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Una madre kurda camina con su hijo en un campo de refugiados cerca de la frontera entre Siria y Turquía. Foto: Gokhan Sahin/Getty Images.

Crónica

Diáspora Blues: siete relatos desde la ruta de los refugiados

Esta colección de historias es el resultado de un largo viaje en las tierras arrasadas por ISIS en Irak, a través del Valle de Bekaa, cerca de Damasco, y por los campos europeos adonde llegan los caminantes fatigados de la diáspora árabe.

David González M.
24 de abril de 2017

So,
Here you are
Too foreign for home
Too foreign for here.
Never enough for both

Ijeoma Umebinyuo

Abdel
Sinyar, Irak


Abdel. Foto: David González. 

A orillas de un hueco mal tapado con huesos humanos y trozos de ropa barata desgarrada, a unos kilómetros de las montañas sagradas de los Yazidi, en Sinyar, Irak, Abdel me explicó las razones de la diáspora.

“Acá trajeron a mi familia. Yo estaba allá, escondido en lo alto”. Señala los picos fríos de una serie de montañas que rodea el valle de Sinyar. Unos metros al norte se alza desde una llanura ocre el humo denso de un mortero recién lanzado. Es el frente de batalla, una línea de trincheras larguísima que las guerrillas kurdas Peshmerga han construido para mantener a raya los ejércitos del Estado Islámico.

No hace mucho, esos ejércitos de banderas negras invadieron y arrasaron el pueblo de Abdel.

“No hubo tiempo de buscar nada. Era de madrugada cuando todo se volvió caos. Corrí”. Muchos quedaron en el camino. Abdel permaneció tendido en medio de la maraña. Estuvo así un par de días. Llegó más gente del pueblo, uno con binoculares. Se los turnaron para ver impotentes la serie de eventos que acontecieron los días siguientes.

Primero, se llevaron a las mujeres jóvenes en camiones hacia adentro de la frontera Siria. Luego marcaron con graffiti las viviendas sunitas -esas no las volarían-. Inmediatamente, los soldados del califato llevaron hacia esa planicie a los ancianos, a los que se resistieron a convertirse al islam, a los no aptos para combatir. Los bajaron del camión y les ordenaron abrir esos inmensos huecos mal tapados. Abdel reconoció varios rostros: primos, vecinos, amigos de infancia.

Cuando terminaron las fosas, los obligaron a arrodillarse. El ruido de las balas se oyó aún más fuerte en lo alto de las montañas. Abdel no podía dejar de mirar, no entendía. “El miedo es algo terrible. Paraliza”.

En ese entonces Abdel era un campesino y vendía sus productos en la tienda de abastos de la plaza central. Hoy, casi un año después, carga un fusil Kalashnikof y maneja una camioneta Chevrolet vieja de platón. Se ha unido, sin ser kurdo, a la guerrilla kurda de los Peshmerga.

Su pueblo sigue destruido y solo es habitado por soldados. Miles se fueron. Los edificios fueron quemados hasta sus cimientos por las bombas americanas y las que el Estado Islámico plantó durante su retirada, cuando fueron vencidos. A los lados de la vía que se enrosca en las montañas para salir a Duhok, a Erbil, incluso a Mosul, solo hay carpas de personas que lo han perdido todo. Algunas se sientan a orillas de la carretera a observar, a esperar que pase el día; otras caminan sin destino.

“Es el miedo”, repite Abdel. Esa es la causa de la diáspora.

Ibtisam
Valle de Bekaa, Líbano


Ibtisam. Foto: David González.

Todavía es una mujer bellísima. Lleva puesto un impecable traje purpura y una burka blanca casi del mismo tono de su piel. Sus ojos verdes se ven más claros cuando habla de su esposo muerto por las bombas del dictador de Siria, Bashar Al-asad

“Él odiaba las armas, de verdad. Pero así es la guerra”. Su marido era maestro de obra en Damasco. Ella, ama de casa como casi todas las mujeres de su comunidad. Llevaba una vida simple, dedicada a cuidar sus hijos, a cocinar, a mantener impecable los tapetes coloridos de la casa. Pero un día empezó la revolución.

