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El último registro oficial arroja que 118.000 venezolanos han llegado desde 2016 a Bogotá, donde el 36 por ciento está en condiciones irregulares. Foto: Semana

ENSAYO

El sufrimiento en las rutas del exilio

A raíz del éxodo masivo de venezolanos a Colombia, la filósofa Andrea Mejía reflexiona sobre la hospitalidad como principio ético y político para abordar la pregunta que atraviesa todos los movimientos migratorios: ¿cómo vivir con otros?

Andrea Mejía
27 de septiembre de 2018

El exilio colectivo es una realidad histórica asociada al sufrimiento. Son los pueblos asolados por la guerra, por la expulsión y la persecución, por condiciones materiales y espirituales muy precarias los que han emprendido las rutas del exilio masivo, muy distinto al exilio individual y voluntario. La diáspora judía; los extensos desplazamientos causados por la Segunda Guerra Mundial; los seres humanos que no eran ciudadanos de ningún Estado y a los que Hannah Arendt se refirió como “los que no tienen derecho a tener derechos”; el drama de los kurdos en Turquía, Irán e Irak. La actual crisis migratoria europea es la más delicada desde la Segunda Guerra. Incontables seres humanos han muerto tratando de encontrar mejores condiciones de vida y, muchas veces, tratando simplemente preservarla. Detrás de un cuerpo ahogado que el mar devuelve a las costas libias hay a veces 2 o 3 años de travesía. Los refugiados que huyen de Somalia, de Eritrea, de Sudán o de Malí, que huyen del terror yihadista, de guerras internas o de la brutalidad de una dictadura como la eritrea, deben atravesar Sudán para llegar a Libia y de ahí embarcarse con la esperanza de alcanzar las costas italianas. Las rutas de los refugiados son largas y están llenas de peligros. Entre Sudán y Libia, los que conducen a los refugiados, sus “coyotes”, se convierten muchas veces en sus torturadores. Hay campos de tortura en el desierto libio. Muchos desplazados quedan ahí atrapados si sus familias en el país de origen no logran hacer llegar un rescate para liberarlos. Cerca de los campos, hay fosas comunes. El conflicto sirio ha dejado también millones de desplazados, la gran mayoría en Turquía, o en campos improvisados que se multiplican en las fronteras del “espacio de justicia, libertad y seguridad” de la Unión Europea.

El continente americano es también hoy un territorio marcado por las huellas del exilio. El escenario de crueldad dispuesto por la política de “tolerancia cero” de Donald Trump, en el que niños mexicanos y centroamericanos fueron separados de sus padres y detenidos en campos, pone de manifiesto que no hay ninguna garantía política ni jurídica para limitar el ejercicio soberano del poder, ningún aprendizaje histórico tampoco que evite la repetición del horror de las deportaciones.

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El fenómeno más cercano a nosotros es el exilio de millones de venezolanos que abandonaron y siguen abandonando su país por falta de trabajo y de alimento. Como en el caso de Siria, un líder y la élite que lo rodea, desde su arrogancia y obstinación, prefieren arrastrar a “su” pueblo antes que renunciar al poder. Algunos venezolanos intentan llegar hasta Ecuador o Perú, otros pocos siguen hacia Argentina o Chile, pero la gran mayoría se queda en Colombia. El encuentro con hombres y mujeres venezolanos con los que muchas veces intercambiamos palabras, en diversas circunstancias, unas difíciles, otras más desahogadas, esta irrupción del dulce acento caribe en medio del acento bogotano, se ha vuelto una experiencia cotidiana en la capital del país. Pero el drama real, como siempre, queda lejos de nuestros ojos. En las fronteras, en las carreteras que recorren a pie, en los campamentos improvisados en los que duermen los desplazados venezolanos.

Históricamente, Colombia ha sido un país poco acogedor y con flujos migratorios más bien pobres. Ahora, sin embargo, tenemos la oportunidad, preciosa y única, de reflexionar sobre lo que significa acoger a otros, sobre lo que significa la hospitalidad como principio político, más allá de la solidaridad humanitaria o del tratamiento de la acogida como un problema técnico.

La perspectiva humanitaria: un otro vulnerable y débil

Sin duda, el desplazamiento colectivo puede y debe abordarse como un problema “humanitario”. No solo porque en cada desplazado es la vulnerabilidad humana la que está siendo expuesta. Es un problema humanitario porque se trata del drama real y cotidiano que viven cientos, miles, millones de mujeres, de hombres y de niños. Niños muy pequeños.

Carpas, barro, lluvia, ropa siempre mojada. Filas para comer, cuando hay comida, filas para un baño, filas para acceder a un poco de agua potable. Filas infinitas de caminar. Sobornos. Secuestros. Violencia sexual.

Es inevitable que se haga lo posible por aliviar un sufrimiento que no puede esperar un tratamiento más sofisticado o más a largo plazo del problema. Así que, en muchos casos, la perspectiva humanitaria sigue siendo válida, y cualquier tipo de acción humanitaria, urgente.

