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¿Presidente o emperador?

Lo ideal no era la reelección con nombre propio. Pero ya que pasó, es mejor verle lo bueno que lo malo.

12 de febrero de 2006

Fabio Echeverri decía que no era más que la "reforma de un articulito". En términos estrictamente formales tenía razón. La aprobación de la reelección no requería más que cambiar unas pocas líneas de la Constitución. Además, este cambio le salió relativamente fácil a Álvaro Uribe. Las protestas de los antirreeleccionistas, el jaleo y el suspenso que se vivió en la Corte Constitucional acabaron siendo relativamente insignificantes frente a la trascendencia del fallo. Si bien con la reforma no se violó la Constitución, sí se rompió una tradición centenaria que había sido considerada sagrada en Colombia: limitar el poder presidencial, que de por sí ya era enorme. La figura presidencial tiene la cuádruple condición de jefe de Estado, jefe de Gobierno, suprema autoridad administrativa y comandante de las Fuerzas Armadas. Fortalecerlo no parecía indispensable. Las constituciones en el fondo no son más que la codificación de las costumbres políticas. Y la historia del país en esta materia siempre había tenido como constante evitar el desbordamiento del poder ejecutivo. En este sentido, Colombia iba a la vanguardia de todos los países de América Latina. Como las guerras civiles y la violencia tenían su origen en la concentración del poder, se convirtió en una obsesión nacional fraccionarlo. Esta obsesión produjo absurdos como el hecho de que durante la mayor parte del siglo XIX el período presidencial fuera de dos años. El temor por el caudillismo era tan grande, que se pensaba que la única forma de que no se le subiera el poder a la cabeza al gobernante de turno era rotarlo casi recién posesionado. Esta no ha sido la única aberración jurídica. Instituciones como el Frente Nacional, sin antecedentes en ningún país del mundo, buscaban lo mismo: obligar al partido que tuviera el poder a turnárselo con el otro y a repartirse la burocracia por mitades. Esta manguala entre liberales y conservadores se hizo para acabar con la violencia partidista de los años 40 y 50. Esto se logró. Sin embargo, al eliminarse la oposición, dentro del sistema se generó la oposición por fuera de éste: la guerrilla. La Constitución de 1886 contemplaba la reelección, pero para evitar abusos del mandatario de turno, se estipuló que no podía ser inmediata. Esta fórmula tenía más desventajas que ventajas, pues si algún beneficio trae la reelección, es la continuidad de la obra de gobierno. Y si algún perjuicio entraña, es el estancamiento de la renovación política, pues los pocos reelegibles tienen tantas ventajas sobre sus rivales en reconocimiento, maquinaria y apoyo financiero, que acaban quedándose con las candidaturas. La reelección, si no es de períodos consecutivos, produce el estancamiento, pero no las ventajas de la continuidad. La búsqueda de la desconcentración del poder no se ha limitado a la expedición de normas constitucionales. David Bushnell, académico norteamericano y autor de un libro titulado Colombia, una nación a pesar de sí misma, registra con sorpresa cómo en este país existe un consenso acerca de que el Ejército no debe ser muy poderoso. Esto se ha traducido en que durante el siglo XX sólo hubo un golpe de Estado, el del general Gustavo Rojas Pinilla, cuando éstos eran la norma en los países vecinos. Por si fuera poco, al crearse el Frente Nacional en 1958, se les quitó a los militares el derecho al voto. El autor explica esta realidad política por la singular obsesión colombiana de ponerle diques al ejercicio del poder. Dentro de la clase dirigente siempre habían sido objeto de elogios y reconocimiento quienes ostentando el poder lo ejercían procurando no abusar de él. De ahí que Darío Echandía se inmortalizó con su frase: "¿El poder para qué?". Y Alberto Lleras Camargo, tal vez el estadista más respetado de la segunda mitad del siglo XX, pasó a la historia, después de la dictadura, como el reestructurador de las instituciones colombianas caracterizadas por la repartición del poder en todos los frentes. Esta tradición no había sido evidente sólo para los colombianos sino también para los observadores extranjeros. El prestigioso semanario británico The Economist, en su edición de esta semana comenta la aprobación de la reelección en Colombia en estos términos: "Es una paradoja que el país donde menos se respetan las leyes en América sea al mismo tiempo el más legalista del continente y donde más existe una profunda y arraigada desconfianza hacia el poder ejecutivo". Lo cierto es que todas estas costumbres e instituciones políticas mencionadas anteriormente han logrado más el control del desbordamiento del poder, que la solución de los problemas nacionales. Sin embargo, han sido el reflejo de un singular talante propio de los colombianos. Por eso con la reforma del "articulito" todo cambió y sólo el tiempo dirá si la transformación va a ser buena o mala. La mayoría de los críticos de la reelección de Uribe no se opone tanto a la figura jurídica como al hecho de que el promotor de la misma haya sido el Presidente de turno, el cual podría ser el primer beneficiado. Modificar las normas electorales desde el poder es común en los países del Tercer Mundo e inaceptable en los países desarrollados. Si en este momento George W. Bush dijera que para ganar la guerra contra el terrorismo necesita reformar la Constitución de Estados Unidos y así poder contar con un tercer período presidencial, sería considerado un loco. Sin embargo, en países como Argentina, Perú y Venezuela, ese cuento aguanta. Colombia, que tiene condiciones socioeconómicas comparables a las de estos últimos países, siempre había tenido pretensiones de primer mundo en materia