testimonio

“...Y volví a hablar”

Gracias a una prótesis, el ex vicefiscal Adolfo Salamanca recuperó la voz que había perdido por un agresivo cáncer que le afectó la garganta. Esta es su historia.

25 de marzo de 2006

"Eran las 5 de la tarde del pasado 16 de febrero. En ese momento volví a hablar. Mi familia lloró, los médicos sonrieron, las enfermeras se abrazaron. Y yo me escuché. Era como una fiesta. Después de 16 meses de silencio podía hacer de nuevo algo tan elemental y a la vez tan trascendental como decir gracias. Y ahora lo digo y lo grito: gracias, gracias a todos los que me ayudaron a recuperar la voz que perdí el 16 de octubre de 2004.

Aquel día empezó mi tragedia. Aunque en realidad debo precisar que todo se inició meses atrás. A principios de ese año empecé a sentir muchas molestias en la garganta. Carraspeaba, sentía fastidio y en ocasiones dolor. Fui donde varios médicos que se sorprendieron, pues no encontraban nada anómalo. Me inquieté. Presentía que algo no estaba bien. Además, lo confieso, me conozco bien y me puse a hacer las cuentas y sumé 30 años de fumador empedernido. Era demasiado el cigarrillo que me había fumado para que mi garganta estuviera intacta. Así que insistí con los médicos y ellos decidieron hacerme una biopsia. El resultado me confundió más, pues sólo me encontraron un hemanglioma que es algo así como un nudito en las venas.

Consulté a una cadena de profesionales y a todos les pareció que los resultados eran correctos. Sin embargo, me sugirieron exámenes más profundos. Me entregaron los resultados el 14 de octubre: "Usted tiene un cáncer agresivo y altamente riesgoso. Está muy avanzado. Está es la garganta, en las cuerdas vocales. Toca operarlo de inmediato", me dijeron.

Siempre he sido una persona reflexiva y muy analítica. Así que tomé aire y les dije a los médicos que siguiéramos adelante, pero que me dieran un tiempo para hablar con toda mi familia. Me dieron dos días.

Llegué a mi casa y hablé con mi esposa, Marta Lucía Núñez, también abogada y magistrada del Tribunal Superior de Bogotá. Nos abrazamos y prometimos salir adelante. Luego charlamos con nuestros hijos: Camila, una economista de 26 años, y Daniel, un artista de 22. A pesar de su juventud me encantó su reacción tan madura. El abrazo conjunto que nos dimos fue tan fuerte, que disipó cualquier duda: saldríamos bien librados de semejante prueba.

A los dos días, el 16 de octubre, entré al quirófano de la Fundación Santa Fe. Me sorprendió la calidez de la gente, el alto nivel profesional de cada uno de sus trabajadores. Como todo había sido tan rápido y lleno de imprevistos, una hora antes uno de los médicos me informó sobre la posibilidad de que tuvieran que cortarme el esófago, por lo que necesitaban mi autorización para quitarme piel del brazo o del estómago para reconstruirlo posteriormente. Firmé con absoluta naturalidad, por la confianza que ellos me transmitían.

Y entonces me anestesiaron. Sabía que podía morir. Sin embargo, me fui quedando dormido con tranquilidad. Al fin y al cabo, yo estaba muy agradecido con la vida. En ese momento cumplía 53 años. Y al echar un vistazo me di cuenta de que todo había sido gratificante. Nací en Manizales en el seno de una familia donde me enseñaron sólidos valores como la honestidad a toda prueba. Me gradué de abogado en la Universidad Nacional, a donde entré a trabajar como docente. De allí fui nombrado como el primer comisionado de la Policía que tuvo el país y luego pasé a la Fiscalía General de la Nación. Me nombraron vicefiscal. Fui uno de los fiscales que manejó el proceso 8.000, un caso donde obré correctamente y siempre apegado a la ley. Además, formé una familia muy unida, muy solidaria, con hijos transparentes. Es decir, aunque no quería morir, sabía que esta era una posibilidad natural, pero contaba con la certeza de que podía irme tranquilo.