Su esposo se unió a las protestas, que con el tiempo se transformaron en un ejército. Luego vino la guerra. Al comienzo sucedía lejos, pero algo se veía en las noticias. En cuestión de meses la guerra llegó a las faldas de Damasco.

Como la gran mayoría de Daraya, un suburbio a las afueras de la capital siria, se había unido a la oposición, Assad los bombardeó en represalia día y noche. Ella, en su vida simple, nunca se imaginó lo estridente que es el ruido de la guerra. Le pidió a sus cinco hijos que no salieran a la calle y que no volvieran a la escuela.

Una tarde de domingo, una de las explosiones cayó cerca de su casa. Sus vecinos fueron borrados del mapa. Su esposo, siempre atento, salió a buscar sobrevivientes, junto a cuatro vecinos. Una segunda bomba cayó y los mató a los cinco.

Ibtisam todavía llora cuando recuerda el día en que murió su esposo.

Con el tiempo la guerra trae el hambre, que mata a más gente que las bombas. Ibtisam tuvo que tomar una decisión radical. Debía irse de Siria. Huyó por las montañas hacia la frontera del Líbano. Huyó sin un hombre, con sus hijos a cuestas. Eso para ella era toda una revolución.

Horas después llegó al valle de Bekaa: una llanura lodosa y tranquila rodeada de montañas nevadas y en la ruta que va de Damasco a Beirut. Allí la recibió una ONG musulmana que, canalizando la ayuda humanitaria de organizaciones multilaterales, da una pensión de 19 dólares mensuales por hijo y por familia.

El pueblo de Barelias en el Valle de Bekaa ha recibido aproximadamente a 70.000 sirios. Y en el Líbano, 50 veces más pequeño que Francia, hay poco más de un millón -casi la totalidad de solicitudes de refugiados sirios que ha recibido Europa-.

Líbano fue el primer destino de la diáspora Siria. Y hoy es un país habitado por gente rota y poseída por las memorias de su vieja nación. En ese pequeño país también habitan 450.000 refugiados palestinos, cerca del 10% de la población, desde los tiempos de las guerras con Israel.

Ibtisam logró ubicarse en una caravana que vistió con tapetes persas y fotos de su esposo. Tal como en casa.

“Acá hay una fuerte carencia de todo”, me dice. No cree poder llegar más lejos. No se imagina con sus hijos en Europa. No habla otro idioma. Ya se ha resignado a su nueva vida. Por lo menos allí no aguanta hambre y en invierno, cuando las temperaturas bajan de cero grados y el frío se condensa sobre el techo y gotea dentro de la caravana,  tiene un calefactor al que arrimarse.

Lo que si no imaginó es que la guerra iba a seguir con ella: “Hay noches que la sueño y la oigo”. En esas mismas noches ve de nuevo el rostro vivo de su esposo.

Haleb
Vía a Idomení, Grecia


Haleb. Foto: David González.

Haleb entendió pronto que si decía que era sirio, recibiría más ayuda de toda esa infraestructura civil humanitaria que extiende sus negocios de campo en campo por las fronteras cerradas de Europa.

Por eso cuando lo conocí, en el terminal de buses del pequeño pueblo griego de Polikastro, volvió a insistir en que era sirio. Incluso describió una historia terrible de un bombardeo ruso en su pueblo, cerca a Holms.  De camino a Idomení me contó que debía intentar llegar a Francia antes del Ramadán. “Estaré muy débil cuando empiece el ayuno, debo llegar antes”.

Le gusta Francia, tiene unos primos allá. Incluso ese día lleva un saco del Paris Saint Germain. Es fan del fútbol, del bueno. Ya intentó cruzar una vez a Francia, pero la policía de Macedonia lo detuvo unos kilómetros más allá de la frontera. Esa noche, le golpearon todo el cuerpo y le fracturaron un brazo.

“Todavía tengo marcas”, dice. Se levanta el saco y muestra unas cicatrices moradas sobre la piel. No pudo mover el brazo por varios meses. Hace unos días volvió a estirar el brazo por completo. Sintió que era el momento para hacer un nuevo intento por cruzar.

