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El cementerio británico fue el primer cementerio privado de la ciudad. Crédito: Sergio Rodríguez

Crónica

Acá terminan las vanidades de este mundo

No lejos del centro de Bogotá, en el costado oriental del cementerio central, se esconde un camposanto británico entre árboles. Crónica dentro de la necrópolis de los súbditos de Su Majestad.

Sergio Rodríguez
24 de enero de 2017

1817. Londres. Un puerto. Cerca de 5.000 soldados voluntarios zarpan hacia América. La Corona Británica no ocultaba su interés en debilitar política y territorialmente a España, que, como imperio, perdía su esplendor y decaía irremediablemente. Comandados por el coronel Hippsisley, y su primer regimiento de Húsares de Venezuela, English, y los coroneles Elson, D’Evereux, MacGregor y Meceron viajaron por los Llanos junto a Simón Bolívar. Su participación fue decisiva en los triunfos independentistas de mayo de 1819. La Legión Británica se ganaba, a sangre y plomo, un espacio en la historia de la incipiente nación.

Los restos de los legionarios caídos descansarían en Zipaquirá, durante unos años, en un predio entregado al coronel Patrick Campbell, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la Corona, por el presidente Francisco de Paula Santander el 14 de diciembre de 1825, en homenaje a las tropas y para el entierro de los súbditos ingleses.

El cementerio actual se esconde. Se enrosca en sí mismo como las ramas de sus árboles para que nadie lo vea. Pero es una pequeña manchita verde, retazo aceitunado y esmeralda, que no se puede obviar por esas copas llenas de hojas encerradas tras un muro de ladrillo viejo. Está en la calle 26, no lejos del centro de Bogotá, un poco al occidente de la avenida Caracas, cosa de media cuadra bajando por la calle. Para ser exactos: antes del Cementerio Central, justo después de la esquina atiborrada de casetas coloridas que vomitan flores con más y más colores. Ahí se esconde el panteón británico y primer cementerio privado de la ciudad.

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- Buenas tardes. ¿La entrada al Cementerio Británico?

- Es por ahí, bajando por la 26. Responde la anciana desde su garita, en la que vende tinto, cigarrillos, empanadas, uno que otro pastel, papas en paquete, gaseosas, bebidas energizantes baratas y alguna otra cosa, saca el dedo apuntando hacia el occidente. Es un portón negro, pero allá no dejan entrar. Tiene que pedir permiso, ¿cierto? Para el Cementerio Británico hay que llamar para entrar, ¿cierto? Le insiste a su compañera, que termina de sorber el primer tercio de su tinto.

- Sí. Tiene que pedir… llamar y pedir autorización. Pero puede bajar y preguntarle el número al vigilante. Se voltea y le recibe un cigarrillo a su amiga.

- Pero eso no baje a esta hora, eso se pone peligroso. Por ahí roban. Esos saben que a esta hora la gente va a estar saliendo del cementerio y esperan ahí para atracarlos.

- Sí, eso mejor no baje. Igual no lo dejan entrar. Eso casi nadie visita ese cementerio…

- Como es solo para esa gente.

- Y como que tampoco dejan poner flores, o no les gusta. Vaya uno a saber. Pero sí, es muy raro que vengan a visitarlo. Cuando hacen celebraciones eso sí, llegan escoltas, policías, ejército, entran y hacen su celebración y se van.

- Eso cierran toda la calle. Y vuelven a lo mismo otra vez, lo peligroso del sector, como allá no se ponen flores y tantas cosas más.

En el costado sur de la 26 está ese portón negro, no más grande a la entrada de un parqueadero. Una señora de cabello rubio y bucles pegados al cráneo camina con su esposo. Dan dos pasos lentos y se quedan viendo el portón. ¿Qué habrá ahí, mijo?, le cuchichea. Él dice que no sabe con un gesto y siguen caminando. El vigilante del cementerio se demora un poco en abrir la puerta y por la calle un fuerte viento trata de levantar del suelo un paquete de papas. Se abre la puerta y el cementerio deja de esconderse. Ha sido descubierto: sus árboles se abren, un túnel lo atraviesa.

Al fondo se ven dos muros. Uno derruido y el otro, unos metros adelante, da a una casa y un silo gris. Entre ambos muros hay cuatro árboles que nacieron junto a los ladrillos y un pastizal que se tragó con los años al primer muro. “Este se trajo del cementerio original, que quedaba por allá en Zipaquirá”, explica el vigilante, Edgar, que trabaja hace 25 años para el cementerio. Rollizo, piel morena, tostada -tal vez por el sol o el frío-, cabello corto, una barriga no muy grande que se posa sobre el cinturón del pantalón, camina despacio, un poco parlanchín, entre los cerca de 350 sepulcros.