Durante 10 horas los médicos hicieron su trabajo. Vaciaron mi garganta, quitaron aquí, cortaron allá y extirparon el cáncer en su totalidad. Y me colocaron la prótesis. Sin embargo, cuando desperté no pude hablar.

Al principio fue muy angustiante. Es cierto aquello de que uno no sabe lo que tiene sino cuando lo pierde. No poder hablar es como estar atrapado, encarcelado dentro de uno mismo. Los médicos trataban de hallar el problema y mientras tanto yo tenía que seguir con mi vida. Volví al trabajo, ahora como decano de la facultad de derecho de la Universidad Nacional. Y ocurrió un hecho maravilloso: el abrazo de los colegas, la voz de aliento de los estudiantes, el estímulo de los directivos. Alrededor de mí se creó una cadena de solidaridad que nunca permitió que me hundiera en la depresión.

Por el contrario, si estaba a punto de sentirme triste y derrotado, ahí llegaba el mensaje de cariño de un conocido que probablemente llevaba años sin ver y que me llamaba para transmitirme su energía como si nos hubiéramos visto ayer. Eso, sumado al apoyo de mi familia, me hizo invencible. No me podían derrotar. Durante casi dos años no pude hablar, pero nunca abandoné mi trabajo. Al principio me defendía con papelitos, luego con el computador, después con un proyector video beam. Siempre estuve en las reuniones de la decanatura y en los consejos académicos de la universidad. Y, a cada instante, los profesores me apoyaban. Me trataban como a un igual. Entonces aprendí que cuando una persona está enferma, necesita del amor de todo el mundo, requiere armarse de optimismo, fortalecer su creencia en un ser superior, y así se sale adelante. Y lo digo con conocimiento de causa, pues en mi situación debí sumergirme en el mundo de la medicina y encontré un país donde hay gente que padece enfermedades terribles y dolorosas pero, al mismo tiempo, hay en todo momento una enfermera o un médico que trabaja las 24 horas para ayudar a recuperarlos.

Ese fue mi caso. El Instituto Nacional de Cancerología, la Fundación Santa Fe, el Centro Oncológico Javeriano, la Clínica Palermo y otras entidades se volcaron sobre mí. Entonces el médico Juan de Francisco me dijo que me iba a operar de nuevo y que iban a traer de Ámsterdam a un especialista holandés. Se trata del profesor Franz JM Hilgers, una autoridad mundial en este tipo de intervenciones. Se trataba de colocarme un dispositivo sencillo pero de una importancia descomunal: que filtrara el aire para que yo pudiera hablar.

Entré al quirófano con la misma convicción de hace dos años: "Me va a ir bien, la vida vale la pena, voy a vivir", me decía y repetía, porque si bien las herramientas científicas y los medicamentos son muy importantes, en el interior de cada paciente debe haber un amor infinito por la vida. Es la mejor medicina para ayudar a los enfermos a sanar. Además el doctor Hilgers me dijo: "Todo está bajo control y estás en excelentes manos", en referencia a los médicos colombianos, de quienes además dijo que eran maravillosos y muy competentes. Y es que en este proceso aprendí que la diferencia con los galenos del llamado Primer Mundo está solamente en los elementos técnicos que ellos tienen al alcance en sus países. Nada más. En calidad, los nuestros están a su misma altura.

La operación fue el 16 de febrero. Esta vez fue más corta, apenas unas tres horas. A las 5 de la tarde yo estaba consciente. Escuché la voz del doctor Hilgers: "Tell the numbers from one to ten". Respondí casi de inmediato, en voz alta: "One, two, three...". Iba en esas cuando el doctor Hilgers salió corriendo y gritando: "Mr. Salamaca is talking, Mr. Salamaca is talking". Los demás médicos sonrieron, mi familia lloró. Todo era una fiesta".