Pero a largo plazo la acción humanitaria es despolitizadora. No intenta ofrecer condiciones de ciudadanía activa, sino simplemente mantener una vida despotenciada. Busca proteger una condición humana sin atributos a la que se le debe asegurar la vida biológica, una vida desde la que no se ejercen realmente derechos. Muchas veces la acción humanitaria cierra los caminos para la búsqueda de una vida política cualificada.

La hospitalidad: la fuerza interpelante del otro

Por eso, más allá de la perspectiva técnica y la perspectiva humanitaria, la hospitalidad es sobre todo un principio ético y político. “Ético” en un sentido mucho más profundo que el tratamiento humanitario que intenta garantizar las condiciones mínimas para la preservación de una vida frágil e inactiva. La hospitalidad recibe a un otro no despotenciado, con toda la fuerza que el otro, por ser otro, tiene siempre para interpelarnos, para exigir de nosotros una respuesta. Desde una perspectiva vital, el otro se vuelve una pregunta, una pregunta que cuestiona y enriquece lo propio, una pregunta que exige una respuesta.

El exilio supone el abandono de lo propio. Es en principio doloroso. No solo porque las condiciones materiales del exilio pueden ser muy duras, como es el caso de la mayoría de desplazados, sino también por sus repercusiones anímicas: la nostalgia, que en griego significa el dolor por el regreso, el sentimiento de pérdida.

Pero más allá de ese dolor, la errancia y el asentamiento en un país “extranjero”, puede llevar consigo una alegría y una energía renovadoras y creativas, tanto para los exiliados que buscan refugio como para los que los reciben. Hay que pensar el exilio desde esta doble perspectiva. Para ambas “partes”, el exilio trae consigo potencias éticas tremendas, transformadoras.

Los movimientos de desplazamiento colectivo, que no son voluntarios, que obedecen muchas veces a relaciones de poder y de producción globales, suponen un desafío a la actitud soberanista que defiende y protege el territorio propio. El clamor soberanista dice: “esto somos nosotros”, y dice: “esto es nuestro”, “esto nos pertenece”. Pero no sabemos qué significa ese “nosotros”, no lo hemos escogido; es algo impuesto, inmediato, una relación de supuesta identidad sostenida por un origen mítico, la fundación de una patria, o por “una” tierra que no es una, sino territorios fragmentados, incomunicados, donde se despliegan formas de vida que no tienen en común nada más que una identidad administrativa, burocrática y jurídica: la ciudadanía. La ciudadanía no significa mucho cuando, como en el caso de Colombia, ni siquiera implica la protección de los derechos más fundamentales.

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El exilio nos obliga a darle un lugar al otro, a abrirle un espacio real a los que no son “nosotros”. Los que llegan tienen también que abrirle un espacio al otro. Así, se establece un vínculo que es contrario al clamor soberano: ese podría ser yo, o ellos son nosotros, que es el principio de la compasión comprendido más allá de toda blandura sentimental.

La coexistencia, el vivir con otros, es una estructura básica de toda existencia humana, es un rasgo del que no podemos prescindir. Vivir con otros es verse afectado por los otros, sufrir con ellos. Es también ser un otro para los otros. Esto quiere decir, simplemente, que nosotros somos también los otros. Y mucho antes de acertar con la buena forma de relacionarnos entre nosotros, la ética es este hecho fundamental e irreductible: existimos siempre con otros.

Recibir al exiliado es una respuesta a un otro que no conocemos ni escogemos, pero es una respuesta libre y abierta: a ese otro le decimos sí y nos dejamos interpelar por él. No simplemente lo toleramos: nos exponemos a él. Se trata de una coexistencia consciente, activa y cuidadosa. No es ya la coexistencia inmediata y pobre que impone el lazo vacío de la ciudadanía.

Ningún ser humano es ilegal

Kant tuvo una buena idea: el cosmopolitismo. Esa idea puede ser examinada y problematizada desde muchas perspectivas; necesita ser reinterpretada y parcialmente criticada. Sin embargo, hay algo que yo rescataría del cosmopolitismo kantiano: la idea de que la Tierra no pertenece a nadie y que, por lo tanto, todos somos ciudadanos del mundo.

Kant sostiene que “el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal (…) Hospitalidad significa aquí el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente por el hecho de haber llegado al territorio de otro”.

Aclara enseguida que se trata de un derecho de visita “que tienen todos los hombres en virtud del derecho de propiedad en común de la superficie de la tierra (…) no teniendo nadie originariamente más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra”.

Si el derecho internacional se encuentra hoy en día profundamente modulado por la sensibilidad jurídica de Kant, de su principio de hospitalidad no queda sino un rastro muy tenue en el derecho internacional de los refugiados. Hoy, más que nunca, es necesario reactivar el principio de la hospitalidad, el único principio que no supimos heredar de Kant al intentar ordenar jurídicamente el mundo. Colombia no es la excepción. También aquí tenemos que comprender y asumir la hospitalidad como principio ético y político que está por encima de las regulaciones jurídicas soberanistas. También aquí tenemos que comprender y asumir que ningún ser humano es ilegal. Nunca. En ningún lugar de la tierra.

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