Es como un pequeño terruño traído en barco desde Inglaterra. Las sepulturas son de piedra, algunas en mármol, otras en piedra muñeca (la misma que cubre el edificio del Congreso), conservan ese carácter de los cementerios al otro lado del Atlántico. Los túmulos de piedra son de grises inexactos entre blanco y negro, monolitos jaspeados como algunos paños, del mismo color de esas abadías medievales que se rendían a los verdes que crecían sobre ellas. En la necrópolis inglesa hay dos tipos de mausoleos: de cuerpo entero –la mayoría– y osarios. Ninguno de los dos se libra del musgo que, en pequeñas capas verdes con pequeños estornudos de blanco, crecen sobre la piedra, tapizándola de tiempo y misterio. “Una vez un jardinero se lo quitó a una tumba, llegaron los de patrimonio y comenzó un problema. Me preguntaron para saber si había sido yo, pero no. Fue un jardinero. Para ellos es muy importante que se mantengan con esa lama”, cuenta Edgar. De otras nacen eugenias rojas de sombras cafés, matas verdes amarillosas, una que otra flor carmín. No sobra la maleza, que a veces logra invadir alguna. Edgar las arranca en sus recurrentes recorridos.

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Bolívar era presidente de la Gran Colombia y las relaciones con el Imperio Británico se arraigaban. La influencia británica se coló en Latinoamérica con sus posturas liberales apoyando las causas libertarias. Inglaterra sería la primera nación en reconocer la libertad y autodeterminación de estas tierras, con el fin de satisfacer sus intereses comerciales.

El 15 de octubre 1827, Bolívar decretó la prohibición de entierros en templos y ordenó la construcción de un cementerio en los límites de Bogotá, el Cementerio Central, que se inauguró en 1836. En la Guía de Cementerios, publicada por la Alcaldía de Bogotá en 2006, se resalta la importancia de esta decisión presidencial que “coincidió con el ofrecimiento hecho a la corona británica de donar unos terrenos en el sector de San Victorino. Finalmente, en 1829, las autoridades municipales convinieron en que el cementerio de los británicos debía quedar contiguo a los predios recién adquiridos para la nueva necrópolis en el sector de San Diego, sobre el camino a Engativá, hoy calle 26. Esta oferta fue la respuesta a la necesidad de dar ‘cristiana sepultura’ a los protestantes, en vista de la prohibición de llevar a los ‘heréticos’ a cementerios católicos”.

Al final de la segunda década del siglo XIX la fe católica preponderaba en el pueblo y el gobierno colombiano, en una relación que, durante ese siglo, se mantuvo estable en un comienzo, se rompió hacia la mitad y se estrechó, nuevamente, al final. Los protestantes y miembros de otras religiones eran comunidades reducidas y un poco herméticas. Fabiola Uribe Marín, quien realizó la investigación para la Guía de Cementerios, en un video del programa Cultura Capital, cuenta que no todos los finados, en el cementerio, son ingleses. “Cuando no se había construido el Cementerio Alemán, todas las personas que no fueran católicas terminaban siendo enterradas aquí”, explica la investigadora y pone como ejemplo a Manuel Paniagua, “el primer colombiano que se convirtió a la religión protestante. Dos señores se convirtieron en 1865. La resistencia de la Iglesia Católica al protestantismo era muy fuerte porque esto significaba un debilitamiento de ellos como poder de fe”.  

En 1830, William Turner, Ministro representante de la corona británica en la Nueva Granada, adquirió los terrenos y los dejó bajo la responsabilidad de Patrick Campbell. En la Guía de Cementerios se cita el libro Cementerios de Bogotá de Daniel Ortega Ricaurte (Cromos. 1931), quien referencia la donación de estos terrenos: “teniendo en consideración que los abnegados, sufridos y valerosos soldados de la Legión Británica, del Batallón Numancia y los Húsares Rojos (…) y en fin que fue merced a ese valioso contingente como pudo el Libertador emprender la prodigiosa campaña de 1819, aniquilando en Boyacá la dominación española. (...) hizo entrega material al coronel don Patrick Campbell, Enviado extraordinario y Ministro Plenipotenciario (sic), de un lote de terreno para cementerios de los súbditos ingleses, residentes en la capital”.

