La familia Pauccara Sumire creó en su finca un sistema de cultivo de agua para abastacerse del líquido, que ya les hace falta por los efectos del cambio del clima. | Foto: Foto: Percy Ramírez

REPORTAJE

Cómo fue que el calor y el frío cambiaron la vida de los Pauccara Sumire

Semana.com visitó en Perú una de las zonas donde más se sienten los efectos del cambio climático y conoció de cerca las adaptaciones que los campesinos han hecho para conservar el agua, que cada día es más escasa.

Juan Esteban Mejía*
6 de octubre de 2010

Lo primero que hace cada mañana Rosa María Sumire es mirar el termómetro. Calcula cómo se ha comportado la temperatura el día anterior, durante la noche que pasó y cómo podría comportarse en las próximas horas. Eso le sirve para planear su día, cómo vestir a sus pequeños hijos, José Carlos y Alex, y a qué tareas de la granja darles prioridad.

Ella vive en la comunidad Hayhuahuasi, un poblado de la provincia Espinar en el departamento peruano de Cusco. Allí el paisaje es café, como un desierto, con pastos desteñidos y, de día, el cielo se suele ver azul, muy despejado, con pocas nubes. Lejos en el horizonte, se ven montañas igualmente cafés. Su casa queda a 4.200 metros de altura sobre el nivel del mar en la zona andina del continente.

A lo largo de aquella cadena de montañas está el 95 por ciento de los glaciares tropicales del planeta. El resto se ubica en la parte sur del Himalaya. De aquellas montañas con picos nevados que se encuentran en Suramérica, el 71 por ciento está en Perú; el 22 por ciento, en Bolivia; el 4 por ciento, en Ecuador, y el 3 por ciento, en Colombia. Los expertos pronostican que para el 2020, van a desaparecer todos los glaciares ubicados en alturas inferiores a los 5.000 metros sobre el nivel del mar.

En las montañas que se ven desde la finca de Rosa María, solían notarse puntiagudos pedazos de nieve. Pero ya no. ¿Cuántos han desaparecido? “No hay certeza porque el monitoreo de los glaciares de la región Cusco no ha sido desarrollado”, explica Víctor Bustinza, especialista en seguridad alimentaria y cambio climático que trabaja con el Programa de Adaptación al Cambio Climático (PACC). Pero es verdad que muchos glaciares ya no existen porque las temperaturas del planeta están cambiando.

Por eso, a Rosa María le tocó asumir la inusual rutina de mirar el termómetro cada mañana desde cuando las noches se pusieron más frías y los días, más calientes. “Los rangos de temperatura son dramáticos”, cuenta el ingeniero civil y geólogo Arturo Rivera, de la ONG Asociación Proyección.

Y explica que, en ocasiones, la temperatura varía hasta 35 grados centígrados en 24 horas. “Es posible que al amanecer se registre un frío de menos 20 grados centígrados y que durante el día llegue a los 16”, comenta.

La noche del pasado lunes 13 de septiembre, Rosa María observó que la temperatura estaba en menos 8 grados centígrados. Antes de terminar la mañana del día siguiente, el termómetro marcaba 14 grados. El ingeniero Rivera, que desarrolla su profesión en la zona rural del Espinar, sabe que hasta hace dos décadas, la variación de la temperatura no era así.

A la altura donde queda la casa de Rosa María, la mejor actividad económica es la ganadería. Es común que en las fincas haya vacas, llamas y alpacas, que suministran leche, carne y lana para el vestido. Pero en algunas épocas del año se puede cultivar papa. Antes, el clima respetaba el almanaque y así era como se manejaban los recursos de la finca.

Era fijo que llovía desde mediados de septiembre hasta abril. Era la época de sembrar papa y cuidar el ganado de las lluvias. Durante esos meses, el pasto se mantenía húmedo y bastaba con que los animales anduvieran libremente y comieran en cualquier parte. Los cultivos se mantenían regados y daban cosechas justo al final del invierno.

Desde finales de abril hasta parte de julio, había verano de día y heladas en las noches. El sol calentaba el hielo de las montañas y el agua se derramaba para mantener húmedos los pastos. De los manantiales también salía agua que se represaba debajo de la tierra durante la época de lluvias. De ellos, la gente obtenía el líquido vital para su vida diaria.

El verano no era buena época para sembrar, porque el sol del día y los fríos de las noches quemaban las plantas. Pero ese clima sí era bueno para hacer ‘chuño’, papas disecadas que los peruanos comen en sus recetas.

Agosto era el mes de los vientos que anunciaban un nuevo invierno a finales de septiembre y el ciclo se repetía siempre igual.