institucional. Por eso, los tradicionalistas sienten que el fallo de la semana pasada ha sido como bajar de estrato. Pero lo importante no es tanto la sensibilidad de los críticos como el alcance real de la reforma. La pregunta de fondo es ¿qué tanto poder adicional tendría Uribe si es reelegido? La independencia de los altos cargos del Estado que no hacen parte del Ejecutivo fue concebida sobre la base de un período presidencial de cuatro años. Al extenderse éste a ocho años, se presenta un cambio de circunstancias que acaba desvirtuando la voluntad del constituyente. En algunos casos, esta alteración es directa y tiene efectos muy concretos, como sucede con la composición de la Junta Directiva del Banco de la República. La autonomía de este organismo era una de las grandes innovaciones de la Constitución del 91. El período de cada uno de los miembros dura cuatro años, pero estos no son cronológicamente simultáneos, pues no son nombrados en la misma fecha. Sin reelección, un presidente alcanza a escoger máximo a tres de los cinco integrantes. Uribe ya nombró a tres y de ser reelegido, pondría también los otros dos. Con esto, la independencia de la Junta desaparece. Otro ejemplo es la Corte Constitucional. En esta la influencia presidencial no es directa, pero también existe. En los próximos cinco años se vence el período de ocho de los nueve magistrados. El Senado escoge los miembros de ternas que le envían el Presidente, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado. Como las mayorías en el Congreso son generalmente del Presidente, terminan eligiendo a los preferidos del mandatario. Esto sucedía con o sin reelección inmediata. La novedad es que con período de ocho años el número de personas elegidas por la misma bendición presidencial es superior. Algo parecido podría ocurrir con las cabezas de los organismos de control. Aquí la influencia presidencial también es indirecta, pues al Procurador lo escoge el Senado, y al Contralor, la Cámara de Representantes. Aunque los períodos del Presidente y estos funcionarios eran ambos de cuatro años, no eran simultáneos. Esto significaba que los presidentes en una parte de su gobierno eran fiscalizados por procuradores y contralores nombrados durante el gobierno de su antecesor. Con la reelección, el antecesor de Uribe sería él mismo. No muy diferente es el caso del Fiscal, a pesar de que éste es elegido por la Corte Suprema de Justicia, de una terna que presenta el gobierno. El mejor ejemplo es el caso del recientemente nombrado fiscal, Mario Iguarán. Aunque estaba vinculado al actual gobierno por haber sido viceministro de Justicia, si no hubiera reelección, le habría tocado fiscalizar, la mayor parte de su período, al sucesor de Uribe. Con reelección ese sucesor podría llamarse Álvaro Uribe. Un cambio más sustancial que los anteriores es que ahora los funcionarios pueden hacer política. La prohibición de hacerla había sido uno de esos tabúes singulares colombianos que se consideraban intocables. Las sanciones de los procuradores a los funcionarios que politiqueaban eran objeto de gran admiración. Se consideraba que si la burocracia estaba al servicio de una causa electoral, se rompía el equilibrio político. En otras latitudes se les reconoce a los gobiernos el derecho de hacer política, pero, a diferencia de Colombia, en esos países existe una carrera administrativa seria, de tal suerte que la nómina estatal no es un botín electoral. En Colombia la carrera administrativa no ha cuajado y por eso el poder político está asociado al poder burocrático. Eso hace que el levantamiento de la prohibición de hacer política desde los cargos públicos sea un verdadero salto al vacío. A pesar de todas las dudas que ha despertado el tema, existen razones para no excederse en pesimismo. De pronto las instituciones existentes estaban diseñadas para una Colombia más bárbara en la confrontación partidista. Hoy la vida nacional no es menos sangrienta, pero la contienda política es más civilizada. Aunque la reelección con nombre propio tiene mal sabor, la figura jurídica en abstracto tiene ventajas indudables como la continuidad en la obra de gobierno. Álvaro Uribe es un mandatario responsable y comprometido y es de suponer que no tiene interés en abusar de la transformación institucional que ha promovido. La realidad es que el Estado colombiano hoy no controla sino una parte del país. Más de la mitad está en manos de la guerrilla o del paramilitarismo. Si la principal justificación de la reelección inmediata es que la prolongación de la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe puede llevar a la recuperación de la soberanía, sobre todo el territorio nacional, todo este revolcón habrá valido la pena. Defender la institucionalidad es importante, pero más importante es que haya un territorio soberano donde puedan operar las instituciones. Otra consideración es que, por más conveniente que pudiera ser la figura de la reelección inmediata, nunca habría podido ser aprobada en Colombia sin el prestigio personal de Álvaro Uribe. Si la reforma se hubiera presentado no para Uribe con nombre propio, sino para sus sucesores, nunca se habría obtenido el consenso político para sacarla adelante. Por último, la historia ha demostrado que en términos generales cada vez que se abren puertas para que pasen transformaciones audaces, después del impacto inicial, con frecuencia los resultados acaban siendo positivos a largo plazo. Cuando se propuso la elección popular de alcaldes y gobernadores, muchos pusieron el grito en el cielo pronosticando la llegada de la anarquía. Hoy el recuerdo de estos funcionarios escogidos a dedo por el Presidente evoca una etapa prehistórica. Soltar amarras siempre entraña riesgos y posibles tormentas. Pero no soltarlas puede implicar que el barco nunca llegue a zarpar.