perspectiva

¿Para dónde va la especie?

Hombres-máquina conectados en complejas redes informáticas, un nuevo superhumano creado por la ingeniería genética o un hombre más sabio e integrado con la naturaleza. Nadie sabe cómo será el 'Homo Futuris'.

31 de enero de 2009

Hasta hace poco tiempo los investigadores de la evolución se dividían en dos bandos. Unos creían que el hombre futuro sería un gran cabezón: un ser con un enorme cráneo necesario para empaquetar un cerebro complejísimo y más masivo que el actual. Los otros argumentaban que la evolución biológica había terminado, que el desarrollo tecnológico y científico había puesto punto final a la brutal lógica de la supervivencia del más apto y que la evolución de la especie humana era ahora una cuestión puramente cultural.

Hoy se sabe que ninguna de las dos hipótesis es cierta. De un lado, los registros fósiles del tamaño del cerebro muestran que los días del rápido incremento de la materia gris son cosa del pasado. Del otro, el estudio del genoma humano indica que la evolución biológica del hombre no sólo ha continuado, sino que, de hecho, se ha acelerado.

Mediante el secuenciamiento del genoma y el análisis comparativo de genes pasados y presentes, el profesor John Hawks, de la Universidad de Wisconsin, reportó en diciembre de 2008 que el hombre ha aumentado su ritmo evolutivo unas 100 veces en los últimos 10.000 años, y que esto ha modificado cerca del 7 por ciento del genoma humano. El cambio, según Hawks, se debe al acelerado crecimiento de la población mundial, que ha aumentado unas 1.000 veces en ese lapso. Con más gente en el escenario, mayores son las probabilidades de mutación genética.

A la vez, el genoma ha tenido que adaptarse rápidamente a un mundo en constante cambio. Hace 10.000 años nadie cultivaba, nadie tomaba leche y nadie vivía en ciudades. El desarrollo cultural, científico y tecnológico, típico de la especie humana, no sólo ha potenciado sus probabilidades de supervivencia, al protegerla de los depredadores, las enfermedades y los desastres naturales. También ha modificado el medio ambiente a una velocidad tan abrumadora, que ha presionado un rápido cambio en los genes. De ahí la reciente capacidad humana de digerir la lactosa, o la resistencia a la malaria y la viruela, o incluso la propagación del autismo y el déficit de atención. "Estamos en un período crucial de la evolución. Por primera vez la herencia cultural está interviniendo en la historia biológica de la especie", afirma Jaime Bernal Villegas, director del Instituto de genética humana de la Universidad Javeriana. Y no es sólo porque ciertos genes se activen según los cambios ambientales. Según Bernal, cada vez se presenciará una mayor velocidad en la creación de genes sintéticos y en la producción de drogas farmacogenómicas. Los adelantos en la medicina genética relegarán los conocimientos actuales y posiblemente redireccionarán el rumbo evolutivo humano.

En efecto, muchos de esos adelantos ya están teniendo lugar. En algunas clínicas de fertilidad de Estados Unidos los padres ya pueden escoger ciertas características genéticas de sus hijos futuros, como el género, servicio que se ofrece con un ciento por ciento de garantía. También pueden reducir la probabilidad de que desarrollen enfermedades como el cáncer de seno o el síndrome de Sachs. Incluso, los padres con algún tipo de limitación física, como la sordera, pueden elegir que sus hijos nazcan sordos.

Esto ha puesto a volar la fantasía de muchos, que imaginan una nueva generación de niños genéticamente modificados y mucho más inteligentes, fuertes y longevos. Con sus ventajas evolutivas, la pequeña elite se autosegregaría social o geográficamente, al asegurar su superioridad y supervivencia. En unas pocas generaciones, sus genes podrían dar lugar a una nueva especie, mucho más apta que la actual.

Pero pensar que la genómica pueda llevar a la humanidad a ese escenario es ingenuo. Los genes usualmente llevan a cabo más de una función, y las funciones biológicas están codificadas por muchos genes a la vez. Modificarlos sin comprenderlos podría traer consecuencias totalmente inesperadas. De ahí que el genoma haya resistido durante dos décadas a las intervenciones humanas y la ciencia aún esté muy lejos de entender su increíble complejidad.

Otros, como el filósofo evolucionista Nick Bostrom, profesor de la Universidad de Oxford y fundador de la Asociación Mundial Transhumanista, le apuestan a un futuro en que el humano, con la ayuda de la nanotecnología y la cibernética, entrará en una simbiosis con las máquinas. En poco tiempo, el cerebro humano estaría integrado en red con los computadores, para dar origen a una nueva inteligencia colectiva. En el mejor de los casos, esto conduciría a un sistema social con altísimos niveles de complejidad, conocimiento y acción coordinada. En el peor, las máquinas se harían al control de la situación, y mucho de lo que hasta ahora se consideraba esencialmente humano -el sentido del humor, el amor o el arte- sería relegado como un software obsoleto y dejado de lado para siempre. Por ahora, sin embargo, estos escenarios no son más que ciencia ficción.

Un futuro menos ficticio resulta de imaginar los efectos del cambio climático sobre la humanidad, e integrarlos a su capacidad de adaptación y al progreso científico. No es incoherente pensar que los cambios ambientales se aceleren en los próximos 10 a 20 años y generen una fuerte crisis social, económica y alimentaria en el nivel global. El ser humano, si no se extingue, se vería presionado a frenar su explotación desmedida de los recursos naturales y a modificar rápidamente sus estructuras de organización social. Los patrones competitivos y acumulativos se verían relegados por nuevos sistemas de cooperación y de integración del hombre con la naturaleza. La tecnología se orientaría a preservar el medio ambiente y a aprovechar al máximo la energía, y los sistemas de comunicación se diseñarían para intercambiar rápida y efectivamente los bienes y los conocimientos.

Esta, como afirma el teórico de sistemas Fritjof Capra en su libro El punto crucial, sería una "evolución de la conciencia", que le daría al hombre "el potencial de vivir pacíficamente y en armonía con el mundo natural en el futuro". No sería de extrañar, vale decir, que en una situación de extrema presión, alguna mutación genética entrara en escena, y diera origen a una nueva especie. Al fin y al cabo, lo encantador de la evolución es que parece funcionar en saltos totalmente impredecibles. Y tratar de saber cómo será el Homo Futuris no es más que un ejercicio de la imaginación.