Todo es más difícil desde que la Unión Europea cerró sus fronteras y firmó el pasado 4 de abril un pacto de retorno de refugiados a los campos turcos. Los turcos son duros: no tienen las restricciones de las democracias occidentales a la hora de encarcelar a los refugiados. “No iría a Turquía por nada del mundo”, afirma. El mundo debería prepararse para vivir de una manera más plástica y nómada, explica Slavoj Zizek, el polémico filósofo esloveno, en La nueva lucha de clases: Los refugiados y el terror. Pero tanto Zizek como Haleb gritan a oídos sordos.

El bus nos deja a un kilómetro de la frontera con Macedonia. En el fondo se ven cientos de carpas que florecen cada día sobre los campos de trigo de Idomení y rodean una estación de trenes oxidada. Al otro lado de la cerca, se levantan unos molinos de viento sobre las montañas.

Caminamos por una trocha solitaria en medio de los campos griegos. De tanto en tanto, nos cruzamos con gente, en su mayoría hombres jóvenes de Pakistán, de Irak, de Siria… “Vienen de todos lados. Hasta de Libia, como yo”. Sonríe y confiesa su mentira.

“¿Qué más da de donde vengo? nadie anda estos caminos a menos de que esté obligado a hacerlo. Hoy Libia es un infierno igual o peor que Siria”, dice Haleb.

En el mismo libro, Zizek recuerda unas palabras de Gadafi, el dictador libio ya muerto: “Escuchad, gentes de la OTAN. Estás bombardeando un muro que ha impedido la emigración africana a Europa y la entrada de terroristas de Al Qaeda. Ese muro era Libia, y lo estáis rompiendo.”

Toda acción tiene una reacción. Toda guerra tiene una diáspora.

Ehab
Idomení, Atenas, Grecia


Ehab. Foto: David González.

Cada ser humano tiene un aroma particular. Pero cuando duerme junto a decenas de personas, esa particularidad se mezcla con otras y se transforma en una genérica: un olor rancio y ácido. El olor de la humanidad.

Ehab, estudiante de Ingeniería Robótica de la Universidad de Holms, ya olía a humanidad en el campo de refugiados de Idomení, unas semanas antes de que el gobierno griego diluyera el centro de refugiados y trasladara a sus ocupantes a campos militares.

Esa noche hizo menos frío. Aun así nadie podía dormir. Afuera de la carpa niños lloraban, el viento crudo helaba los huesos y ahuyentaba el sueño. Unos días antes, un viejo pakistaní murió allí mientras dormía.  Ehab pasó la mayor parte de la noche junto con otros sirios, jugando cartas, arrumado a algún fuego. Esperando.

Había huido de Siria sin conocer la guerra. Cuando empezó la revolución regresó a Tartus, la ciudad de su familia, una villa pacífica cerca al Mediterráneo. Allí espero. Creyó que la guerra no duraría mucho y él podría terminar sus estudios. Soñaba con hacer robots que construyeran aviones.

“Este es un viaje por mi libertad”. En un punto de la guerra en Siria, todo hombre entre los 18 y los 44 años fue llamado a hacer parte del ejército de Assad. Cuando llegó su turno, Ehab decidió irse.

Viajó por Turquía, donde fue explotado laboralmente en una fábrica de zapatos durante cuatro meses. Trabajó por 700 liras al mes. Cruzó el Egeo, ese campo santo de agua de cuerpos sin nombre. Y un día llegó a Idomení y esperó.

Las fronteras ya se habían cerrado. En los primeros meses se inscribió al programa de relocalización de la Unión Europea. O por lo menos lo intentó. Parte del proceso consiste en una cita por Skype que pocos consiguen y la única señal de internet del lugar viene de la sobrecargada antena de la Acnur.

Luego de unos meses se cansó. Regresó a Atenas. Allí espera en una ciudad donde no se habla árabe y apenas se entiende el inglés.  Fue confinado a un campo de refugiados administrado por los militares cerca de Pyreos. Esos lugares se vuelven guetos, donde sobreviven los caminantes unos con otros, sin estratos, sin clases. El que sueña con hacer robots que vuelan, duerme al lado del excombatiente, del obrero, de la viuda.

Afuera de la barrera lo apabulla una ciudad hostil al musulmán, con sus McDonald’s y sus turistas, con sus perros de raza, sus grafitis y sus ruinas. Hace poco, luego de interminables meses, recibió un lacónico mensaje del programa de relocalización: “Has sido elegido por Alemania”.