Ángeles que coronan las criptas de dos oficiales de la Legión Británica. Crédito: Sergio Rodríguez

Para 1835, el cerramiento y la casa de la administración ya estaban en pie, gracias a los aportes de los miembros de la comunidad británica. Sin embargo, el primer registro es de 1830 y está bajo en nombre de William Duffin, quien murió el 4 de junio. El Cementerio Central abriría sus puertas seis años después y a principios del siglo XX, el Alemán y el Hebreo, que conformarían el Conjunto Funerario de la ciudad y finalmente del barrio Santafé.

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El cementerio está dividido en tres zonas. La primera está tras el portón negro y el muro de ladrillo de la entrada, donde la casa de la administración sigue en pie. “Todo esto era una pesebrera… esta debió de ser la casa de la finca. Está íntegra” dice Edgar, con la cara seria que pasea viendo unas vigas y los muros blancos. Junto al muro oriental hay dos banderas, la británica a la izquierda y la colombiana a la derecha. En medio de las dos, el escudo británico. Le sigue un patio verde, siempre verde, a no ser por uno que otro mechón dorado. Allí se celebran varias ceremonias y conmemoran fechas como el 11 de noviembre, el Día del Recuerdo en honor a los caídos durante la Primera Guerra Mundial y que se celebra en todos los territorios británicos.

En seguida está la primera sección de criptas, las más recientes, las hay desde la mitad del siglo XX y se extiende en dos partes divididas por el camino en ladrillo que atraviesa todo el cementerio. Las encierra una reja que está hecha con los restos de las bayonetas que la legión británica utilizó al apoyar la guerra de independencia de los granadinos. Así lo dice la inscripción “This fence is made from bayonets and musket barrels used by The British Legion in the War of Independence and presented by the Municipio de Bogotá. Plaque donated by h. E. Sir James Joint and members of the British Legion. Colombia branch, 1959”. En esta zona está sepultada Vivian Sager de Tibble y su esposo Philip Malcom Tibble, miembro de la Orden del Imperio Británico. “Esta señora, doña Vivian, colaboró mucho con el cementerio” recuerda Edgar con algo de cariño. Los mausoleos son sobrios, de mármol algunos y otros de piedra, las lápidas se yerguen unos pocos metros. Son pocos los que tienen flores, a no ser que les hayan brotado encima. El sendero que divide al cementerio se cubre por las ramas de los árboles creando una bóveda de la que se cuela uno que otro halo de luz que rebota en los verdes y cafés. Uno de estos árboles tiene cerca de 500 años, eso dice Edgar.

Entre los sepulcros más viejos y las nuevas hay un muro que termina en un arco y hace las veces de puerta, pintado en un amarillo de Nápoles viejo. Tiene dos inscripciones en cada una de sus columnas: “When you go home / Tell them of us and say / For your tomorrow / We give our today”, a la izquierda; “Cuando regreseis a vuestros hogares / Contadles de nosotros, decid / Que por vuestro mañana / Sacrificamos nuestro hoy”, a la derecha; sobre el arco una más en latín: “HOC SEPULCHRETUM CIVIUM BRITANNORUM PROPRIUM GULIELMUS TURNER PRIMUS LEGATUS BRITANNUS QUI LITERAS REGIAS IDEMQUE FACIENTES IN HANC CIVITATEM PERDUXIT ANNO SALUTIS MDCCXXXIV. 1834”.

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La comunidad británica está a cargo del cementerio, que estuvo bajo el control de la Embajada Británica hasta 1994, cuando se fundó la Corporación Cementerio Británico. La comunidad, para poder dirigir la corporación eligió a la junta directiva, que cada año se renueva. Sus miembros: el embajador, quien preside la junta, tres británicos y un colombiano. Peter Simon -uno de esos tres ingleses y cuyos padres, que se conocieron en Colombia, están enterrados en el cementerio- cuenta que “cuando entregaron eso, ese lote de Zipaquirá, lo entregaron al entonces embajador, pero la Comunidad Británica es como el Espíritu Santo, está ahí pero no está. Uno puede decir ‘yo reúno a la mayoría de los británicos aquí’, es difícil, y esa es la Comunidad Británica, pero no es legal, no es una entidad como sí lo es la Corporación. En ese sentido, por eso se creó”. Como parte de sus funciones debe decidir si alguien puede ser enterrado o no allá. El único requisito es ser ciudadano británico. No falta quien quiere ser sepultado allí y constantemente timbran en el portón preguntando por el precio de un “pequeño lote”, como dice Edgar.

