LA MANZANA DE LA DISCORDIA

La plaza de Bolívar, corazón del país, es también fuente de empleo para más de mil personas que cotidianamente viven en ella del "rebusque".

5 de noviembre de 1990

No hay datos precisos sobre cuantos miles de españoles, criollos, neogranadinos y colombianos han vivido de la Plaza de Bolívar en sus 452 años de historia.
Por allí ha desfilado la historia política, económica y del "rebusque" nacional, a lo largo y ancho de sus 10.000 metros cuadrados y de sus 30 generaciones de ciudadanos.

Pero tendrán que ser muchos si se tiene en cuenta que hoy, no menos de 1.000 personas derivan directamente su cotidiano sustento de la existencia de este peladero de cemento, centro de la República, cuna de la libertad, y testigo de la historia del país. Y esto sin contar con otro tanto o mucho más, de empleados oficiales de todos los órdenes, vinculados a la plaza mayor por artificio de sus deberes para con la Nación.

La Plaza de Bolívar ha sido también centro histórico del desempleo, las ventas ambulantes y esa peculiar habilidad que siempre han tenido los bogotanos para levantarse el pan de cada día, a pesar de los rigores del "asfalto" y, sobre todo, con el menor esfuerzo.

Basta mirar a vuelo de pájaro (o de paloma en este caso) la plaza de esquina a esquina. Sin mucho esfuerzo y a pesar de las disposiciones distritales que de tiempo atrás impiden que la plaza se convierta de nuevo en el bizarro mercado que fue durante siglos, van surgiendo las diversas gamas de vendedores establecidos, tácitos propietarios de espacios, gracias a la tradición y a un espíritu de cuerpo, que les ha permitido convivir sin organización. Una antropóloga de la Universidad de los Andes, Maria Clara Llano, hizo una prolongada investigación, de la cual se desprende todo tipo de datos sobre la llamada "manzana de la discordia".

Está allí la permanente vendedora de pelotas de colores, el hombre que ofrece juguetes de palo, las seis mujeres con bombas de inflar, las cinco marchantas de panelitas y cucas, los ocho loteros, la señora del carrito de los tintos, los nueve vendedores de chitos y charmes, los cuatro paleteros, una decena de damas blancas que entregan helados de mora, coco y maracuyá, el puesto desbordante de mogollas chicharronas, las cajas sucias del paletero, los dos negros vendedores de paraguas, el paisa inmigrado que ofrece una descomunal paila de cobre, el tipo azul de las melcochas, los cinco vendedores de maíz para las palomas, los seis voceadores de prensa.

Todos circulan como en un gran foro, en un escenario sin tramoya. Ofrecen sus productos en voz baja, desde la clandestinidad de su condición de violadores de normas urbanas, mirando con un ojo al agente de policía y con el otro la mercancía y los pesos del cliente. Son sin duda, trabajadores establecidos, diminutos comerciantes, que aprovechan el sol de la mañana y la bobera de las tardes, para vender sus sabores y colores.

A su lado, también girando como el sol a lo largo del día sobre los adoquines y los charcos, se pasean otros trabajadores, aquellos que por no tener nada que vender, ofrecen los más disparatados y disímiles servicios. Entre ellos el más peripuesto es el hombre de la corbata de pepas, experto en dar clases a los espontáneos alumnos, sobre la historia de la plaza "desde su fundación al 9 de abril y de ahí hasta nuestros dias". También está don Feliciano, de oficio poeta, quien cobra por recitar versos como éste: " No le diré que le sirvo con pleniluz ni con rosales hermosos, porque ya los lirios se marchitaron y los rosales se acabaron". Uno que otro peso cae en su faltriquera. Vicente, también historiador, además de sus conocimientos, ofrece a precio razonable (cien pesos) algunas fotocopias sobre la historia de la ciudad, escritas por quién sabe quien. Manuela, a hurtadillas, lee la mano en la esquina de la calle 10 con octava; don Pachito ofrece sus servicios pagos de metereología (el cerro está nublado, llueve a las cuatro), tres guías turísticos le describen un tour perfecto por el centro a algunos estudiantes costeños sin programa, dos falsos curas invitan a misas de difuntos y garantizan al cliente enormes prerrogativas en el purgatorio una vez muerto, por cuenta de sus rezos y un billete carmelito. A sus servicios habría que agregarle los oficiales de bautismo, comunión, confirmación, extremaunción y demás, que ofrecen los curas de la catedral.

Y no faltan otro tipo de servicios más mundanos. Mireya es la líder de un grupo de 10 o l 5 prostitutas que se sitúan en la paredilla del costado occidental. Su vestido verde de calentana, sus gafas oscuras y sus zapatos de charol, harían pensar en todo menos en una mujer de la vida. Para ella y sus colegas, los clientes se repiten como los días: desempleados, pensionados, semi mendigos, hombres jorobados que suben de la Décima.

