285 millones de personas sufren algún tipo de discapacidad visual en el planeta. | Foto: Pixabay

PSICOLOGÍA

¿Qué aprende de sí mismo cuando está ciego por una hora?

'Diálogo en la oscuridad' es una experiencia sensorial creada por el periodista y doctor en filosofía alemán Andreas Heinecke en 1988.

Alianza BBC
10 de julio de 2017

Recibe una invitación para vivir una experiencia que le describen más o menos así: "Vamos a caminar en la oscuridad por una hora, y nos va a guiar una persona ciega". Le parece interesante y acepta.

Pero como no es del tipo de persona que va a un sitio a ciegas, se pone a investigar. ‘Diálogo en la oscuridad‘ ("Dialogo nel buio" en italiano) es una experiencia sensorial creada por el periodista y doctor en filosofía alemán Andreas Heinecke en 1988, cuando en su trabajo en una estación de radio le pidieron que desarrollara un programa de rehabilitación para un compañero ciego.

Una vez inmerso en el mundo de la ceguera, y eliminados los propios prejuicios, Heinecke pensó que el mejor modo de acortar distancias era sacar a los videntes de su zona de confort y llevarlos a un mundo sin imágenes.

Para ello creó un recorrido de una hora en la oscuridad total y reprodujo en cuatro ambientes distintos olores, texturas y sonidos de la vida cotidiana. A la experiencia, presentada por primera vez en Franckfurt (Alemania) en 1989, la llamó ‘Dialogue in the dark‘.

Perfecto, por el momento no quieres saber más. Solo te resta esperar el día. Todavía no sabes que muy pronto descubrirás que el único modo de verse a sí mismo con claridad es no ver absolutamente nada.

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Nada que temer

En una sala en penumbras del Instituto de Ciegos de Milán, un anfitrión explica lo básico del recorrido que está por comenzar: la voz que sentirán adentro es la de Mauro, su guía no vidente. No encontrarán obstáculos en medio del camino, se guiarán con el bastón, pasarán por diferentes ambientes y finalizarán en un bar.

Lo oye pero no lo escucha, su cerebro ya está en alerta y no puede perder tiempo en detalles. Trata de registrar lo poco que aún ve, los rostros y dimensiones de sus cinco compañeros de recorrida, las telas negras que cubren las paredes, los bastones verdes que pronto serán repartidos. Quiere acumular información. Pero no le servirá de nada.

El alerta cerebral se traslada al resto del cuerpo: el ritmo cardíaco se acelera, las piernas se aflojan levemente, las manos le sudan. Se siente como en los instantes previos a tirarse de una montaña rusa. 

"Nuestro objetivo no es que se pongan en los zapatos de una persona ciega, la idea es que experimenten la vida con los otros cuatro sentidos", nos dice el anfitrión.

Cree que será difícil no pensar en las dificultades cotidianas de una persona ciega. Error: una vez en la oscuridad solo piensa en sí mismo.

"El miedo a la oscuridad está dentro de todos nosotros. Reflexiono sobre esto cuando veo a mis hijos, que necesitan que esté todo oscuro para poder dormir. Se trata de una oscuridad deseada y controlada. Pero cuando hay una oscuridad que no puede medir ni controlar, viene el miedo", explica Rodolfo Masto, que tiene baja visión y es el presidente del Instituto de Ciegos de Milán.

"Es una experiencia muy fuerte para las personas videntes porque el 85 % de la información la reciben a través de la vista", agrega Franco Lisi, no vidente desde que tenía 3 años y director científico del mismo instituto.

Entramos. "Ciao a tutti", escuchas decir a Mauro. Su voz suena áspera y desgastada, posiblemente nuestro guía ya no es joven. Su voz viene de arriba, seguramente es un hombre alto.

Mientras se presenta, usted intenta deducir dónde está ubicado. Lo tiene cerca, no hay dudas, pero ¿qué tan cerca? ¿Y los compañeros? Es como si se hubiesen esfumado. Estira su brazo derecho para tratar de entender cómo es el sitio en el que está. Pero es inútil, solo toca el vacío. Ya perdió la noción del espacio, su única certeza es el piso. Y la voz de Mauro.

"Vengan", dice el guía desde un punto distinto al que estaba un segundo atrás. ¿Adónde? ¿Cómo? Se aferra al bastón e intenta avanzar; pero camina lento, con pasos cortitos, como un anciano.

¡Habla Mauro, habla que sin su voz no voy a ningún lado!

Entonces recuerda las palabras del anfitrión sobre los "otros cuatro sentidos" y paras las orejas. Comprende que en la oscuridad sus oídos serán tus ojos.

"En la oscuridad hay nuevas dimensiones. Los videntes estamos habituados a recorrer con los ojos el perímetro en el que estamos, no solo el perímetro ambiental sino también el humano. En la oscuridad estas dimensiones se transforman, pierdes el sentido del tiempo y el espacio", aclara Masto.

