Desde mucho antes de las 5:00 de la mañana ya están los panaderos del Astor frente mesas y hornos. A las 8:00 ya tienen suficiente para comenzar a surtir los puntos de venta. | Foto: Alejandro Cock

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El amanecer en una panadería

Así se comienza el día en una panadería. Una jornada que inicia mucho antes de las 5:00 de la madrugada. Crónica.

Héctor Rincón
29 de octubre de 2010

El primer moje, el primero, ya está en el fondo de esta batidora que es un recipiente hondo y reluciente que emite el sonido obstinado del ir y volver, del ir y volver, y que por ahora es el único ruido que se oye desde las 4:45 de la madrugada en esta panadería, despierta desde ya como todas las otras madrugadas que ha habido desde principios de 1930, que son muchas madrugadas.
 
La aurora ni siquiera ha comenzado a pasar por los barrios de arriba de las crestas de la montaña ni por los barrios de abajo de la vega del río, y cuando pase no va a encontrar en sus camas a ninguno de los 65 panaderos que están llegando, que ya llegaron, entre ellos Silvia Casas, presente.
 
Silvia Casas se despertó a las 3:30 de la mañana, puso una emisora que muele música romántica, se preparó un desayuno y etcéteras y empezó a viajar primero en un taxi y después en el Metro para llegar a donde está: una factoría de tres pisos, de techos altos y de luces blancas, de largas mesas de hojalata y de cientos de moldes de metal en donde se producen panes y mazapanes; y pasteles, galletas, turrones y bombones y moros y sacristanes.
 
Lo de Silvia es el pan. No sabe ella —a quién le importa— que el trigo era al comienzo una hierba silvestre que se llamaba Einkorn y que producía tanto grano que formó las primeras aldeas sedentarias. Tampoco sabe ella —para qué saberlo— que en Roma, en la República, había hornos públicos para hacer el pan y que los distintos tipos de pan comenzaron a hacerse en la Edad Media.
 
Silvia sabe, en cambio, y lo sabe sin olvidos, cómo aliñaba el pan su tía Roselena, Nena, los domingos por la tarde. Y cómo hacía, ante su asombro de infancia, el pan de bolita y el pan de los sánduches, y desde entonces Silvia Casas —Casas Restrepo— comenzó a saber cada vez más, cada vez más, de pan y de panadería porque con ella, con Silvia, son 17 las mujeres de su familia que han trabajado en este reino de la harina y de la levadura.
 
Por eso sabe que el moje, el primer moje, que está en el fondo de aquella batidora que deslumbra, debe pasar ya a sus manos que son morenas y que son gruesas. No solo se lo dice el tiempo que ha pasado allí, en ese fondo, el preparado de harina, levadura, huevos, leche y sal, sino que se lo dicen también los ojos, porque ellos han aprendido a leer en el color y a saber por el color la temperatura de la masa.
 
Entonces cuando todo aquello se alinea —temperatura, textura, color— la panadera amasa la masa, la zarandea, la alarga, la redondea, la achica; la envuelve, la enrolla, la fracciona, la junta y la moldea y la separa; la trenza y la trenza y la trenza y la vuelve un pan trenza que pone sobre un latón donde todos juntos son esculturas, espirales que van al infinito, y que ahora lleva a la cámara de crecimiento que es un horno de reposo en donde seguirá obrando el milagro a 180 grados centígrados.
 
Mientras se cocina la harina y se esponja la levadura y se le involucran para siempre la sal y los huevos y la leche, mientras el pan trenza, pues, adquiere su personalidad y su sabor finales, la panadera dedica sus manos y sus ojos a hacer pan de molde. Y después al pan de cereales que son masas redondas espolvoreadas con avena; y al pan integral más tardecito y al pan suizo más adelante, esos por ahora porque no son épocas del pan de pascua ni del pan de Navidad ni del panetón, que también amasan aquí en el Astor. Ah, y tostadas también hornean, están horneando, pero no es esta una panadería de pan francés ni de pan de yuca ni de flauta de pan, para eso hay otras panaderías, muchas, miles, que producen muchas, miles, clases de pan, tantas que hay un pan que se llama pan de muerto que se come en México y otro que se llama pan podrido que se compra en Buenos Aires y uno que se pide como pan regañado en Madrid.
 
Aquí no. Están saliendo del horno, esos sí, los sacristanes, que son como llaman a los palos de queso. Y ya salieron los pasteles de carne y de jamón. En el piso de arriba están decorando moros y en las calderas de abajo hierven las claras de huevo de donde saldrá el insumo básico para los célebres besos de negra. Ya casi. Cuando acaba el horneo de los primeros panes apenas son las 7:00 de la mañana y los 65 panaderos han hecho diez minutos de una gimnasia de estiramiento y cada uno ha vuelto a sus puestos con una precisión de relojería, qué impresión, nada fuera de lugar, nada; cada uno con un cronómetro interno porque de aquí parte todo un andamiaje de distribución y antes de las 8:00 de la mañana panes y galletas y pasteles y bizcochos estarán en las vitrinas.
 