A su lado se encuentra Wilson, veterano entre los 10 lustrabotas de la plaza. Frente a su "piano" suelta la parrafada: " Uno ya es parte de la ciudad, ya lo distinguen esas gentes de todas las calañas que vienen acá. Locos, orates, imbéciles, vagos, todas haces pintas que hacen parte de la sociedad".

Para él, su socio Nelson, los diez fotógrafos con Polaroid, el redactor de cartas de amor del atrio de la Catedral, y demás colegas, la plaza es la oficina.
" Yo despacho acá. Qué tal, desde la mitad de la historia, porque la otra mitad se la tumbaron".

El " Apostol Manuel " es cuento aparte. Hace parte de esa nómina de seres anónimos que, amparados en documentos imposibles e historias delirantes, pretenden ser propietarios de la plaza. Mientras impreca a los transeuntes acusándolos de ateos y enviados del demonio, aprovecha para gritarle a los policías que todo verdadero apóstol será perseguido. Dice haber registrado en una notaría sus títulos de propiedad, entregados directamente por mensaje divino. " Soy el dueño místico de esta plaza, soy la palabra, soy el verbo", agrega, mientras recoge aquí y allá algunos billetes.

Al mediodía, las chaquetas de terlenka y las corbatas de dacrón, brillan al sol. Están pegadas a decenas de cuerpos magros, desgarbados, los de los lagartos y politiqueros, que acechan. También viven de la plaza, de las prebendas, de los ramalazos de poder que salen del Capitolio, del pequeño contrato, hasta de hacer mandados y conseguir calanchines y gritones para manifestaciones de barriada. Son 200 que transitan durante el día laborable de los padres de la patria. A veces, aburridos, se codean con los tres bolivarianistas que incitan al debate histórico desde la plataforma de la estatua del Libertador. Cambian una que otra idea, pero la necesidad les hace olvidar pronto la historia y volver al Capitolio. Pero cuando aparece el senador de turno, sus esfuerzos se ven frustrados. Ha sido "invadido" por doña Cecilia, una mujer madura, maquillada al extremo quien sin el menor reato le lanza a cada parlamentario frases como " papito como está de divino" o " bizcocho cuanto me va a dar hoy para las niñas" Y lo logra. A veces los congresistas quienes la conocen y la soportan, le pasan billetes hasta de tres ceros.Tres jóvenes que ocultan sus caras y sus nombres también Sienen oficio: son gigolós o una aproximación al " chulo" criollo Venden sus servicios amatorios a damas postergadas del afecto. Y les va bien, según dicen.

La Plaza es también fuente de trabajo para todo tipo de líderes religiosos. Desde los rapados Hare Krishnas, hasta los evangelicos con megáfono, los salvadores de almas, exorcistas (hay uno), bíblicos, y otros varados de la conciencia divina. Entre ellos sobresale " maquiavélico", un hombre de 45 años de los cuales lleva 20 en la plaza, viviendo del celebre autor italiano de " El Príncipe", que la ha dado origen a su apodo. "Maquivélico", parlanchín colizado y dilelante sin asco, convoca pequeños círculos de oyentes en torno suyo (que al final sueltan las monedas) para tratar de convencerlos de teorías cuando menos tan escepticas, como que " el ser humano es un ser despreciable, decadente, ingrato. De nada vale luchar por él. La bondad no tiene sentido. Por eso yo prefiero la traición y lo digo por experiencia".

Y entre estos centenares de ciudadanos de la ilusión y el desafuero, mendigos, locos, cartoneros y demás seres que recogen sus pasos por la plaza, andan también los empleados oficialcs, que tambien viven de esta " manzana de la discordia": setenta policías, seis bomberos con su reluciente máquina roja, cien detectives y escoltas, 400 funcionarios distritales y del Congreso, ocho escobitas de la Edis, 300 parlamentarios, cuatro carteros, 10 motociclistas del tránsito, 50 músicos'de la banda distrital, dos alimentadoras de palomas, 12 porteros, sin contar seis sacerdotes y 18 monjas, que no reciben salarios estatales por sus buenos oficios.

También viven de la plaza decenas de arquitectos, estudiosos del país, teóricos sociales, historiadores, periodistas y camarógrafos que cubren los acontecimientos parlamentarios, cinematografistas, actores, esmeralderos, perezosos, minusválidos, sindicalistas, gamines, izquierdistas, ancianos, ciclistas y otros deportistas, recogedoras de lavaza, profesores y estudiantes de primaria, los enamorados, los solitarios y los masoquistas.