Muhhammed Haniche
Saint Dennis, Francia

El gobierno francés de Nicolas Sarkozy había desmontado la jungla de Calais a la fuerza: la ciudad vivía un verano lluvioso y la tensión entre el gobierno y los ciudadanos liberales había resultado en las protestas de la plaza de la Independencia. Francia era incertidumbre.

Al norte, en un banlieu, en la región marginal de Saint Dennis, adonde llegó la policía francesa en busca de los militantes del Estado Islámico luego de los atentados del 13 de noviembre de 2015, Muhhammed Haniche, un viejo musulmán algeriano, me explica porque va a ganar la derecha fundamentalista de Le Penn en las próximas elecciones: “Muchos musulmanes quieren votar por ella, así por lo menos la crisis toca fondo”.

Haniche dejó Algería en 1982. Llegó directo a Saint Dennis y ha visto su comunidad moldearse y cambiar. Al barrio llegaron los bloques de apartamentos, los trenes, las vías y las escuelas. Pero junto a esas mejoras, también vio crecer el malestar que hoy los estigmatiza como una de las comunidades problema de Francia.

“Si un muchacho dice que es de Saint Dennis, va a tener problemas para conseguir empleo”, afirma. Cuando estallaron las protestas en 2005, la semilla de la violencia brotó primero en una parte de Saint Dennis. Decenas de jóvenes, hijos de refugiados, de migrantes, crecidos en Francia, salieron a las calles y destrozaron carros, bloquearon vías y se enfrentaron a la policía. La película Le Haine –El odio- resume el sentimiento de los habitantes musulmanes de los banlieu.

Mohamed dice que el problema es la política, no la infraestructura. En un país de más de 6 millones de árabes, deberían tener por lo menos 50 parlamentarios. “Tenemos dos”, afirma. Él asegura que la falta de representatividad no permite que se negocien mínimos fundamentales para su comunidad. Una de ellas, por ejemplo, es el laicismo fundamentalista del estado francés: “Tiene usted unos medios que viven diciendo que los musulmanes somos invasores. Luego unos políticos cada tanto quieren exigir que nuestras mujeres no usen el velo en las universidades, en sitios públicos, que nuestros hijos coman carne de cerdo en las escuelas públicas. ¿Eso no es violencia?”.

Ha sabido de jóvenes de la comunidad que se han marchado a Siria a unirse a la lucha yihadista. “El gobierno sabe a qué se van esos chicos llenos de resentimiento y los deja ir”. Para él, los ataques del Estado Islámico en París han creado unas condiciones de negociación política muy difíciles entre la creciente comunidad musulmana y el gobierno central. “¿Cómo vamos a negociar los cambios políticos? No nos oyen. Somos los invasores”.

Mohamed tiene ya su pasaporte francés y es el líder de una organización que se llama UAM 93, que hace de puente entre el Estado y distintas organizaciones musulmanas francesas. “Como otros millones he vivido más años acá que en el país donde nací. Entonces ¿Si no soy francés, de dónde soy?”, pregunta.

Afuera caminan en las calles de Saint Dennis: hijos de refugiados de la revolución tunecina, sobrevivientes de la guerra en Algería y de la del Líbano, exiliados iraquíes, iraníes, afganos y desde unos años para acá,  sirios.

Eso es la diáspora.  

Suzon Garrigues
Pere-Lachaise, Francia


La tumba de Suzon Garrigues. Foto: David González.

A unos pasos de la tumba florida de Jim Morrison en el cementerio parisino de Pere Lachaise, hay otra tumba colorida más reciente. Es la de una mujer bellísima de labios carnosos y unos  inmensos ojos azules.

Dice una pequeña placa dorada sobre la tumba que vivió 21 años y que su nombre era Suzon Garrigues. Ocasionalmente, los turistas que recorren las calles estrechas del Pere Lachaise se detienen y toman una foto.

En su perfil de Facebook, el último cambio se realizó el 26 de febrero de 2015. Ese día Suzon cambió su foto de portada por la de un viejo bus amarillo que se dirige hacia algún lado por una carretera rodeada de árboles tropicales. Una reseña del diario Le Parisien recuerda que Suzon era estudiante de tercer año de lenguas modernas de la Universidad de la Sorbona y que era hija de un dermatólogo de Maisons-Laffitle.

