Sesenta y nueve años después del Bogotazo, Colombia vive por primera vez un 9 de abril sin fuego cruzado, al menos oficialmente. Aquel viernes en que asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán y la capital se prendió en fuego por la indignación se convirtió en el día más histórico y decisivo del siglo XX en el país: era la primera jornada de un día a día sin pausas de una guerra oficial y cruda, que ya existía, y que hemos vivido cinco generaciones de colombianos, unos más de cerca que otros.
En 2017, el 9 de abril es un domingo que ha pasado como cualquier otro. Domingo de Ramos, para los que gustan de las casualidades. En Bogotá, donde todo pasó, llovió con desquite y la mitad de la ciudad empezó a irse de vacaciones de Semana Santa. Casualidad o no, se declaró este como el Día Nacional de las Víctimas, pero de lo único que se habló en los medios sobre esa importante y necesaria conmemoración fue de un agarrón que hubo en el Congreso de la República entre Álvaro Uribe y su séquito del Centro Democrático con un líder de las víctimas que les reclamó porque decidieron abandonar el recinto en mitad de la ceremonia en la que las víctimas contaban sus historias. Lo demás fue opacado por otras noticias más trascendentales: la llegada de Justin Bieber al país para su próximo concierto, un gol de James Rodríguez en un entrenamiento, el triunfo —por fin— de Santiago Giraldo en la Copa Davis y lo bien que ha mejorado la situación en Mocoa tras la avalancha.
Sin embargo, están las víctimas. A pesar de que no ocuparon titulares en su día, muchas de ellas saben que, más allá de la efeméride, hoy el país pasa por un momento distinto, lejano a ese en el que sufrieron una, y otra, y otra vez, pero muy cercano como para olvidar. El perdón, la reparación, la victimización, las violaciones a los derechos humanos, la larga espera, los abusos, la paciencia, la voluntad son constantes que se repiten en cada historia de vida. En un 9 de abril en el que por fin se puede hablar de la guerra por su nombre, hacen un balance del primer medio año en el que ya no hay fuego. Y también, recuerdan.
Por ejemplo
Un día de abril de 1999, César Augusto Montealegre estaba cavando su propia tumba en algún lugar de la selva entre los límites de Caquetá, Tolima y Huila, en un paradero conocido como San Guillermo. Eran las 3:00 de la tarde y Luis Moreno, un guerrillero de las Farc, lo escoltaba en su tarea para ejecutarlo cuando terminara. Al acabar, César Augusto Montealegre fue obligado a acostarse en esa tumba que sería suya, para ver si se ajustaba a su medida. No cabía: la cabeza le quedaba torcida. En ese momento, recuerda, rezó: “Dios, si esta ha de ser mi última morada, que al menos pueda estar erguido”. Le permitieron cavar más para concederle su petición. Terminó, volvió a acostarse para medirse y comprobaron que ya cabía a la perfección. Le pidieron que se arrodillara a los pies de la tumba. Entonces, recuerda, volvió a rezar en voz alta y pidió perdón a Dios por él y por la vida de quienes estaban a punto de matarlo. Antes de ejecutarlo, Luis Moreno se puso a llorar a su lado y le pidió perdón. Fue, habló con su comandante y decidieron perdonarle la vida.
Cuatro meses después, en agosto, César Augusto Montealegre era liberado en una carretera de La Esperanza, Caquetá. Era otro hombre: tenía 58 años y estaba en la ruina porque su familia tuvo que vender todo para pagar su liberación. De ser un empresario con diez restaurantes en Caquetá que empleaba a casi 200 personas, pasó a tener deudas que hoy no ha terminado de pagar y su vida como comerciante le da para vivir a raya. Un año y medio después de su liberación, a su finca llegó Luis Moreno, ahora exguerrillero, y le pidió empleo. Con lo poco que tenía, le abrió la puerta de su finca y lo nombró su mayordomo. Así pasaron ocho años en los que, por ese trabajo, Luis Moreno pudo criar a su hijo y levantar a su familia.
Hoy, César Augusto Montealegre cuenta su historia de perdón como algo más importante que la historia de su secuestro. “El perdón es la paz. Las víctimas y los victimarios tenemos que perdonarnos, a nosotros mismos y a los otros. Hay que superar esa etapa… Usted no se imagina, uno después de mucho tiempo sigue siendo victimizado: en mi caso, hoy todavía soy victimizado por los bancos, por el Estado… pero al menos, el perdón que yo di es uno de mis mayores alivios”, dice César Augusto en su casa en Florencia.

Claudia Díaz tenía 25 años cuando le cambió la vida. Vivía en el Carmen de Bolívar, en Bolívar, era periodista de la televisión y la radio locales, y había hecho estudios en Psicología y Comercio Exterior que no ha podido terminar. A esa edad ya sabía qué era la guerra: en septiembre de 1997, su padre fue secuestrado, como tantos otros comerciantes de la región, y en menos de 40 días tuvo que buscar 25 millones de pesos como pudo para su rescate. Luego de la liberación, su padre abandonó el pueblo y se fue a Cartagena, pero Claudia quiso quedarse. No obstante, las extorsiones siguieron: un millón de pesos cada mes. Y eso no fue suficiente. Un día de 2005, en las afueras del pueblo, el carro en el que viajaba Claudia fue interceptado por paramilitares. La bajaron, la raptaron y, delante de sus familiares, la violaron. Ahí quedó en embarazo de su hija, que hoy tiene 11 años y le pregunta por su padre.
