De hecho, el otro lema de su campaña –Make America Great Again (hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande)– se ha materializado en un aislacionismo que lo ha llevado a desdeñar a las Naciones Unidas y al resto de los organismos multilaterales.

A su vez, el magnate les ha dado la espalda a sus aliados tradicionales. En mayo, sus colegas europeos vivieron como una humillación su primera visita a la Otan, donde evitó todo compromiso con la defensa conjunta y les reclamó las “enormes cantidades de dinero” que según él sus países le deben a Estados Unidos. Para cerrar con broche de oro, se comportó como un patán al empujar al primer ministro de Montenegro para aparecer en la primera fila de la foto oficial del evento.

Trump ha sido explícito en lo qué no le gusta, pero también en lo que sí: los ricos. Su proyecto de bajar los impuestos de 35 a 20 por ciento tiene a todos los millonarios felices. Beneficiaría principalmente al 1 por ciento más privilegiado del país.

Del mismo modo, ha acompañado al discurso antilatino dentro de Estados Unidos con una ofensiva diplomática contra América Latina. Esta incluye su descabellado proyecto de construir un muro en la frontera con México y esperar que ese país lo pague. Además, ha amenazado con acabar con el tratado de libre comercio, del que depende la economía azteca. A principios de noviembre, reversó la política de Obama de apertura hacia Cuba, y a finales del mismo mes ordenó que los 60.000 haitianos víctimas del terremoto de 2010 regresaran a su isla aún devastada. En la misma dirección, en septiembre dijo que podía descertificar a Colombia por cuenta del aumento de los cultivos ilícitos.

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Pero si les ha dado la espalda a sus antiguos aliados, al mismo tiempo les ha tendido la mano a líderes autoritarios como el turco Recep Tayyip Erdogan, el egipcio Abdulfatah al Sisi, el saudí Salmán bin Abdulaziz, el chino Xi Jinping o el controvertido filipino Rodrigo Duterte. A este último lo felicitó incluso por las matanzas extrajudiciales que su gobierno ha cometido con la excusa de luchar contra el narcotráfico y el terrorismo.

Sin embargo, sobre todo su relación con el ruso Vladimir Putin ha marcado la agenda mediática, pues desde que se posesionó Trump solo ha tenido palabras de admiración para un gobernante que ha hecho todo lo posible por hacerle el quite al derecho internacional, y a quien el FBI acusa de inmiscuirse a favor de Trump en las elecciones presidenciales.

Pero en lo que se ha expresado con mayor claridad el estilo irresponsable del presidente es en las relaciones con Corea del Norte. Ese país tiene en su gobierno a un inmaduro dictador comunista con una personalidad bastante parecida a la de Trump. Lo que en el gobierno de Obama se manejaba con prudencia y diplomacia ahora se ha convertido en una pelea de dos matones. A las provocaciones de Kim Jong-un, el presidente de Estados Unidos contesta amenazándolos con que “les va a caer una lluvia de fuego”.

Y en cuanto a Irán, las amenazas de deshacer el pacto nuclear que firmaron Obama junto con los líderes de China, Francia, Reino Unido, Rusia y Alemania pueden hacer saltar en pedazos el frágil equilibrio que reina en las relaciones con ese país.

Al mismo tiempo, Trump está desmantelando la diplomacia estadounidense. Esto se ha manifestado en una drástica reducción del presupuesto del Departamento de Estado, la salida del gobierno de centenares de expertos en relaciones exteriores y la ausencia de embajadores en decenas de países clave de la geopolítica mundial, entre ellos Corea del Sur. De ahí que el soft power estadounidense se esté desmoronando y que la imagen de ese país haya caído en picada en el resto del mundo.

Según una encuesta del Pew Research Center realizada en 37 países y publicada en junio, “solo el 22 por ciento de los encuestados piensa que Trump hace lo correcto en política exterior”, lo que contrasta con los años finales del gobierno de Obama, cuando el 64 por ciento tenía una imagen positiva de ese país. De hecho, solo en Israel y en Rusia ha mejorado la imagen de Estados Unidos desde que Trump llegó al poder.

Hoy, Trump tiene el récord de impopularidad de la historia de los presidentes norteamericanos. Desde que se posesionó, su nivel de aceptación ha estado por debajo del 50 por ciento y en la actualidad es del 37 por ciento.

Hoy, Trump tiene el récord de impopularidad de la historia de los presidentes norteamericanos. Desde que se posesionó, su nivel de aceptación ha estado por debajo del 50 por ciento y en la actualidad es del 37 por ciento. Todo lo cual no quiere decir ni mucho menos que el presidente esté contra la pared. ¿Cómo se explica entonces que la mayor potencia del mundo se encuentre en manos de un personaje como él? La única respuesta posible es que en Estados Unidos como en el resto del mundo hay una gran insatisfacción por el sistema político y económico. La gente no sabe lo que quiere, pero sabe que lo que tiene no le gusta. Donald Trump se ha convertido en el vocero de ese sentimiento. Tal vez su ‘éxito’ se puede atribuir a que él expresa lo que muchos gringos piensan, pero no se atreven a decir.