Las puertas están cerradas al público porque, como argumenta Simon, “aumentaría mucho el costo de administración y haría realmente muy difícil la labor del celador si cualquiera entra a cualquier hora. La Secretaría nos obligó -nos sugirió, nos obligó- a poner un horario, además el celador tiene que dormir. Pero el público no lo va a conocer. La verdad es por seguridad, esta zona es lo más inseguro que hay, no vas a creer que una o dos veces al año roban un pedazo de alguna lápida”.

Han tenido problemas legales. Por eso, desde su fundación, la corporación cuenta con un abogado para solventar cualquier inconveniente. Simon cuenta que en 1995 un vigilante se apropió de los terrenos libres en parte porque la Embajada no le pagó salud ni algún otro parafiscal. Luego los vendió. El proceso duró cuatro años en los que la corporación salía favorecida y el vigilante apelaba hasta el cansancio. Una vez solucionado todo se exhumaron algunos restos y se entregaron a la Fiscalía pues no se tenía copia del acta de defunción.

Desde el 2004, el Grupo Recordar -compañía que se encarga de varios camposantos en todo el país- administra el cementerio y actualmente, como cuenta Simon “hay un proyecto a largo plazo de construir ahí cenizarios, parqueaderos subterráneos porque ahí es difícil parquear, salas de velación y una capilla no confesional”.

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Tras la reja están los sepulcros más viejos y grandilocuentes, espectaculares en sus grises manchados de verde, que se suceden dejando pequeños senderos para pasar entre ellos. Unos caen sobre otros en desniveles bruscos a veces, sutiles, otras. Hay menos árboles y el sol rebota en la piedra. Hacia el occidente, dos ángeles sobre pedestales, uno sentado, el otro flotando con una corona de flores en las manos. Menhires salen de la tierra para recordar oficiales de la Legión. Descuella un túmulo, una columna estriada sobre dos pedestales, en memoria de Carlos Michelsen, ciudadano danés que llegó en la década del treinta en el siglo XIX y murió en Bogotá en 1886.

Mausoleo de Carl Michelsen. Crédito: Sergio Rodríguez.

Cerca de Michelsen está enterrado Samuel Bond -poeta, maestro de inglés, gramático y colaborador del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, iniciado por Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo, un gran monolito manchado con cobres añejados, uno que otro brote de musgo y un café ferroso corona su sepultura. Un nudo, poco más arriba del centro de la piedra, se ramifica dibujando aurículas en la piedra. Fue traído en mula desde Zipaquirá hasta el cementerio, “en esa época, ¿cómo más?”, dice Edgar. “Es muy bonita. Quienes han podido entrar se quedan sorprendidos al verla”. En frente, dos manos se saludan o firman un pacto. “Lo único que se cumple es la muerte, sea usted quien sea” sentencia Edgar con una sonrisa tímida, de esas que no llegan a consumarse por la falta de confianza entre dos desconocidos.

“Aquí yacen los restos de los soldados pertenecientes a la Legión Británica -The British Legion- quienes colaboraron con la independencia de Colombia en el siglo XIX. R. I. P.”, inscrito en una placa. En esta una bayoneta permaneció hasta hace algo más de un año cuando se la robaron. “El Coronel estaba muy bravo porque para ellos era una reliquia histórica” dice Edgar. Fue investigado. Le tomaron huellas al lugar donde estaba emplazada el arma y unas fotografías. Por las chatarrerías del sector se lo vio preguntando por la bayoneta sin encontrar nada. Con calma es consciente de que “no se sabe quién fue ni se sabrá”. Decía que quien se la robó sabe del valor que puede tener y que debió entrar por la puerta porque no hay otra entrada, a no ser del muro que queda al fondo, pero no es probable. En fin, no se sabe.

Los restos de William Duffin, el primer finado del cementerio, están al suroriente del cementerio, escondido en una esquina al lado del monumento a la Legión Británica. “Quién sabe cuántos cuerpos hay ahí. Si es que están ahí. Eso tiene más de 100 años” se pregunta y responde Edgar. Pero no hay cuerpos, el cenotafio a los soldados es un pequeño obelisco que casi no se deja ver por un árbol que, sin decidirlo, nació en frente. Su tronco se arquea un poco y una que otra rama cargada de hojas verde vejiga roza la piedra no muy grande que apunta al sol. Legión Británica dice en la inscripción. Comienza a llover y gruesos granos de hielo golpean las lápidas, donde las vanidades de este mundo terminan.

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