A UN CLIC DE DISTANCIA

Obsolecencia programada: la cara oscura

La era de los productos tecnológicos ‘con fecha de vencimiento’ estimula el consumo desmesurado y puede ser desastrosa para el medioambiente. Pero también podría tener un lado positivo.

26 de octubre de 2013

Hoy está de moda la expresión ‘obsolescencia programada’, un concepto que se refiere a que los fabricantes planean ciclos de vida cortos para los productos, en especial tecnológicos, para que sean obsoletos o inservibles en poco tiempo. Una ‘moda’ que se hizo visible con el reproductor de música iPod, de Apple, que en sus primeras versiones tenía una pila que no podía ser reemplazada: batería muerta, iPod muerto, hasta que una demanda obligó a la compañía de la manzana a crear un plan de recambio de las baterías.

Tal vez por ello, y por impulsar los lanzamientos anuales de las nuevas generaciones de productos –una práctica que hoy siguen otros jugadores de la industria–, muchos asocian la obsolescencia tecnológica con Apple. 

Pero más allá de las apariencias, hay dos sorpresas para quienes ven las cosas como el problema de una marca. La primera, los productos de Apple –computadores y dispositivos móviles– suelen tener una vida útil mayor que la de muchos rivales. Y segunda, los ciclos cortos de los productos no surgieron en esta década ni en la pasada, sino hace 90 años, exactamente en 1924.

Hacia 1881, Thomas Alva Edison inventó el primer bombillo, que duraba 1.500 horas, y en 1911 los avances lo llevaron a alcanzar 2.500 horas. Pero como lo muestra el documental Comprar, tirar, comprar de la francesa Cosima Dannoritzer (ver recuadro), en 1924 los principales fabricantes de bombillos de la época pactaron limitar la vida útil a 1.000 horas, y hoy la duración no es mucho mayor que eso, aunque con la evolución tecnológica podría ser de diez o 100 veces más.

A partir de entonces, la idea de acortar los ciclos de vida de los productos se expandió en distintos campos. En 1940, Dupont creó el nylon, un invento revolucionario que no generó tantas utilidades por su alta duración, hasta que la firma ‘descubrió’ que si usaba fibras menos resistentes, multiplicaría sus ventas (hoy las medias de este material siguen siendo desechables).

En la industria automotriz también prosperó el concepto. El modelo T, de Ford, la sacudió en 1908 con la fabricación en serie de un vehículo económico, sencillo y de larga duración. Fue un fenómeno en ventas hasta mediados de los años veinte, cuando su eterno retador, General Motors, lo batió con la apuesta contraria: vehículos más atractivos pero menos fiables y durables, y ‘cambiables’ cada año.

Y en este siglo, además de los computadores y de los dispositivos móviles, las impresoras son un buen ejemplo: algunas se han vuelto tan ‘inteligentes’ que incluyen un chip que contabiliza el número de páginas impresas, el cual las hace fallar al llegar a un límite preestablecido.

La obsolescencia programada tiene hoy enemigos en todo el mundo, activistas que impulsan demandas contra los fabricantes, que producen documentales como el mencionado Comprar, tirar, comprar y que crean campañas en las redes sociales. 

Algunos van más allá de la queja y la denuncia e impulsan innovaciones tecnológicas de productos con una filosofía opuesta, como el químico Michael Braungart, que ha creado materiales biodegradables para fabricar tejidos; Warner Philips, de la dinastía del fabricante global de bombillos, que desarrolló unos cuya duración no se mide en horas, sino en años: promete 25; o Benito Muros, que a su vez creó en España un bombillo con garantía de un cuarto de siglo, y quien además lidera el Movimiento SOP (Sin Obsolescencia Programada).

Entre otras iniciativas recientes se destaca el proyecto Phonebloks, que pretende romper con la idea de los ‘smartphones desechables’ mediante teléfonos modulares. En su sitio web, phonebloks.com, más de 955.000 personas ya han expresado su apoyo al concepto.

Sin embargo, no basta con crear productos durables y cambiar los procesos de producción y mercadeo: los críticos defienden la idea de impulsar cambios radicales en la economía, e incluso algo todavía más ambicioso: transformar los valores consumistas y la visión de satisfacción de corto plazo, e impulsar el equilibrio entre el hombre y la naturaleza, entre otras propuestas de una corriente de pensamiento llamada ‘decrecimiento’.

¿Un lado positivo?
Defender la obsolescencia programada parece una labor imposible. Sin embargo, en el mundo de hoy podría ser vista como un mal necesario. ¿Cómo podrían sobrevivir los negocios –de tecnología, de ropa, de cerámicas– si sus productos duraran muchos años? Los clientes no volverían a comprar, se reduciría la producción y, por ende, las utilidades y el empleo.

Y aún pasando por encima de esta pregunta inicial, ¿qué tecnologías existirían hoy sin la obsolescencia programada? Si las innovaciones no surgieran cada pocos meses, sino cada década tal vez hoy existirían los mismos celulares básicos de finales del siglo XX, a duras penas estaría terminando la era del televisor de tubos (CRT), las tabletas aún serían productos de las películas de ficción y el VHS aún sería el rey del entretenimiento casero. Lo ‘nuevo’ sería mucho más costoso y, por lo tanto, estaría al alcance de muchas menos personas.

Este mundo menos digital, menos emocionante y menos ‘democrático’ sería el de hoy si los fabricantes tuvieran ciclos de productos de lustros o décadas, pues no tendrían recursos para la investigación y el desarrollo de innovaciones.

Hoy, pocas personas, al menos en Occidente, protestarían al tener que usar pañales desechables para sus bebés en lugar de tela, o papel higiénico en lugar de otras alternativas milenarias. Entonces, ¿el enemigo es la obsolescencia programada? ¿O se podrían conciliar las posiciones impulsando una obsolescencia ‘menos inmediata’ y el uso de materiales ‘verdes’ que reduzcan los desechos tóxicos de la basura electrónica?

El debate no existe –no hay muchos defensores visibles de la obsolescencia programada–, pero es probable que se dé en los próximos años. César Franco, ingeniero industrial del Colegio Oficial de Ingenieros Industriales de Madrid, es uno de los pocos que opinan distinto: “¿Merece la pena encarecer el coste de fabricación de productos que serán funcional y tecnológicamente obsoletos antes de finalizar su vida útil?”.

‘Comprar, tirar, comprar’, contra el planeta

Más allá del debate sobre la sociedad de consumo y la falsa
ilusión de felicidad que esta genera, una consecuencia directa de la obsolescencia programada es la destrucción del medioambiente, por medio de las montañas de basura electrónica –y no electrónica– que se producen a diario.

El documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar, denuncia, por ejemplo, que Ghana es el botadero electrónico de Occidente, pues allí llegan tanto los desechos como supuestas donaciones de computadores que resultan inservibles. Pero de seguir las tendencias de consumo, en algunos años ese país no sería suficiente y todo el planeta podría convertirse en un basurero de tecnología.

“Quien crea que un crecimiento ilimitado es compatible con un planeta limitado, o está loco o es economista”, dice en el documental Serge Latouche, profesor de Economía de la Universidad de París y defensor del decrecimiento.