LA EMBARRADA

Luchadoras norteamericanas sorprenden a Bogotá con un espectáculo erótico-deportivo.

23 de agosto de 1982

Se llama Shelley. Tras verla allí, en el camerino, con un secador de pelo lánguidamente utilizado y unas zapatillas doradas, nadie pensaría que se trata de una mujer luchadora. Parece más bien una artista de "vaudeville", o una cantante de segunda. Pero sus hombros anchos, su nariz torcida y las pequeñas cicatrices de sus codos la denuncian.
Sólo por verla se pagan 2.400 pesos. Y no aceptan más que parejas. Nada de hombres solitarios. Adentro, un público homogéneo: maquillajes brillantes, camisas abiertas, cadenas, brandy con soda. Es "Septiembre", una discoteca común, de no ser por un detalle: en el centro de su pista hay un ring lleno de barro. Shelley está allí, grotescamente enredada con alguna de sus tres compañeras.
Se trata de las luchadoras, un espectáculo norteamericano a medio camino entre el "strip" y la violencia, importado por dos colombianos emprendedores: Sergio Luján y Jaime Flórez. Tuvieron que importar barro sintético y pagar una suma fabulosa, pero tendrán su recompensa: tal vez lleven los travestis de Oscar Ochoa a Las Vegas. Intercambio de extravagancias.
Ellas son combatientes profesionales. Pertenecen a una liga (que prefieren llamar sindicato) de 400 "artistas" del barro, con sede en Los Angeles y "socias" a todo lo largo y ancho del país. No sólo pelean en barro; también lo hacen en gelatina y aceite, o en escenarios comunes, armadas de grandes guantes inofensivos: "foxyboxing". En su país, desde hace unos diez años, su actividad dista mucho de ser exótica: es sólo una forma de ganar más dinero y dar una diversión diferente.
Pero el público no lo sabe. Alguien entre las mesas tal vez un joven comerciante antioqueño de camisa negra con palmeras, pagará diez o doce mil pesos por entrar al ring con una de ellas, al final de la noche. La posibilidad de palpar esas mujeres que antes de combatir bailaron entre las mesas, surge repentinamente, cuando el anunciador inicia una subasta.
Quien ofrezca más, tendrá derecho a enfrentarse a la ganadora del pequeño campeonato que celebran cada noche.
Sí. Esas cuatro muchachas altas, desgarbadas, que comparten un apartamento con su árbitro y "manager", un chileno norteamericanizado que se llama Sergio Ojeda, se enfrentan cada noche, medio en serio, medio en broma, para alcanzar ese "extra" de 200 o más dólares, en el último combate. Las reglas son simples: mantener las rodillas en el barro y poner la espalda de la contrincante en el piso. Tres "rounds" de un minuto.
AGUA, ARENA Y ESPUMA
Vuela barro hacia las mesas. Las mujeres hacen un mohín de disgusto. Tal vez cambiarían de opinión si supieran que ese barro necesitó manifiesto de aduana. Antes de montar el espectáculo, Shelley y sus cuatro compañeras, Valerie, Denisse y Leslie, tuvieron serios problemas, porque su barro sintético, mezcla de agua, delicada arena y espuma, no llegaba. Estaba detenido en el aeropuérto. Debieron trabajar, entonces, con barro colombiano. Y pronto reunieron una colección de cicatrices en las rodillas; los ayudantes no habían podido quitar todos los guijarros, a pesar de sus esfuerzos.
El barro sintético se recoge cuidadosamente después de la función, al igual que las prendas de las luchadoras, que han quedado desperdigadas por la sala, con excepción del minúsculo bikini.
Son mujeres solitarias, que llegan a la lucha por su pobreza. Trabajan o estudian de día, y en la noche se ganan unos dólares de más. Muchas de sus compañeras tienen hijos, o están separadas, bordean los 35 y tienen que seguir luchando. Un reciente documental dirigido por el popular "Columbo", Peter Falk, mostró el mundo de esas luchadoras que ya no son tan jóvenes, y empiezan a golpearse de verdad para seguir siendo cotizadas.
Por ahora, Shelley (su apellido es Achterberg) no pertenece a ese mundo. Tiene 24 o 25 años, es soltera y de día trabaja como secretaria, en Los Angeles. No se pregunta nunca por qué lucha. "Simplemente, lo hago y ya". Es una mujer desarraigada; nunca pensó tomar la lucha en serio pero éste es su segundo viaje. El año pasado estuvo con su espectáculo en Japón. Para ella, es sólo un medio de ganar dinero "Ciertamente, gano más que una secretaria, aunque menos que una actriz. Y puedo tener el último auto"
Su compañera más cercana, Valerie no piensa igual. Ella no es tan atractiva, ni tan joven. Tiene que ocultarlo bajo un disfraz de beisbolista que deja, prenda a prenda, alrededor del ring. Estudia odontología, y la lucha es para ella como un empleo. Odia el barro aunque no lo dice.
Los cinco (incluido el chileno) probablemente viajarán a Cali y Medellín en las próximas semanas. Llevarán consigo sus paquetes de barro, su gran tina plástica y sus trajes de fantasía para que el mismo público, un poco perplejo, un poco asqueado, las viva tímidamente, noche a noche.