Claudia dio muchas vueltas buscando ayuda por Cartagena, Bogotá y Medellín antes de ser lo que es hoy: una de las líderes más importantes de Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz, una red de apoyo de mujeres que, como ella, han pasado por atrocidades semejantes. Con un aplomo sobrenatural, dice: “A las víctimas de estos delitos les toca muy duro, porque, al final, las mujeres siempre somos las que nos quedamos con los hijos. Pero ellas deben saber que sí se puede hacer algo. Primero hay que pasar por un apoyo psicológico integral y muy bueno. Elaborar un duelo, aceptarlo. Hay que unirnos, las mujeres somos más fuertes, hay que apoyarnos unas con otras para que luchemos por los intereses de todas, sacar fuerzas… no hay que quedarnos en ‘ay, pobrecita, la víctima’. No. Tienes que salir adelante porque hay otras mujeres que también están esperando”.
Leiner Palacios también habla de perdón. Es un sobreviviente inverosímil: una de las pocas personas que quedaron vivas y enteras tras el atentado con cilindro-bomba en la iglesia San Pablo Apóstol de Bojayá, donde murieron 49 niños y 31 adultos de la manera más infame. Desde esa tarde mortal, en la que vio a su pueblo reducido a escombros después de que paramilitares y guerrilleros se lo tomaran de ruana, su compromiso ha sido reclamar justicia y reparación para todos los suyos. Hoy es una de las personas más representativas del lado de las víctimas, uno de los doce representantes que viajaron a La Habana a decirles a las Farc lo que sentían y pensaban 14 años después del ataque.
En ese tiempo ha recorrido como pocas personas todos los rincones del Atrato, y sabe de lo que habla. Ha visto la guerra y la paz en forma de río y selva, de las regiones más olvidadas del país donde la gente no es noticia frecuente. Su mayor esperanza es encontrar una institucionalidad, una forma de control, de presencia estatal para una región —su región— que sabe en carne propia lo que es la guerra, que ha sufrido como pocas el suplicio de la guerra y el abandono y que, sin embargo, le dijo sí a la paz sin pensarlo. Aunque el resto del país, sabiendo, dijo no.
Después de todo eso, hoy Leiner dice: “En Chocó, el 98 % de la población ha sido víctima del conflicto armado. Y hoy por fin hay un respiro y un alivio para empezar a cerrar ese capítulo que tanto nos ha hecho sufrir. Sigue habiendo crímenes en el Bajo Atrato y otras regiones como el río Sacarica, donde han aumentado los ataques de paramilitares… pero creo que no hay que parar con lo que ya se ha venido haciendo… mi llamado es a que no se abandone ese camino: hace cuatro meses, por ejemplo, que la Unidad de Víctimas territorial de Chocó no tiene director, y es fundamental para que sigan haciéndose las reparaciones individuales y colectivas, como en un principio, que se hicieron muy bien. Mi llamado también es a que el gobierno ocupe los espacios que la paz está trayendo, para que no haya más abandono estatal: las poblaciones siempre han tenido necesidades básicas muy grandes y si el gobierno no hace presencia, empuja a la delincuencia y a la ilegalidad. Si no se sigue haciendo presencia, la paz se pierde”.
Luz Patricia Correa estudió Filosofía y Psicología, y en sus 25 años de carrera, porque quiso, porque le tocó —no sabe si lo uno o lo otro—, ha visto de cerca el conflicto y sus víctimas. En Turbo, en Urabá, en El Salado y en cuanto rincón y vereda se ha disparado en Antioquia. Después de tanto ver, dice: “Es que imagínate, yo le he dado muchas vueltas a este asunto…lo pienso, lo volteo… ¿Qué es hoy de las víctimas? Creo que hay papeles diversos: no se trata de una masa homogénea. No. Algunos prefieren el camino de la reconciliación; otros piensan solo en rehacer sus vidas; otros, en cambio, quieren ser líderes…pero en general, con todo esto, uno sí siente que son optimistas, que sienten que hay al menos un nuevo camino, algo… y creo que cada uno está haciendo desde su posición y su voluntad la paz a su manera en los territorios. Lo que concluyo es que nadie está esperando a que les digan qué y cómo es la paz: las víctimas, ellas mismas, lo hacen en sus territorios”.
En Colombia hay 8,3 millones de personas que de uno y otro lado del conflicto han sido víctimas de la guerra; 8,3 millones, es decir, una quinta parte de todo el país, o tres veces la población de un país pequeño como Uruguay. Es decir, hay un país roto. Y solo hay un día para recordar a ese país que ha sufrido tanto: el 9 de abril. Apenas ha pasado el primero después del conflicto y no fue noticia. Las razones por las que hubo un primer 9 de abril siguen existiendo, aunque hoy tienen una nueva población: las víctimas. Y sus voces, al menos, hoy hablan sin miedo. Ese es un primer paso.
*Periodista.