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El sello Wojtyla

La marca que dejó Juan Pablo II en la historia de la Iglesia durará por mucho tiempo.

3 de abril de 2005

El desfile de imágenes del pasado que suele acompañar los últimos momentos para el Papa debió ser una sucesión de muchedumbres de todas las razas, lugares y naciones. Nadie ha convocado a tantos ni dejado una huella tan profunda en tantas vidas y en la historia.

El viajero

Se propuso dejar atrás el complejo de inferioridad de la Iglesia ante el mundo y lo logró. Cada uno de sus viajes fue una notificación de que la Iglesia y su doctrina no tenían que pedirle permiso a nadie para mostrarse ante el mundo, sin maquillajes ni adaptaciones. Cuando llegó a Ciudad de México, por ejemplo, encontró unas autoridades que mantenían el pudor liberal de verse cercanos a la Iglesia, y lo llamaron "el Papa de los católicos", alguien a quien se divisaba en la orilla del frente. Al final de la visita, un titular de prensa resumió lo que había pasado: "Vino, vio y venció". Llegar a Bangkok era como entrar a otro Vaticano que no era el suyo sino el de los budistas. Descalzo, recorrió la tarima hasta el extremo en donde lo esperaba en posición de loto Vasana Tara, el patriarca supremo de los budistas; ese día tendió un puente hasta entonces inimaginable. Lo mismo había ocurrido en Atenas, en Bulgaria, o en Rumania, lugares adonde llegó para acortar distancias y distanciamientos proclamando su fe, sin disimulos.

Hoy el mundo lo ve, sobre todo, como el Papa viajero que en cada país, en cada comunidad, dejó la huella de su paso. Pasados 20 años después de su visita a Colombia, persiste su imagen de rodillas frente a la gran cruz que domina la planicie donde está sepultado Armero. Quienes repasan los sermones de ese viaje concluyen que otra sería la historia de Colombia si se hubiera tomado en serio al Papa; son textos a la vez premonitorios y de invitación a la acción inmediata para el tratamiento de un cuerpo social enfermo.

Corrigiendo la historia

Los viajes, que transformaron de modo radical la vida del papado, fueron el marco propicio para los gestos históricos de petición de perdón. Vistos con exasperación por un sector eclesiástico que los miró como una concesión indebida a los enemigos de la Iglesia, para la mayoría fue un valiente reconocimiento de que en su larga historia, en la Iglesia han sucedido "hechos abominables". Esta expresión, recordada por Juan Pablo II, fue escrita en 1523 por Adriano VI, como respuesta al llamado de reforma de Lutero. En los siglos siguientes no es posible encontrar una franqueza autocrítica que se le parezca.

La apologética eclesiástica se cuidó muy bien de afilar sus armas dialécticas para rechazar toda crítica y autocrítica. Pablo VI corrigió ese rumbo y al abrir la segunda sesión del Concilio Vaticano II hizo una inesperada petición de perdón que Juan Pablo II continuó y amplió.

Es una revisión histórica que durante más de 450 años se rechazó por "absurda y ultrajante", que fue la expresión de Gregorio XVI en 1832. Sobre los muertos de la noche de San Bartolomé, sobre las víctimas de los tribunales de la inquisición, sobre las evangelizaciones a sangre y fuego en continentes extranjeros; sobre injerencias torpes en asuntos científicos como la condena a Galileo, sobre las guerras de religión o estimuladas con argumentos religiosos, sobre todo eso se había tendido un grueso manto de silencio o de sofismas que Juan Pablo II levantó para instalar la autocrítica y reconocer que "el mundo se ha desviado, pero también lo ha hecho la Iglesia. Sólo reconociéndolo podemos corregir la desviación". Tal fue su posición ante esa historia por corregir y ante la página oscura de los casos de pederastia de sacerdotes, denunciados ante la iglesia de Estados Unidos: reconocer, para corregir.

Alberto Monticone, que ha seguido con interés de historiador los viajes del Papa, asegura que "en esta petición de perdón a todos, está la última clave de los viajes de Juan Pablo II".