En otro aparte del perfil del Le Parisien, se recuerda que Suzon era amante de los poemas de Zola, ese feroz  escritor que en épocas de antisemitismo alzó la voz para defender a un general judío y pagó por eso el exilio y la cárcel.

En un especial de Le Monde, se agrega que Suzon era fan de Keith Richards, del buen rock, amaba las ostras y el vino tinto.  Ese 13 de noviembre de 2015 decidió llevar a su hermano menor al concierto de Eagles of Death Metal en el teatro Bataclan.  

Unas horas después, tres hombres irrumpirían en el teatro y matarían a Suzón y a otras 90 personas. Algunos sobrevivientes escaparían a través de los cuerpos muertos y los pozos de un centímetro de sangre en profundidad, hacia las calles del barrio de clase media parisino donde está el teatro.

Esa misma noche la policía descubrió un celular en una de las canecas cercanas al teatro. El celular tenía fotos del lugar, planos y mensajes desde la comuna anexa de Saint Dennis, de un conocido combatiente de ISIS: Abdelhamid Abaaoud, un joven belga de origen marroquí, criado con todas las comodidades en Molenbeek, en Bruselas.

El joven había estudiado en el Collège Saint-Pierre d’Uccle, un exclusivo colegio privado católico de Bélgica. Sus papás eran dueños de un almacén de ropa y la familia llevaba una vida fácil en un barrio de clase media..

Dos días después de la masacre en Bataclan, la Policía dio con Abdelhamid, cerebro de los atentados del teatro, y con cinco de sus hombres en la comuna marginal de Saint Dennis. Los enfrentamientos resultaron en la muerte de los seis combatientes del Estado Islámico, luego que uno de ellos, una prima de Abdelhamid, se inmolará ante la inminente captura.

En Twitter, bajo el Hashtag #RechercheParis, que sirvió para ubicar sobrevivientes de la masacre del Estado Islámico, se encuentra el nombre de Suzon en un par de menciones. Un amigo de Suzon, de nombre en redes  @ThomasHustla escribe:

“Gracias a todos quienes dieron RT al #RechercheParis de Suzon en el Bataclan. Gracias. Pero ya era demasiado tarde…”

Aylan
Frankfurt, Alemania


El mural de Aylan, en Frankfurt. Foto: David González.

Sobre el río Meno, en el centro de la capital financiera de Alemania, se alza un mural de 20 metros con el cuerpo adormecido de Aylan, el famoso niño sirio que yació ahogado en la playa turca de Bordum. Según cuentan los medios, él nunca conoció lo que es vivir en paz.

Creció en Kobani, una ciudad siria cerca de la frontera con Turquía. En el vendaval que arrasa Siria, Kobani fue un bastión de resistencia de las guerrillas kurdas contra la expansión del Estado Islámico y los bombardeos del régimen de Assad. Se estima que 300.000 personas huyeron de allí, incluido Aylan y su familia, quienes desesperados y atrapados en el limbo de la burocracia humanitaria, decidieron una noche cruzar el Egeo. Lo demás es historia.

Unos días después de que los artistas alemanes Justus Becker y Ogus Zen decidieran levantar el inmenso mural en honor a Aylan, el grafiti fue vandalizado. Sobre Aylan pintaron la frase: “Las fronteras salvan vidas”. Según la prensa alemana ese slogan es comúnmente utilizado por el grupo político nacionalista de derecha Pegida.

Los autores volvieron a reunir fondos para arreglar el graffiti. Pero unos meses después, de nuevo Aylan había sido atacado. Esta vez los cambios no se ven de un vistazo. Hay que detenerse. Y entonces se descubre que a Aylan le han pintado los ojos de rojo y unos pequeños cachos de diablo.

Algunos padres que caminan por el sendero peatonal que conecta esa parte de Frankfurt con el distrito histórico se quedan viendo el grafiti. Pero la mayoría no se detiene para detallar la figura vandalizada de Aylan. Caminan tranquilos y sonrientes. Sus niños juegan en los parques en medio de céspedes cortados y perros gordos que espantan a los cisnes. Caminan despacio, sin afán, hacía las vías iluminadas que llevan adentro, bien adentro, a lo profundo de Europa.