“Ya no es así. Ahora, llueve cuando menos lo esperamos. A veces, llegan heladas en tiempos que no eran comunes. Incluso, aparecen después de un aguacero, entonces tampoco nos permite sembrar, porque a pesar de que el agua riega los cultivos, el frío quema las plantas y los pastos que consumen los animales”, enfatiza Adriano Pauccara, el esposo de Rosa María, con la convicción de quien ha pasado su vida entera pendiente del calendario y del clima para medir a tiempo cómo garantizar el alimento de su familia.

Sigue contando que “el invierno ya no dura seis meses como antes, sino menos, por ahí dos meses no más. Como tenemos menos agua, en las épocas de sol se secan los pastos, porque ya no hay agua en los nevados que se derrame para humedecerlos y el agua que sale de los mandantes cada vez es menos, porque la temporada de lluvia también se acortó. Así, sin humedad, los pastos no sirven de alimento para los animales”, dice este campesino, con base en lo que vive a diario.

Gracias a estudios técnicos, Víctor Bustinza, del PACC, confirma que “lo que vemos es que se incrementa la temperatura y llueve menos. Eso es lo que está ocurriendo en provincias altas, como Espinar. Entonces, el enfoque de desarrollo que teníamos desde hace 20 ó 30 años, que era la producción pecuaria, no es viable, porque los pastos demandan muchísima agua, que ahora está escasa”.

Por eso, Pauccara está adaptándose. En su finca, está instrumentando lo que técnicamente se llama un proyecto de cultivo de agua. Consiste en un hueco en la tierra que tiene 180 metros cuadrados. Allí guarda agua que no proviene en su totalidad de las lluvias. Y menos de los nevados. Tiene que traerla por canales desde la laguna de Apanta, que está a 15 kilómetros.

Cada 15 días, llena su reservorio, del que se abastece durante dos semanas para regar los pastos y los cultivos y para el consumo de su familia. Para llevar el agua desde donde la reserva hasta su granja, tiene un sistema que costó 3.000 dólares, financiados por la ONG Asociación Proyección. “Con este sistema de riego, un campesino puede volverse ganadero en solo una hectárea”, cuenta el ingeniero Rivera, de esa organización.

También cambió el pasto por uno de especie rye grass, que necesita menos agua, es más verde y más resistente a los cambios del clima. Según cuenta, no se quema tan fácilmente con los calores y los fríos que inusualmente se están presentando allí.

En su finca, tiene 10 vacas. De cinco de ellas, obtiene leche para su consumo y para el comercio. Ya no pesan 150 kilos, sino 300. Y ya no producen cinco litros diarios cada una, sino 10.

Esos beneficios que ha recibido se deben a que supo reaccionar pronto a la disminución de agua que notó. Lo ayudaron, más que todo, organizaciones sociales, pues la versión del gobierno sobre su problema es diferente.

“Sí hay una reducción del agua de las lluvias y en verano”, reconoce el ingeniero Alberto Morantes, responsable de estudios y proyectos del Instituto de Manejo del Agua en el gobierno regional de Cusco.

Pero, según él, la falta del líquido se debe, en buena parte, a que no se aprovecha bien. “La región andina es donde se recibe la mayor cantidad de agua para cultivos y donde está la mayor cantidad de población. En términos de oferta natural de agua, el balance es positivo. Pero en términos de acceso al agua y aprovechamiento en sí, es muy bajo”, explica.

Bustinza, del PACC, también tiene la misma percepción. Es usual que los campesinos usen todavía el antiguo sistema de riego por gravedad para humedecer sus pastos y sus cultivos. Esta técnica consiste en hacer canales en la tierra para llevar el agua a los sitios de riego.

Pero Bustinza considera que este método implica un mal uso del agua. “La eficiencia del riego por gravedad llega al 25 por ciento. Es crítico. De 10 metros cúbicos de agua, sólo 2,5 metros cúbicos son bien utilizados. O sea, 7,5 metros cúbicos se pierden”, explica.

La atención del gobierno de ese departamento, entonces, se concentra más en brindar acceso al agua en los valles y no tanto en las montañas andinas porque allí la tienen, según el ingeniero Morantes, pero en las planicies sí es preciso llevar ayuda para conseguirla.

Eso quiere decir que, con la actual escasez de agua, conviene que los campesinos modifiquen el modo de usarla. Y también significa que a campesinos como Pauccara, a pesar de los ajustes que han hecho y de las ganancias que ya obtienen, todavía les falta mucho por cambiar de sus vidas cotidianas para soportar los avatares del calentamiento del planeta.

* Enviado especial de Semana.com con el apoyo de la ONG Oxfam.