Ya no puedes prejuzgar

Pasamos al primer ambiente. Toca una pared y se siente a salvo. Piso, pared y bastón: ¡tierra firme! Tiene unos segundos para recuperar la calma y escuchar el relato de Mauro, que habla sobre las peripecias de ser ciego.

Solo tiene una voz, su cadencia y un puñado de palabras. Se rompe la cabeza tratando de adivinar su rostro (por alguna extraña razón lo imagina con barba y gafas), sus gestos, los movimientos de su boca, su personalidad.

Quiere a toda costa deducir cómo es, no soporta la idea de no saber con quién está hablando. Pero no tiene las herramientas, sin sus ojos no es capaz de intuir ni un aspecto del carácter del otro. Ya no puede prejuzgar.

Entonces se vuelve un poco más animal y prueba con el olfato, busca con la nariz la información faltante. Pero no encuentra nada, su olfato está aburguesado. Mauro sigue siendo un misterio.

Ya lo había explicado Lisi: " ‘Diálogo‘ -quiere utilizar esta metáfora de la oscuridad que no se encuentra en la sociedad o en la vida cotidiana- para incidir en la discusión de grandes temas como la confianza, la solidaridad, el respeto; y todo ese sistema de prejuicios que alejan a las personas. Hoy todos vivimos un poco más desconfiados de nuestro prójimo".

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El sentido del tacto te pasa factura

Llevas media hora en la oscuridad y sus ojos siguen buscando un rayo de luz, un punto blanco, una referencia que le devuelva al espacio. ¡Ya basta, olvídese de ver, sienta! Y al minuto está otra vez mirando hacia abajo, esperando que una lucecita se cuele por debajo de alguna puerta.

"Toquen, traten de adivinar qué es", dice Mauro en el segundo ambiente.

Son formas en relieve sobre la pared, es un libro en braille, son plantas, semillas. Recorres las formas con la punta de los dedos, se concentra al máximo, hurga entre las millones de imágenes que tiene en su cerebro. Pero adivina solo una, la más obvia.

El sentido del tacto le pasa factura: "Claro, si solo se acuerda de mí solo cuando se quema".

Entramos en la ciudad. La voz del guía se confunde con el sonido de motores de autos y de motos, helicópteros, bocinas. Perdió su faro, todo parece todavía más negro. ¿Por dónde seguimos, Mauro? Pregunta tonta. Adelante, atrás, izquierda o derecha, qué más da, cualquier movimiento parece ser hacia el vacío.

Por primera vez durante el recorrido piensa en cómo será ser ciego en la ciudad: aterrador.

"De las personas videntes aprendí que lo distinto es el sistema de razonamiento, que mis puntos de referencia no son los mismos y que, por lo tanto, cuando nos relacionamos con personas videntes debemos entrar de alguna forma en ese sistema diverso. Lo mismo vale al contrario", dice una de las guías, Arianna, 29 años, que trabaja aquí desde 2011 y que no ve desde los 7 años.

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Última estación

Saliendo de la ciudad le abraza el olor a café. Ok, fácil, llegué al bar, la última parada del viaje.

Una voz femenina le da la bienvenida. Es dulce y segura, como la voz de una abuela. Le vienen ganas de abrazarla y de pedirle que le cuide.

¿Qué van a tomar?, pregunta la señora. Notas que sirve las cinco bebidas sin derramar una gota. Ha mejorado, ya escucha los detalles. Luego busca su mano para pagar y no se siente incómodo, en este contexto tocar es estrictamente necesario.

De la barra pasa a una mesa. Una vez sentados, nuestras voces denotan que volvimos a la calma. Tal vez porque luego de una hora recuperamos la confianza, tal vez porque cuando está sentado la oscuridad ya no le respira en la nuca.

"Es hora de despedirnos", dice Mauro luego de una breve charla. "Síganme que los llevo a la salida". Camina pocos metros y ¡al fin!, un poco de luz, una cortina negra, la espalda del compañero de adelante. Quiere correr y sacar de una vez su cuerpo de la oscuridad. Pero avanza como en cámara lenta.

Pasa una cortina y frente a usted, una pequeña sala en penumbras, un espacio definido que empieza y que termina, que ve. Y ahí se encuentra con un elegante Mauro, nuestro guía, que no tiene lentes ni barba, que no es para nada anciano (tiene 47 años) y que es menos alto de lo que pensaba. Lo observa al detalle, pero a pesar de la hora compartida, no lo reconoce.

El reencuentro con la luz es como renacer. Y aunque no tenga lógica, parecería incluso que respira mejor. Se siente a salvo.

Dice Franco Lisi que "en la oscuridad emergen cosas que en otro sitio permanecen ocultas", y tiene razón.

En la oscuridad descubre una dimensión de sí mismo que nunca vio.

Salen a la luz sus prejuicios y sus limitaciones, sus miedos, su torpeza. Se le hace evidente lo poco que cultiva sus restantes cuatro sentidos y le rompe los ojos el hecho de que, a pesar de las mejoras en políticas de accesibilidad, la vida cotidiana de un ciego es una interminable carrera con obstáculos.

Se retira confuso pero con una certeza: la oscuridad le abre los ojos.