OPINIÓN ON LINE

Otra manera de quemar libros

No sé si al profesor Miguel Ángel Beltrán le gustan o no de las FARC, si es amigo de algún comandante. Lo que sé es que la Fiscalía no pudo probar que tuviera vínculos con la guerrilla.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
21 de septiembre de 2014

Reconozco que debí escribir esta columna hace muchos días. Y si no lo hice es porque desestimé el miedo que produce el procurador Alejandro Ordoñez. No pensé que seriamente el rector de la Universidad Nacional cumpliera la orden de destitución del profesor Miguel Ángel Beltrán, emanada por ese ente de control, incluso después de que Ordóñez ha perdido todo pudor en mostrar su agenda anti-izquierda, y el uso político que le da a su cargo.

La historia de Beltrán comenzó en el 2009 cuando la inteligencia de la Policía se empeñó en demostrar que el profesor de la Universidad Nacional Miguel Ángel Beltrán, quien cursaba un posdoctorado en México, era Jaime Cienfuegos, un intelectual mencionado en los computadores de Raúl Reyes. El profesor fue extraditado hacia Colombia, esposado y humillado como si fuera un peligroso delincuente. Tiempos aquellos en los que las autoridades de este país podían lograr la captura internacional de quienes son requeridos por la justicia en su suelo (Así de eficiente fuera el sistema para capturar a los prófugos Arias, Hurtado, Restrepo, etc).

Las pruebas que el Gobierno tenía contra Beltrán siempre fueron débiles. Unas fotos tomadas en México en tiempos del Caguán en las que se veía al profesor conversando con miembros de las FARC, que él ha atribuido a investigaciones académicas. Y los correos del supuesto ideólogo llamado Cienfuegos. Por cierto, hasta ahora no he podido entender muy bien cuál es la función de los tales ideólogos de la insurgencia. Si son quienes inspiran a los guerrilleros para cometer sus fechorías, o dan órdenes, o crean doctrina. En todo caso, parece un oficio bastante inútil en unas organizaciones que no han hecho más que repetir su discurso al infinitum, sin reparar en los cambios del mundo.

El otro cargo que le imputaban a Beltrán era el de ser reclutador. Los argumentos de la inteligencia, que tuvo finalmente que desestimar la Fiscalía, eran que el profesor organizaba congresos de sociología para convencer a los estudiantes de levantarse en armas y que estos, como borregos, obedecían. Presumían sus acusadores de que las universidades públicas, y en especial La Nacional, no son espacios para el debate sino antros del delito.

Finalmente la Fiscalía no pudo probar que Beltrán fuera Cienfuegos, ni que hubiese cometido acto ilegal alguno. De hecho, hubo hasta informantes y testigos que dijeron que no, que el señor no tenía nada que ver con las guerrilla. Para entonces ya su carrera como intelectual estaba manchada y había pasado casi tres años en la cárcel. Pero eso era poco para Ordóñez, que siguió el proceso disciplinario y le aplicó todo el peso de su poder: lo destituyó e inhabilitó por 13 años para ejercer cargos públicos, es decir, para ser profesor de la Universidad Nacional.  

Yo no conozco a Beltrán. No sé si gusta o no de las FARC, si es amigo de algún comandante o si tiene simpatías con la insurgencia. Lo que sé es que la Fiscalía no pudo probar que tuviera vínculos con la guerrilla. Y que el fallo de la Procuraduría que lo destituye señala como sospechosas actividades que por lo menos a mí me parecen de lo más normal en la vida universitaria. Creo que a Beltrán lo han sancionado draconianamente por expresar su pensamiento, por lo que ha dicho y ha escrito sobre el conflicto, sobre la guerrilla, y eso en nuestra vida universitaria solía llamarse libertad de cátedra. Y en nuestra doctrina constitucional se denomina (espero que aún) libertad de expresión.

Se me hace escandaloso que en este país que presume de vivir aires democráticos renovados haya pasado de agache la destitución del profesor y, más aún, que se haya consumado muy a pesar de que un grupo de profesores de la Universidad Nacional alertara sobre el riesgo que su cumplimiento implica para la deliberación académica. Uno entiende que Ordóñez sea temido por el uso arbitrario que ha hecho de su poder y porque, al parecer, nadie puede detenerlo. Pero la Universidad, y en particular sus directivas, debió leer este fallo como lo que es en realidad: otra manera de quemar libros.