VIDA MODERNA

¿Su perro realmente lo quiere?

Confirmado. El cerebro de los perros es más parecido al del ser humano de lo que se creía. Un nuevo libro realizado por un neurocientífico relata qué es lo que se siente ser un can.

26 de septiembre de 2017

Alguna vez se ha preguntado qué piensa su perro cuando lo está viendo. ¿Lo quiere genuinamente o solo porque le da comida? Ese tipo de interrogantes se los hacía también en su mente el neurocientífico estadounidense Gregory Berns, amo de su mascota Newt. Para descubrirlo, abandonó sus estudios sobre el cerebro humano y se concentró en el de los perros. Este trabajo, que empezó hace cuatro años con su perro y hoy cuenta con datos de más de 100 animales, es la base de su último libro What It‘s Like to Be a Dog, And Other Adventures in Animal Neuroscience.

Lo innovador y sorprendente de la investigación es que Berns analizó el cerebro del animal mediante un escáner de resonancia magnética, un examen que incluso es incómodo para los seres humanos porque requiere de total inmovilidad. Para lograr que los perros ingresaran en el aparato y se quedaran quietos, el experto tuvo que recurrir a meses de entrenamiento. Una vez se logró este importante paso, el primer objetivo fue responder el interrogante de si los perros quieren más a la comida que a sus dueños, una de las preguntas que más se hacen los propietarios de estas mascotas.

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Para ello Berns analizó el sistema de recompensas del cerebro del animal. Es importante aclarar que ambas estructuras tienen una diferencia abismal en tamaño. El de los humanos consta de una zona reptil, que abarca todas las funciones básicas, como la respiración; la parte límbica que se responsabiliza de las emociones, y la neocorteza, encargada de las funciones ejecutivas, el razonamiento y el habla. El de los perros no cuenta con esta última estructura y de ahí su tamaño, parecido al de una ciruela o un limón, obviamente, mucho menor que el de un ser humano.

A pesar de esta gran diferencia, Berns encontró similitudes en sus cerebros. Una es que los perros pueden querer a sus dueños no solo porque ellos son quienes les dan comida. Esto se comprobó gracias a una prueba en la que los entrenadores les enseñaron dos señales con las manos. Una significaba que si cumplian la orden obtendrían como recompensa un perro caliente, y la otra significaba que no habría comida como premio sino solo caricias. Mientras tanto el científico mediría el nivel de dopamina, neurotransmisor que se conoce coloquialmente como la hormona de la felicidad.

Cuando ambas señales fueron dadas por un extraño, el cerebro de los animales presentó niveles más altos de dopamina al momento de recibir comida. Pero cuando fue el turno de los dueños, se vio un aumento mayor de dopamina durante la segunda señal, es decir, la de las caricias. Al comparar las respuestas, el investigador mostró que la mayoría de los perros respondieron a los cariños y a la comida de la misma forma. Pero el 20 por ciento de ellos tuvo mayor actividad cerebral  cuando los acariciaron. Con esto concluyeron que las mascotas aman a sus dueños al menos tanto como a la comida.

El segundo objetivo de la investigación era saber si los perros reconocen a sus propietarios. La prueba consistía en  mostrarles fotografías de objetos y de personas. El equipo de entrenadores e investigadores por primera vez pudo constatar científicamente que las mascotas tienen partes de sus cerebros dedicadas al reconocimiento facial. “Los perros no solo aprenden a reconocernos porque están cerca de nosotros, sino que nacen para reconocer caras e incluso objetos”, dijo Berns al diario The New York Times. Otro sistema de recordación e identificación de los canes se genera por medio del olfato y el sistema sensorial.

Muchos de lo que se conoce acerca de los perros ha sido gracias a experimentos de observación pero esta investigación tiene el valor de ser la primera en confirmarlos con el estudio de su cerebro. El trabajo también será recordado por ser uno de los más costosos pues, como lo relató Berns a los medios, tuvo que pagar 500 dólares por cada hora que usaba el escáner de resonancia magnética, esto sin contar el costo de los entrenadores. En su libro el neurocientífico concluyó que valió la pena el tiempo y el dinero invertido.