Todo esto y todo aquello (panadería más repostería, turrones y helados y el icónico jugo de mandarina) es fruto de una cadena de producción meticulosa, en cuya cúspide hay una dependencia que es un laboratorio, que es un enigma, que es el arcano. Se llama dosimetría. Do-si-me-tría. De dosis. Trabajan aquí tres personas, nada más que tres, que poseen el secreto de todas las recetas de una de las panaderías más tradicionales de Medellín. Para hacer el hojaldre de las milhojas se necesitan, por decir, 1100 gramos de harina, 200 gramos de aceite, 500 gramos de sal, 50 gramos de agua, 25 gramos de propionato de calcio, pues al panadero encargado del hojaldre para las milhojas se le entregará exactamente eso, pesado con pesa electrónica, porque es en esa dosificación en donde está el secreto del sabor, el logro innegociable de que la milhoja de hoy sea igual a la de hace cuatro días y porque desde comienzos del siglo XX la panadería del mundo se mecanizó y se acabó la época empírica que duró un montón en la que las dosis eran al depende: una pizca, una cucharadita, un poquito.
 
Para pertenecer al área de dosimetría se necesitan muchas cualidades. En primer lugar, que te tengan una confianza de toda una vida mereciéndotela. En primer lugar también un conocimiento de los ingredientes que juegan en una panadería y que son los que he saboreado más la canela y el ajonjolí; tomates, frutas, pimentón, perejil, champiñones, apio, vitina, mayonesa, y benzoato y dextrina y 132 más. Pero lo que más se necesita allí, lo clave, es la paciencia y la concentración.
 
Para la panadería, las virtudes que urgen son las que tiene Silvia Casas: agilidad y fuerza y la sensibilidad visual para distinguir los leves matices del color de la masa. Agilidad, claro, para amasar como lo ha hecho para obtener el pan de trenza a una velocidad de vértigo. Fuerza, desde luego, porque el moje es sólido y por eso requiere primero de una domesticación en aquella batidora de los tercos ruidos mecánicos. Y fuerza también para enorgullecerse de que "yo casi no pido favores para coger las ollas". Pero el mejor de sus secretos está en sus duchos ojos negros que le sirven para juzgar si fue que cambiaron el lote de la harina o si la temperatura varió porque a veces se ve mucho más húmeda o mucho más clara o mucho más oscura o mucho menos cualquier cosa, lo que le prende las alarmas de panadera veterana.
 
En una panadería, en esta panadería, no hay supersticiones pendejas ni se usan sortilegios de madrugada. No. Hay condiciones como aquellas (para la dosimetría, concentración; para el pan, sensibilidad) y certezas como que una mano malhumorada, una mano pesada, puede apelmazar una masa o puede hacer decrecer el hervido de clara de huevos. Y esa repelencia la advierten entre ellos y se encarga de ponerla en vigencia el jefe de producción, que aquí se llama Carlos Silva.
 
Así que si se sabe de algún panadero en periodo de crisis personal, no le mandan a un oficio cuyos insumos se afecten por el humor de quien los manipula. Así de simple. Y ya se sabe que siempre para la elaboración de los mazapanes se necesitan operarias silenciosas, pero para la sección de tortas, moros y galletas se requiere, al contrario, personal dicharachero. Y en empaques, delicadeza; y en la elaboración de la pasta de hojaldre, precisión.
 
Todo eso lo saben tras todas las madrugadas que han pasado desde el año de 1930 cuando, como hoy, había harina y levadura y agua y sal y huevos. Lo básico. Y manos, muchas manos de panaderos. Las básicas. No había estos hornos ni estas calderas, ni las wafleras que llegaron mucho después como los molinos del mazapán y las homogenizadoras y el rallador del pan y la marcadora de caramelo.
 
Todo eso llegó después, cuando ya estaban en la panadería las primeras panaderas de la familia de Silvia Casas Restrepo. Ayudas mecánicas para un oficio que ella sigue haciendo con esas manotas firmes con las que acaba de poner en el horno la última bandeja de su obra del día. Todavía no son las 8:00 de la mañana. Todavía no son las 8:00 de la mañana y ya tiene a su favor dos docenas de pan trenza, media de pan molde, diez panes de cereales y diez suizos y no sé cuántos panes integrales. Ahora sí a desayunar.