La fábrica de santos

Si con las peticiones de perdón hizo lo que ningún otro Papa en la historia, con las canonizaciones y beatificaciones rompió todas las marcas.

Los papas comenzaron a canonizar santos en 1234, el año en que se les reservó oficialmente ese derecho. En los casi 800 años siguientes se canonizaron 300 santos. Juan Pablo II excedió esta cifra y sus canonizaciones se acercan a 500, hizo más de 1.000 beatos y deja en marcha la investigación de 1.500 casos más. En un solo año, 1988, pobló los altares con 122 nuevos santos e hizo beatos a 22. El entusiasmo por las canonizaciones llegó a tanto que un grupo de luteranos preguntó si Roma podría considerar la posibilidad de canonizar a uno de los suyos, el pastor luterano Dietrich Bonhoeffer, teólogo y mártir, ejecutado por los nazis en 1945.

El Papa ha manifestado su satisfacción en cada canonización porque siente que en cada santo se proclama que la gracia de Dios se ha hecho históricamente presente. Simone Weil decía que el mundo de hoy tiene tanta necesidad de santos, como una ciudad azotada por la peste necesita médicos. Sin embargo, así como puede haber exceso de médicos, también puede suceder con los santos; así lo piensa el cardenal Ratzinger: "Algunos (santos) tal vez signifiquen algo para cierto grupo de gente, pero no significan gran cosa para la inmensa mayoría de los creyentes".

La hiperactividad de la Congregación para la Causa de los Santos ha planteado el debate: ¿es posible que la Iglesia tenga demasiados santos? Y el tema de la sobreproducción trajo de la mano el tema de la calidad. Con las canonizaciones sorprendentemente aceleradas y polémicas, como la del padre Escrivá, en contraste con canonizaciones inexplicablemente retardadas como la de Juan XXIII y la madre Teresa, que han hecho pensar si el camino abierto por Juan Pablo II tendrá que ser modificado por su sucesor. Los 1.000 beatos que Juan Pablo II deja como herencia parecen darle la razón al teólogo norteamericano que preguntaba si los procedimientos de canonización le están dando a la Iglesia los santos que necesita.

El Concilio como detonante

Sobre el cónclave que eligió a Juan Pablo II presionaron dos grandes corrientes que en ese momento movilizaban la vida de la Iglesia.

El cardenal Siri, dentro del colegio cardenalicio, y monseñor Lefebvre por fuera, miraban el Concilio Vaticano II como una equivocación que era necesario corregir. El cardenal Suenens, por su parte, sentía que el concilio apenas sí había comenzado el cambio radical que debía hacerse en la Iglesia. A lo largo de su pontificado, Juan Pablo II estuvo entre esas fuerzas, que se encontraron frente a frente entre el 25 de noviembre y el 8 de diciembre de 1985, en el Sínodo convocado por el Papa.

Cuatrocientos patriarcas, cardenales, obispos que representaban las conferencias episcopales de todo el mundo se reunieron para examinar el impacto del Concilio en la vida de la Iglesia. Fue en esta ocasión, más que en ninguna otra, cuando el Papa imprimió su sello en la Iglesia.

Mantuvo, a pesar de las presiones en contra, el poder central y centralizador de la Curia romana; "confirmó el Concilio Vaticano II como la carta magna de la Iglesia", observó el teólogo Hans Kung, y promulgó un Catecismo Universal, con el que se entregó una palabra definitiva sobre los temas de mayor discusión, que son los mismos que el Papa ha expuesto, sin ceder un milímetro, en toda suerte de foros: Naciones Unidas, celebraciones litúrgicas, concentraciones multitudinarias, reuniones con obispos y sacerdotes, en todas partes su mensaje ha sido vigoroso e inconfundible: la doctrina tradicional de la Iglesia.

En 26 años de pontificado, Juan Pablo II cumplió el propósito anunciado el 22 de octubre de 1978, en su primera liturgia pública como Papa, de sacudir el complejo de inferioridad de la Iglesia ante el mundo.